Los ganadores, de Néstor Frenkel
Por Marcos Gustavo Vieytes
A poco de empezar a verla, Los ganadores nos enfrenta con algo que es mucho o, mejor dicho, demasiado. Se mide y nos mide con la vara del exceso, y eso no es común ni corriente. No arrebata nuestras pasiones impulsándonos a dejarnos llevar por la admiración o entregándonos al deseo, sino que busca más allá de la apariencia. Su ética –templada en el sadeano humor de Buñuel e indiferente a la idealización, pero no carente de com/pasión- es la de la crueldad, curiosa, insaciable y condenada a constatar la carne debajo de la piel, los materiales de construcción sociales más allá de la moral y de su máscara, la cultura.
Aquello a lo que nos enfrenta Los ganadores ni bien empieza es un plano que dura más de lo habitual, lo suficiente para incomodar a quien está siendo filmado y para incomodarnos, a pesar de que no sabemos nada de él. Una vez que deja de hablar podemos correr el foco de atención hacia las hojas de los árboles que se mueven al fondo y arriba del plano, como cuando las frondas sacudidas por el viento capturan nuestra atención en el corto de los Lumiere en que le daban de comer a un bebé, pero acá no hay otra situación en desarrollo que permita ir y venir de una a otra dimensión de la escena, y el silencio no responde a la falta de sonido estructural de la película muda sino al de una persona que ya no sabe qué decir y a la que no le dan letra hasta que decida abandonar el campo visual. La duración del plano se nos antoja demasiada porque va más allá de la voluntad –o del saber- del filmado, extendiéndonos su incertidumbre. El de ese plano es un tiempo de más, así como ese hombre empieza a sentirse de más delante nuestro. Como a partir de entonces la demasía será la materia misma de la película, estaremos expuestos a ella a menos que la rechacemos junto con el personaje en ese mismo instante, lo que sería igual a quedarnos sin vernos en ella. Quien decida seguir mirando no podrá decir que no le avisaron.
Contra la inmediata empatía que sentimos hacia el personaje, acaso únicamente justificada por el contrato mediante el cual le otorgamos peligrosamente más verosimilitud al documental que a la ficción, el plano frontal nos pone de este lado de la cámara como detentadores agazapados de su poder. Pero como nuestra potestad es vicaria, somos a la vez víctima y verdugo de esa sostenida expectación (con la misma libertad con que Buñuel definía a Tierra sin pan como documental surrealista, podríamos decir que Los ganadores es un documental de explotación). Ante un pedido de permiso para hablar por teléfono con la familia que le hacía su empleado, el patrón de Bolivia demoraba la respuesta para mejor humillarlo, pero la película de Caetano resguardaba nuestro lugar por sus procedimientos de ficción. La de Frenkel, en cambio, nos espeja y en esa experiencia de reflexión no hay colectoras sino una autopista de doble mano, sin señalizar y sin banquinas.
Aunque su permanencia en el plano se prolongue, ese primer ocupante de Los ganadores es un personaje fugaz porque no accede a servir de puerta de entrada a las premiaciones que Frenkel, incluido en el relato por una voz en off que es otro personaje más, quiere conocer y mostrar. Si un ganador es alguien que ocupa el primer lugar en una competencia o que es objeto de reconocimiento, vale decir de identidad, no es impreciso afirmar que Frenkel también se lo concedió a ese primer personaje de la película pese a su reticencia, sólo que lo deja en el podio solo con su apetencia satisfecha por la cámara, pero sin público y, sobre todo, sin aplausos ni trofeo. Será otro premiado y premiador quien conduzca a Frenkel, a la película y a nosotros hasta ese circuito de premiaciones sin glamour y hasta un evento en particular, prototipo de “competencias culturales” varias. Ese primer rechazo por parte de alguien que vendría a ser un ganador de ganadores bien puede funcionar como índice de una estructura piramidal. En vez de ascender a la punta del iceberg, Frenkel bucea en la parte sumergida.
El cuerpo está antes que el espíritu porque está antes que la palabra: esa es la fascinante potencia cinematográfica de Frenkel. Y el cuerpo metafórico de la película no se manifiesta sino a través de violencias, indiscreciones, cortocircuitos, pliegues, protuberancias o extirpaciones. El plano en cuestión es uno de esas manifestaciones. Recuerdo otra de naturaleza sonora: cuando están preparando el evento de premiación central de la película una mujer arrastra durante interminables segundos una silla y el chirrido de lata es una disonancia ineludible, manifestación vivamente molesta del cuerpo inadaptado de la película, otra prueba de toque física para el espectador, otra crudeza, otra crueldad reactiva al orden, la sensibilidad institucionalizada y el buen gusto. Frenkel la registra para que el espectador la abrace en vez de sentirse expulsado por esa u otras marcas, para que no vea en ella una agresión sino una herida, que es evidencia de un daño y de dolor, pero también de cicatrización.
En los preparativos y el desarrollo del evento se despliega el pathos simultáneamente trágico y paródico de Los ganadores. Superficialmente, un rito rengo, ridículo. En verdad, un duelo disfrazado de fiesta. Como en Construcción de una ciudad, que no sólo reflotaba la historia de un pueblo entrerriano sumergido por decreto en 1979 con cada figura humana disuelta sino también a todos los “desaparecidos”, los amateurs y los ganadores de Frenkel son sobrevivientes de esa época en tanto y en cuanto la duración de sus vidas les ha permitido atravesarla. Los que venimos después somos herederos de ese terrible capital financiero y simbólico. En todos los casos, simuladores dedicados a organizar y participar de simulacros que difieren de otros sólo por una variación en la escala. Quien no se reconozca en Los ganadores, como quien reacciona contra el grotesco, prueba la eficacia de un simulacro mayor, más monstruoso y siniestro en tanto perfectamente interiorizado y sin marcas aparentes del proceso. Los ganadores de Frenkel son los nuevos monstruos del cine nacional. Era ahora de que alguien mirara entre nosotros como supieron mirarse los italianos hasta no hace mucho.