House of Cards: el abismo del poder
Por Santiago Asorey
A raíz del furor reactualizado por los nuevos capítulos, tuve la posibilidad de releer un artículo que escribí sobre la serie hace dos años. El compañero y amigo Enrique de la Calle, Editor responsable de la Agencia, me había trasmitido que no le había gustado mi nota, algo que recordé releyéndola. Revisando el texto comprendo el porqué de las críticas. Si bien sigo sosteniendo las cuestiones de fondo que planteaba en ese momento respecto a cómo House of Cards ofrecía una visión particular de la política corrupta norteamericana para construir ideológicamente la universalidad de ese modelo, creo que en parte era injusto en el sentido que no daba con la medida del problema de la serie como producto estético.
Cómo se construye un personaje moralmente repudiable, sin límites en su cinismo, pero que despliega una arquitectura de poder que el espectador quiere ver crecer y triunfar (¿para después caer?). Ese también es uno de los problemas de House of Cards, el problema moral en la construcción de la volátil casa de cartas.
El planteo que realizaba hace dos años estaba vinculado a denunciar el trasfondo ideológico de la política norteamericana (algo que sigo creyendo que es importante visibilizar). Pero no hacía alusión a la dimensión estética de la serie (en última instancia el mecanismo ideológico fundamental).
House of Cards ofrece una complejidad estética que merece una atención especial. Desde el arranque: la introducción de la serie reproduciendo distintos puntos de vista de la ciudad de Washington con las trompetas misteriosas in crescendo concentra todo el problema de la serie. La forma temporal en que se reproducen esos puntos de vista de la capital del poder político es lo que sintetiza el problema.
Detrás de esos planos fijos espaciales de la ciudad acelerados, el paso del tiempo expresa el paso de un tiempo no humano. Es el tiempo de la política grande, de la gran rosca. Todo eso se concentra en el “time lapse” de los planos mostrando el cambio de los semáforos, de la claridad del cielo, del rio en movimiento, de las luces de la ciudad. Toda la materialidad cambia y fluye menos las estructuras arquitectónicas sólidas y los monumentos. En esa imagen temporal donde lo humano se diluye entre los tiempos de la política, sólo sobreviven las estructuras macizas, los leones de cementos, las columnas de mármol bien cimentadas del capitolio. Los personajes deben enfriarse hasta la temperatura del mármol para sobrevivir en ese medio.
La narración pivotea siempre sobre ese eje, humanos (con el estómago muy frio claro) intentando mantener el equilibro para no perder su dominio. Es el drama humano en el abismo de la arquitectura de poder: la síntesis la expresa el soldado leal y jefe de Gabinete Doug Stamper, con su alcoholismo y su presión feroz a los gobernadores (así lo vemos en la quinta temporada).
Por otro lado, House of Cards heredó de Edipo Rey aquello que Michel Foucault había leído muy bien en la tragedia de Sófocles. La pregunta para Edipo y para Frank es la misma pregunta sobre el poder. Cómo sostenerse, cómo no perderlo. El castigo de los dioses a Edipo es el precio de la utilización del poder político de forma independiente al saber de los dioses. Los dioses castigan con la verdad del pasado a Edipo y en el caso de Frank, el castigo también lo persigue desde el pasado. La pregunta sobre si esa pena lo alcanzará o no es irrelevante, en la medida en que siempre se encuentra bajo la sombra del castigo que el periodismo puede hacerle caer sobre sí.
En cierta forma, Frank ya se encuentra marcado por el castigo de forma permanente. Lo que era la profecía de los dioses en Edipo Rey, en House of Cards es la profecía de la prensa. Toda una declaración ideológica que marca el castigo sobre el poder. Pero que abre interrogantes sobre cuáles son los poderes que no son castigados. Ni las grandes corporaciones de comunicación, ni los grandes conglomerados financieros, ni la industria armamentista.
Mención aparte se merece el tratamiento del cinismo. Sobre ese punto habría que decir algo simple. Claro está, que el cinismo en la serie, no se trata ùnicamente del cinismo de un personaje. Sino de un cinismo en la enunciación que establece una complicidad con el espectador a quien Frank habla con honestidad. De hecho, el espectador es el único con el cual Underwood es honesto. La mirada a cámara establece un pacto con el espectador. No es Francis únicamente el cínico, sino todos los espectadores que sentimos empatía con él.
Así es como el propio espectador común puede sentir el vértigo de la acumulación política inestable a través del ánimo de Stamper o del secretario de prensa Seth Grayson o también de Francis y Claire. Los personajes se encuentran siempre con su extraña humanidad al aborde de un precipicio. Esa dimensión de lo extraño que tienen los personajes principales se vincula a la vida política de los mismos. A la forma en que vuelan en las alturas manejando los hilos del poder, como si fuesen dioses griegos siempre en la posibilidad de caer en la desgracia. No es que sean extraños en sí, sino que son extraños para nosotros. Humanos y dioses, cercanos y lejanos, en una tensión constante, hasta el día en que la casa de cartas se caiga.