Matan
Por Santiago Gómez
Un lugar a donde unos pocos llegan y matando se quedan con la tierra y las riquezas de los locales. Unos pocos que por la fuerza también exigen que se respete su voluntad y se repitan sus pareceres, crean instituciones para eso. Unos pocos lugares donde viven esos pocos rodeados por lugareños armados para defender de otros lugareños lo que les han robado. Después cambian el cerco armado por uno de alambre, pero ni dejan las armas ni su voluntad de matar a quien quiera recuperar lo que le pertenece. Crean el Estado y lo primero que esos pocos piden es que les firmen un papel en que reconozcan que las tierras les pertenecen. Ya no necesitan pagar lugareños armados, el Estado los contrató de policías. Los ricos se enferman, su descendencia tiene sed de conocimiento, o de poder, para ser correctos, y necesitan contratar especialistas para ello. Ellos, los especialistas, son los hijos de los colonialistas no reconocidos como iguales, pero deseosos de ser reconocidos como tales. Van a correr toda su vida atrás del reconocimiento.
La invasión también es mental. Los invadidos crecen, se reproducen y multiplican la invasión. Tienen el cuerpo invadido por el mandato de la obediencia y la acumulación. La obediencia para nosotros, la acumulación para ellos, pero ¡ay! de los que consiguen acercarse al alambrado los días fríos, ni que decir cuando también fría está la lluvia. Hay arriba y abajo, sí, de arriba cae la lluvia, pero la sociedad no se ordena como una pirámide sino que es concéntrica. Está la casa en la estancia y el cerco para que nadie se acerque. Elijan la ciudad de América Latina que quieran y siempre encontrarán lo mismo: el centro donde viven los ricos, rodeados por la clase media que les vende el conocimiento que los ricos sólo adquieren pagando y después la clase pobre que le vende esfuerzo físico a los dos. ¡Ay, si los pobres apretaran hacia el centro! Pero, ay, esos cuerpos también están invadidos y los días de lluvia fría sueñan con las casas del centro.
“Que ni se acerquen”, dicen, nos quieren lejos. Por eso Tecnópolis no fue a cuadras de la casa de Macri sino del otro lado de la General Paz. Nos odian. Pero todavía no nos tienen miedo. Deberían. Deberíamos conseguirlo. Debemos conseguir que la mayoría los odie. Porque el odio de ellos nos mata. Matan. Y nos van a seguir matando. Matan a quien intente montar una carpa para no dormir en la intemperie y trabajar la tierra para poder alimentarse y alimentar a su familia. Matan a quien ocupe un edificio vacío por años para no enfermarse con la lluvia ácida de la capital. Matan a quien le niegan remedios con su veneno neoliberal, liberal, con el veneno que les corre por la sangre y los llevó a defender el trabajo esclavo, luchar contra el trabajo asalariado, oponerse a las jornadas de ocho horas laborales, el descanso en los finales de semana, las vacaciones y qué decir del aguinaldo. Odio les corre por las venas y corre en cada calle que lleva el apellido familiar. Matan los Peña, los Bullrich, los Pinedo, los Anchorena, los Álzaga, los Blanco Villegas, los Macri, deseosos de una avenida que recuerde que llegaron a la Casa Rosada, para matar. Claro que no lo van a decir así, pero cuando ellos gobiernan aumentan las muertes y no es casualidad.
Matan pero no parece. Los cuerpos invadidos de odio, de un odio que no les pertenece, de un odio inyectado a diario por la televisión, acaban predispuestos a apretar el gatillo, lincharnos, apalearnos, despedirnos, detenernos, desaparecernos, quemarnos, arrojarnos desde un avión o un helicóptero. “Autorizado a abrir la puerta y tirar esa basura afuera”, le dijeron por radio al piloto del helicóptero que llevaba a Lula a la prisión. 78 días estuvo desaparecido Santiago Maldonado. 19 fueron los tiros contra el campamento Marisa Letícia, quien fuera esposa de Lula, en defensa de la libertad del dirigente preso. La muerte de Marisa Letícia también hay que cargárselas a la cuenta de ellos. Muchos también fueron los balazos contra la concejal negra Marielle Franco y el chofer Anderson Pedro Gomes. Al menos dos fueron los tiros contra la caravana que llevaba a Lula, el día siguiente a que el Supremo Tribunal Federal considerara tratar el habeas corpus que no le garantizó la libertad. El mismo Supremo que ya no cuenta con el ministro Teori Zavascki, el que consultó al ejército para saber si les garantizarían seguridad en caso de que fallaran contra el mamarracho de Moro, porque se cayó el avión en que iba. Como también se cayó el avión de Eduardo Campos, quien según Lula hoy podría ser el candidato. El otro sucesor de Lula hubiera sido José Zé Dirceu, pronto a volver a la prisión.
“Yo sé que me van a matar, por eso hace meses que no veo a mi familia”, me dijo en Curitiba una de las más importantes dirigentes de los movimientos de ocupación urbana, el mismo día en que se derrumbó un edificio ocupado sin que nadie haya podido explicar todavía la causa del incendio. 70 fueron los dirigentes rurales asesinados en el 2017 en Brasil, según la Comisión Pastoral de la Tierra, por luchar contra la condena de pasar las noches de lluvia a la intemperie, teniendo conocimiento y fuerza para trabajar la tierra y alimentar a los suyos. De enero a mayo ya fueron 20 los dirigentes rurales asesinados. El asesinato de una legisladora se visibiliza, los invisibilizados no dejaron nunca de ser asesinados. La policía macrista tiene vía libre para matar pibes por la espalda. Los policías siempre mataron, golpearon y torturaron pibes, pero ahora se vuelven a casa con una cucarda.
Tierra, techo y trabajo es la consigna de varios movimientos sociales, lo cual sólo se puede conseguir con justicia social, producto de la soberanía política y la independencia económica. Es necesario de una vez por todas poner el foco en la tierra, sus propietarios y las causas de esos títulos de propiedad. Matan por no perder sus privilegios. Son pocos, son unas pocas familias en cada país de esta región, pero con el poder de ordenarle a los uniformados pobres que maten para protegerlos. Uniformados llenos del odio que los ricos tienen por nosotros. Cada día que pasa queda más claro que hay que interpelar a los policías en su carácter de trabajadores y pobres, alienados como cualquier trabajador, pero reconocerlos trabajadores sino queremos que nos sigan matando. Y recordar una y otra vez que los dueños de la tierra matan y nos seguirán matando. Cuando no puedan matarnos, nos meterán presos o buscarán desacreditarnos de forma tal que ni nuestra palabra tenga lugar. Pero la verdad insiste y resiste y una y otra vez habrá alguien que recuerde: matan. Los dueños de la tierra, los que especulan con el producto de la tierra, matan.