#MemoriaColectiva: testimonios de los lectores

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#MemoriaColectiva: testimonios de los lectores

26 Marzo 2016

La memoria es algo más que una palabra repetida. Se trata de un símbolo, sobre todo en la vida de los argentinos. Muchos sufrieron en carne propia la pérdida de sus seres amados. En estos relatos, se pueden construir imágenes y reflexiones de quienes tienen algo para decir y formar parte de esa construcción. La memoria es necesaria para ser conscientes de quienes fuimos y hacia donde vamos, pero sobre todo, tomar las riendas de nuestra sociedad para no permitir que se repita ese capítulo oscuro en nuestro país. 

Nos escribe Liliana Ardanaz:

Recuerdo el día del golpe a mi viejo diciéndome: Lo que se nos viene! Y me quedé pensando "que sabrá el viejo que yo no sé". Y con el tiempo, supe. Supe de las requisas diarias en los colectivos.

Supe de como uno a uno se iban "llevando" a muchos de los pibes del barrio, de noche, como ladrones, dejando mamás sin hijos, novias sin amores, hermanos sin hermanos, abuelas sin nietos, amigos sin amigos, compañeros sin pares. Supe también del padecimiento de muchas de las familias de mis compañeros que durante años golpeaban puertas y nadie daba un solo dato cierto, ni los milicos, ni el sacerdote del barrio, ni aquel abogado que dijo tener alguna data.

Y supe también que esa atmósfera de asfixia, de persecución y muerte iba a durar mucho que después que terminara, como un efecto colateral que hace nido en una, que no se expulsa, ni con el llanto, ni con el grito ni con la palabra.

Y supe, definitivamente, que aún en las peores circunstancias, la democracia es la gran victoria, que tiene en su ADN, 30000 desaparecidos y en su sangre la de las Madres y Abuelas!

Nos escribe Rodrigo Avelleira:

Nací en el 73, año revuelto y entripado en el alma de muchos; acá elecciones un poco a la fuerza, otro poco pactada, con resultado cantado y el ícono ya muy viejo haciendo las valijas en España y esperando la señal de las urnas que no lo tenían en sus boletas, "Cámpora al gobierno, Perón al poder", ganó Cámpora. Perón que debe aterrizar en Morón porque en Ezeiza se matan a tiros todas las organizaciones que lo querían acá, todas recibidas por él o por algún allegado en esa suerte de camino a la meca que se volvió ir a entrevistarlo a Madrid, y que él les palmeara el hombro, sonriera pícaro y sorprendiera con algunas de sus ocurrencias políticas, mientras hacía cuentas y sabía bien donde poner sus fichas.

En Chile, el 11 de septiembre, borraban al único gobierno socialista elegido por el voto. Salvador Allende resistía en su despacho con el fusil que le había regalado Fidel Castro y elegía el suicidio antes de la deshonra de caer en manos del ejército que lo había traicionado; como casi siempre, estos guardianes tomaban el poder por la espalda del pueblo, y para eso alguna traición debían tejer. Mi abuelo, el papá de mamá, Caupolicán Augusto Montoya, caía en el Estadio Nacional de Santiago, esa jaula enorme que albergó a miles de chilenos, y durante unos cuantos días fue desaparecido por el gobierno que pateó la puerta del palacio y se hizo cargo con sus prepotencias del gobierno. Era militante comunista, secretario del sindicato de músicos, conocido de Allende, mal padre y marido, gran amigo y compañero. Tengo testigos de los dos lados, yo no lo conocí. Una amiga, amante también, actriz, iba todos los días a buscarlo al estadio disfrazada de viejita enferma y citaba su nombre a los carabineros que lo negaban, ella sabía y todos los días volvía, hasta que un día la hicieron esperar, y vio la silueta a contraluz de su amigo, Polo, Jack (según su nombre artístico, Jack Brown, buscando raíces a su amado jazz), figura delgada, renga, barbuda y derrotada. Mi abuelo no hizo caso, se quedó en Chile clandestino, le quitaron todos sus derechos de autor, componía música para comerciales que publicaban otros y que cobraba después; su camaradería le permitió vivir así, el viejo se empecinó y dijo que a Chile lo abandonaría el día que volviera a ser libre, murió dos meses después de las elecciones y está en un mausoleo junto a otros músicos en el cementerio de Santiago. Chile fue libre mientras él temblaba en una silla por sus múltiples enfermedades que se peleaban en su cuerpo por llevárselo; recién en el 84 pudo enviar su primer carta a mi madre en Buenos Aires, ella nunca pudo ir a verlo, en el consulado chileno le avisaban con cara de rata almorzando mierda seca que le podían garantizar el ingreso a Chile y no la salida, las últimas cartas las escribían amigos, su pulso le volvía la letra imposible, pero el "m’hijita" le arrancaba lágrimas a mi vieja, escriba quien lo escriba.

Crecí a media cuadra del departamento central de policía, sobre la avenida Belgrano (el único de todo este palabrerío que mereció mayúsculas, que la letra se ponga de pie, los demás prefiero arrastrarlos hasta acá). A partir del golpe del 24 de marzo del 76 (Esta fecha) no se podía caminar por ninguna de sus cuatro veredas, no se podía estacionar enfrente ni en las otras cuatro cuadras contiguas, ni se podían detener más de dos personas a conversar un rato enfrente, cuando pasaba un guardián que vivía ocho horas en la garita antibalas de la esquina; salía con su fusil, tocaba el silbato para dispersar, si había demora, disparaba un tiro al aire, si persistían, esa desobediencia se pagaba con la vida. ADVIERTO, en este espacio seré textual, no habrá metáforas en los hechos ni deformaciones de la memoria; cuento esto porque lo presencié cuando bajamos a despedir a unos amigos y la tía de ellos estaba recién operada de la cadera y demoraba en irse, eran las tres de la mañana y el guardia no le importó las señas de mi padre diciendo y después gritando, que esa señora estaba operada, el tiro pegó en la puerta del auto.

Viví hasta el año 98 en ese barrio, nunca caminé por ninguna de las cuatro veredas del departamento policial, los llamo "reflejos".

Cada 24 de marzo me arrastra hasta aquel del 96, nuestro país no tenía ganas de escuchar nada, los viajes a otros países estaban baratísimos y Buenos Aires tenía esa cosa de ciudad cara para los demás, entonces exclusiva, y el empate con el dolar nos tenía narcotizados. Fui a la Plaza con una amiga hija de desaparecidos, cuando la cosa empezó a poblarse con más gente de la esperada y mientras Bersuit intentaba en el escenario decir algunas palabras forcejeando con el boicot policial, los uniformados, siempre tan parejos, nos dieron una buena paliza y nos echaron como perros, mientras la indiferencia se desplumaba en los cafés de la Avenida de Mayo. Nos sentamos en un banco de la Plaza Congreso y lloramos abrazados, ella por sus padres y los fantasmas de los años de búsquedas y dolor, de indulto, punto final y obediencia debida que la vaciaron, la desnudaron otra vez a latigazos. Yo lloraba por ella y esa lucha vacía, casi esquizofrénica de correr los telones de la memoria, de abrir las bocas que callaban, de las miradas ajenas que no querían recordar en medio de la fiesta los muertos del sistema. Llorábamos porque no había paz posible, porque se prefirió quemar el camino andado, que llevó a esos enfermos a dormir un par de noches adentro, y en ese encierro fantaseábamos con la posibilidad que nuestros amados fantasmas, los que ellos desaparecieron, los visitaran de noche. Llegué a casa y Lanata hizo un programa especial dedicado a los veinte años, pateó la caja de truenos y nos mostró los huesos; todavía está grabado en un cassette que no vuelvo a mirar por miedo a que se arruine, lo guardo para mis hijos, esquivo la posibilidad de que alguien nos vuelva a callar aunque me parece imposible.

Escribo esto hoy por algunas razones obvias, calendarias diría; y por otras que me laten adentro, el camino de Madres, abuelas e hijos, la búsqueda esforzadamente pacífica de las identidades de aquellos que el estado (recordar, aquel que debe hacer y cumplir con las leyes) secuestró, torturó y desapareció en el río, en fosas comunes, que fabricó campos de concentración, robó bebés a los que les cambió la identidad y el futuro, se quedó con las casas y el dinero de sus secuestrados, mintió y disfrazó sus infernales planes con dos mundiales ganados, y en medio de la vuelta olímpica ejecutó gente en las calles, sacaron a pasear a sus torturados en los festejos y les mostraban lo imposible que era en medio de esa euforia, que alguien los reclame, el pueblo estaba en otra cosa. Mentiras, alguien siempre los siguió buscando. Los tiempos cambiaron, hace poquito, pero cambiaron; hoy uno puede sorprenderse en la calle con las plaquetas en puertas de casas y edificios comunes, con el recordatorio que en esa casa se torturó, que ahí funcionó un centro clandestino de detención, que en esa casa se guardan las voces y los gritos de los muertos y torturados, así tomar conciencia de que mientras caminaban los vecinos por esas calles yendo a comprar el pan, la leche, lo que sea, en ese lugar alguien estaba siendo desaparecido.

La justicia con sus pasos de elefante poco convencido y a fuerza de tirones encabezados por las llamas invencibles de las organizaciones empezó a desandar el silencio, y los resultados nos deben pegar un buen cachetazo de advertencia, Julio López desaparecido y las "despistas" de la policía bonerense para encontrarlo o encontrar a sus desaparecedores, policía todavía de Camps y Etchecolaz (ese contra el que Julio López debía testificar, ya no lo hará). Febrés vivía en una pequeña y cómoda mansión en la sede de su prefectura en tigre, iba de vacaciones unos días a la sede del ejército en Azul, como pudimos ver en sus fotos que guardaba en su Laptop prisionera, el permiso de sus vacaciones se lo daba el juez, el arresto y sus particularísimas características VIP ya estaban denunciadas ante la secretaría de derechos humanos desde agosto, parece que el señor Eduardo Luis Duhalde (parece que empezó a parecerse a su homónimo) estaba muy ocupado o no quiso ocuparse. Parece que Febrés iba a hablar, a romper el silencio, no justamente por una cuestión de toma de conciencia ni nada parecido, sino porque sus compañeros de armas andaban abriéndose de patas, dejándolo pasar a las jaulas. Murió envenenado por muchos venenos, los que él aplicó, los que sus camaradas de tripa le impusieron. Hace dos semanas, y hago mal en no recordar su nombre, quizás la memoria selectiva ponga sus patas de araña en todo esto, otro se pegó un tiro.

Hay varios silencios, el callado de los asesinos y de los cómplices, están sus huellas en todo esto y el silencio tomado de la mano del paso del tiempo quizás los redima, aunque huele a justicia inevitable la muerte de Camps con un cáncer muy lento; la internación de Massera en el hospital naval en estado vegetativo, viviendo de las máquinas (hay una pared del hospital escrita y que nadie borró, que dice, "Enfermeras, ahorren energía, desenchufen a Massera", el arte graffitti), el cáncer de Videla, despacito, se lo va comiendo, en su piso de avenida Cabildo, desde dónde le señaló a López Echagüe que buscara a los desaparecidos, cuando los reclamos por la identidad comenzaban a quebrarle los muros, desde ahí le señaló el río al periodista, el río que ahora ve tan claramente porque se lo está devorando. Y está el silencio que se impone, el que no quiere oir, ese que prefiere callar creyendo que un país solo se construye hacia adelante, sin mirar hacia atrás. Creen de manera convenientemente infantil (la niñez es una tierra cómoda, irresponsable y muy bien recordada por todos) que para saber qué queremos ser, qué debemos ser, no hace falta saber qué fuimos, qué hicimos, como si el estado de las cosas en la actualidad fuera una tierra planetaria, un estado marciano sin pasado y solo futuro.

Algunos datos no dejan de abrirme los ojos, nunca hubo justicia por mano propia contra algunos de estos hijos de puta, jamás, sólo los escraches y algún tomatazo cuando la justicia penal tomaba distancia del asunto y dejaba vacío el gigante casillero; entonces los asesinos andaban sueltos por la ciudad, iban de compras, tomaban café por ahí, y sobre todo, iban a misa en las iglesias que nunca los abandonaron, esa resistencia pacífica ennoblece la causa y la memoria de los no encontrados todavía. A mi amiga, aquella de la plaza del 96, le secuestraron a sus padres en Mendoza, hoy en la provincia gobierna un tal Jaque (que apellido se echó el hombre) y ahí nombró a Carlos Rico Tejeiro como secretario de seguridad, este tal Tejeiro fue encargado de los operativos de secuestros en fábricas donde los jefes sindicales se oponían al régimen que se estaba llevando a compañeros a las cuevas. En esos operativos desaparecieron los padres de mi amiga, ella zafó con el pómulo roto, tenía cuatro años y se la entregaron a su abuela con la orden de que en 48 horas se fuera de la provincia o volvían. En San Luis lo mismo, Guillermo López se llama la bestia y reivindicó el operativo Independencia en Tucumán que se cargó con miles de tucumanos y está procesado por robo.

Esta fecha sirve, entre muchas cosas, para abrir los ojos otra vez, para mirar en nuestras espaldas con qué cargamos, qué nos trajo hasta acá y cómo sobreviven por falta de justicia, los métodos de los desaparecedores, qué hay detrás del pedido de Mano Dura y toda esa fantasía de sheriff justiciero; los nombres de las escuelas de suboficiales en provincia de Buenos Aires se llama Vucetich, y en capital Ramón L. Falcón, echemos un vistazo a sus biografías en cualquier google de por ahí e imaginen la línea de pensamiento que les bajan desde su fundador.

Por último hablo de mi silencio, el propio, esa condolencia y el llamado por teléfono que le hago siempre a mi amiga hoy, aunque no hablemos del tema y nos ocupemos de sus hijas, sus escuelas, los amigos en común o nos tomemos un mate escuchando nuestro querido Pink Floyd; el año pasado la sorprendí escuchando "La Memoria" de Gieco, me miró sonreída y me dijo, "no pude con mi genio", hace poco abandonó las ganas de irse a la mierda, parece que el país que soñaban sus padres empezó a despertarse y a hacer ruido, a romper el silencio.

Nos escribe Jorge Falcone:

La cifra imprecisa

¿Adónde vaga entre sombras
la hija que dio mi madre,
huérfana de nos?
¿No pena
que arde en la luz?
Sube del humus,
niebla de la alborada.
Busca desorientada
bombo y pancarta.
Adónde que no la encuentro
ni en la inocencia
ni en el número incierto.-

A Darío Lopérfido.

Vigencia del Hombre Crisálida

¿Cómo nombrar al Hombre Crisálida
en este siglo en que
la palabra es ruido y
nadie tiene paciencia para
escuchar una explicación?
(hubo un tiempo en que no fue
un despropósito hablar de Revolución)
¿Porqué no ensayar un nuevo amor
a diario con el ser que se eligió?
Si cuentan que a Abraham dijo Dios
"de haber un hombre justo en Sodoma
perdonaré a esa ciudad
dándote la razón",
¿qué no intentar por la dicha
de quien habita nuestro corazón?.
(hubo un tiempo en que el NOSOTROS
cotizó mucho más que el YO)
Ahora que ya contamos
casi con fecha de extinción,
¿cómo seguir ignorando
que son nuestros semejantes
el monte, el perro, la flor?
(hubo gente que dejó todo
por un mundo mejor)
Hay momentos ingratos de la Historia,
eras de la pena,
ciclos de oscuridad,
en que lo único que resta es
seguir inventando, y mientras
gritar bien alto ¡No!.-

 

Nos escribe Cristina Nagy:

De mi Diario

17 de septiembre de 1985.

Me levanté a las cinco y, en treinta minutos, medio dormida, estaba en las oficinas de la calle Juncal. Ingenua de mí. ¡Me encontré con todo un gentío! Para calmar los ánimos, los policías presentes nos ordenaron y repartieron números provisorios. Me tocó el 74 y respiré tranquila: al tener la Sala ochenta asientos por bandeja, entraría en la NORTE que era mi deseo: enfrentada con los fiscales. Es evidente que hay más de un rayado: la mayoría había empezado a caer a las diez de la noche anterior. Al poco rato la charla juntó a los vecinos de fila.

Todo se complicó a las siete y media cuando llegó la empleada con los pases, comentando que la sesión no era segura aún. Esperamos dos horas que se definiera la situación, analizando, evaluando alternativas. Al final surgió la solución: el día siguiente, a partir de esa misma hora, con los números ya obtenidos, se retirarían los pases. Como más de uno desertó, terminé con el 65. Durante la tarde llamé cinco veces a Tribunales para saber qué iba a pasar con la sesión. Los jueces querían terminar hoy. El nudo en el estómago me duró hasta las nueve, cuando anunciaron que habían entrado en cuarto intermedio hasta mañana. ¡Lo había logrado!

¡TENIA ASEGURADA MI ENTRADA AL ALEGATO DE LA FISCALIA EN EL JUICIO A LOS COMANDANTES!

18 de septiembre de 1985.

El día a cuenta de licencia. Quería dedicarle toda la disposición, lucidez, permeabilidad de que fuera capaz. Primero estar a horario en Juncal. Todos ahí, nos íbamos saludando con la extraña euforia de compartir un objetivo tan singular y los medios para lograrlo. Hoy el trámite fue rápido, en poco tiempo partía exultante con mi pase. Por motivos de seguridad, se entregaron sólo la mitad posible de manera que, con mi número, iba a la bandeja SUR. Lo lamenté pero con apenas diez y seis personas más . . . ¡quedaba afuera! Volví a casa para el ritual del desayuno, mejorado por la ausencia del apuro cotidiano. Superada la tensa espera, partí al mediodía con cielo azul, sol radiante. Llegué a Tribunales ¡quinta! Lentamente fue cayendo la gente, otra vez excitados saludos (en treinta horas nos encontrábamos por tercera vez), renovadas charlas. Los portones se abrieron a las tres menos cuarto.

De una veloz corrida llegué a la puerta de la bandeja sur para entrar antes que los demás y poder elegir ubicación en la primera fila. A las tres y diez dio comienzo. Fueron entrando los milicos y al principio los observé como a distancia, reconociendo detenidamente cada rostro: Anaya, Lamidozo, Massera, Agosti, Viola, Graffigna, Videla, Lambruschini, Galtieri. Después los jueces. Ahí descendió la mole del silencio. Comenzó hablando Moreno Ocampo y entonces, recién entonces reaccioné. Ahí estaban esas nueve figuras que se habían apropiado del país, que ejercieron el terror ensañado en sus habitantes, que embistieron contra la dignidad de cada argentino, sentados ante un juzgado civil. Sentí galopar la sangre en mis venas, crujir las neuronas de mi cerebro al mirar fijamente a esos nueve malparidos y por largos minutos no presté atención a las palabras, me turbaba reconocer este hecho. Resultaba difícil de concebir que estaba viviendo semejante momento. Hubiese querido que vistieran sus uniformes, que estuvieran ahí como Fuerzas Armadas . . . el país no estaba para tanto.

(Estoy mirando “Buenas noches Argentina” mientras espero el poderoso resumen mudo de ¡tres! minutos. Indigna las pelotudeces que muestran cuando esta tarde el país le puso un mojón a la historia.)

Hablaron, alternándose, Strassera y Moreno Ocampo. A la media hora hubo un cuarto intermedio de diez minutos y, reanudada la sesión, concluyó el Fundamento Jurídico con excelentes ejemplos y Moreno Ocampo le cedió la palabra a Strassera quien, tras breve introducción, empezó con los pedidos de condena. La tensión había llegado a un pico apenas soportable, no podía quitar los ojos de la nuca y medio perfil de los milicos que tan bien veía desde mi lugar. Viola hacía febriles anotaciones, Videla leía su maldito libro, Massera asentía, Anaya sonreía estúpida pero provocativamente. Strassera concluyó el alegato con una frase que llamó prestada: ¡NUNCA MAS!

Entonces el tiempo se detuvo por un instante para estallar en el estruendo de los aplausos. A partir de ahí todo se fue desarrollando en cuadros estáticos de vertiginosa sucesión. Sin poder abarcar el conjunto, mi vista iba de un cuadro al otro en forma entrecortada, con mi cerebro aislado de los aplausos atronadores que todo lo envolvían. Fue una sensación muy extraña. En la planta baja ví a Marcelo Stubrin en medio de un grupo mirando, como petrificado, hacia mi bandeja. Vi una cámara de televisión también dirigida hacia nuestro lado. Mi visión fragmentada cayó sobre los jueces que, ya de pie, enfrentaban con respeto el clamor de la gente y vi a Arslanian moviendo los labios pero el ruido tapaba su voz (después supe que había dicho “desalojen la sala”). De ahí miré a los milicos comenzando a salir en fila. Me colgué de la baranda donde, a poco más de un metro, estaba Videla. Luego de haber ignorado toda la sesión, con una dignidad satánica se volvió con lentitud y enfrentó erguido la multitud que aplaudía. Ahí fue cuando perdí los estribos, me transformé y al tenerlo ahí nomás, a Videla, con pétrea seguridad recorriendo pausadamente la sala vociferante, la furia ahogada de tanto dolor ajeno me penetró y yo también, una y otra vez, le grité en la cara “¡CRIMINALES!”. En eso levantó su vista y me clavó la mirada por un eterno segundo. Tuve que despegarme de sus ojos hacia Viola quien, con la cabeza gacha y una expresión torva llena de odio, dirigiéndose hacia nosotros murmuró con toda claridad “hijos de puta”. Mientras terminaron de salir todo desapareció a mi alrededor: llorando convulsivamente sobre la baranda, me sacudían unos sollozos que parecían venir desde la misma entraña de la historia. Llegué a distinguir a Strassera y a Moreno Ocampo también ellos mirando hacia nuestro lado. Estaban ahí, casi al alcance de mi mano. Sonreían. Apoyada sobre el hombro de una mujer seguí agitada por el llanto, toda yo era un temblor, el sudor había mojado mi ropa pero tenía frío. Bajamos. La gente rodeaba a Strassera, lo abrazaba. Me acerqué y lo abracé con fuerza. Muy emocionado, dijo “Está bien, muchachos”. La calma empezó a volver lenta a mi sacudido cuerpo y me reuní con los del grupo. Intercambiamos opiniones. La gente empezó a ralear y lo divisé a Moreno Ocampo. Me apresuré a abrazarlo a él también. Fue conmovedor, tenía los ojos rojos, me apretó contra su pecho en silencio. Nuestro grupo decidió ir a tomar algo. Pero nos demorábamos, parecía como si nadie quisiese abandonar ese edificio. Era bueno estar ahí, en el PALACIO DE JUSTICIA. La policía, con cortesía versallesca, pidió que termináramos de retirarnos.

Cuando asomamos a la columnata tuve un nuevo impacto: la tarde brillante de sol y la plaza desierta. Hubiera imaginado, después de la impresionante vivencia pasada, que afuera el país completo estaría apoyando lo ocurrido puertas adentro. Y no. El contraste entre lo sombrío de la Sala, lo denso apenas vivido, la amalgama de quienes lo compartimos y la tarde diáfana, intrascendente, despoblada fue como un cachetazo. Dimos la vuelta al Palacio y esperamos que los presos se alejaran en los autos. Me pareció ver, en uno de los vehículos, a alguien mostrando un corte de manga a la pequeña multitud reunida. Lentamente, como sin ganas nos fuimos dispersando. Una vez más costaba alejarnos del escenario donde había transcurrido un nuevo acto de la gran tragedia nacional. Llegamos al “Foro”. Éramos doce y decidimos seguir viéndonos.
Dios mío. No puede ser. Recién termina la nota por TV1: la filmación cierra mostrándome, en absoluto primer plano, llorando sobre la baranda, tomándome la cara entre las manos. De locos, DE LOCOS. Y casi ni me pude disfrutar porque estaba intensamente concentrada reviviendo las imágenes de lo pasado horas antes desde otro ángulo, en especial la expresión de Videla –mientras yo miraba a Viola- cuando, con infinito desprecio, asentía levemente con la cabeza como diciendo “¿Esto es lo que querían?” y de golpe ... yo misma. ¡Dios mío! Pensar que este material lo mandan a todas partes. ¿Me verá alguna de mis amistades por el ancho mundo? Recuerdo cuando Brigitta me escribió una vez que en el informativo pasaron una movilización en Buenos Aires y los chicos se colgaron del televisor para ver si me descubrían en el gentío.
Unos días más tarde llamé a ATC por si existía la posibilidad de verme nuevamente en la nota sobre el Juicio. Me atendió una mujer, muy amable, pero no me alentó. Preguntó si tenía algún familiar desaparecido por lo apasionado de mi comportamiento y que habían considerado una buena imagen para el cierre. Le contesté que no, bastaba con ser argentina.

¿Cómo siguió la historia?

La conocemos todos: primero multitudes marchamos contra tan sólo un par de leyes –Punto Final, 24.12.86 y Obediencia debida, 08.06.87- que fueron suficientes para coagular la hemorragia iniciada.

Más tarde, el 07.10.89, terminaron imponiéndonos la desmesurada generosidad del Indulto, que pocos bienvinieron. El siglo XXI nos llegó con un cambio de época que trajo, el 21.08.2003, la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia debida y, el 15.06.2006, la Cámara de Casación Penal declaró la inconstitucionalidad del Indulto, confirmada, el 31.08.2010, por la Corte Suprema de Justicia.

A diciembre de 2012 hay 378 condenados en los Juicios de Lesa Humanidad, que continúan a lo largo y ancho de nuestro país.

(*) Las pinturas que ilustran esta nota pertenecen a Raquel Partnoy. Nació en Rosario, Argentina. En 1954 se trasladó en Bahía Blanca y siete años más tarde obtuvo allí el Primer Premio Adquisición de Pintura en el Salón Regional de Arte. Luego de la distinción comenzó a exponer en ciudades de todo el país por varias décadas, hasta que en 1994 se radicó en los Estados Unidos, donde habitualmente realiza sus exposiciones y dicta cursos y charlas en universidades e instituciones. Un ejemplo de ello es la muestra de sus pinturas que inauguró en 2008 la Embajada argentina en Washington, al conmemorarse el vigésimo tercer aniversario de la recuperación democrática.

Formada bajo la orientación humanista de Demetrio Urruchúa, Partnoy realizó series de pinturas alusivas a la Biblia, el Tango, el rol de la mujer y, en especial, al genocidio argentino. Su propia familia resultó víctima del accionar del terrorismo de Estado, y esas vivencias se ven reflejadas en sus cuadros y poemas, que dialogan entre sí contando la historia y acusando a los culpables. Su hija, la escritora y académica Alicia Partnoy, también vive en los Estados Unidos, país al que llegó exiliada luego de haber permanecido secuestrada en el Centro Clandestino de Detención “La Escuelita”, en Bahía Blanca.