Pandemia: si ustedes lo permiten, prefiero seguir muriendo

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Pandemia: si ustedes lo permiten, prefiero seguir muriendo

04 Octubre 2020

Por Natalia Torrado | Ilustración: Silvia Lucero

"La verdadera vida está ausente".

Arthur Rimbaud

¿Por qué nos descuidamos? ¿Por qué preferimos que crezcan los contagios y las muertes? ¿Por qué preferimos el dolor y la muerte? ¿Por qué la opción es la muerte? Se ha hablado, hemos hablado en las últimas semanas de negación de la pandemia. Negamos que suceda o proyectamos el horror en otros. Y ante este mecanismo la razón no alcanza. Pero ¿si a esa negación le antecediera un fenómeno aún más negado que la propia negación? ¿y si menos por menos fuera más también aquí y no se tratara de eso sino de todo lo contrario? ¿Y si no estuviéramos negando por miedo a morir sino aceptando por miedo a vivir? Quiero decir, ¿ si se tratara, más bien, de una celebración gozosa de la enfermedad y la muerte como acontecimiento, de un llamado a la enfermedad y a la muerte como forma de devolvernos el cuerpo, o de una exaltación del dolor, la enfermedad y la muerte a gran escala como un modo retorcido de restituirnos la experiencia colectiva? Cuando Paco Urondo afirmaba que prefería seguir viviendo y que la vida era lo mejor que conocía, por supuesto, la ecuación era exactamente la inversa. En ese tiempo la vida valía la pena, la vida tenía sentido. La vida era sentida. Así que Paco, como tantos otros, quería vivir. Porque se sabía parte de su tiempo y se sabía interviniendo activamente en su tiempo con otros, cambiando el mundo. La vida era verdad, y había que conservarla todo lo que fuera necesario hasta poder hacer y dejar “obra” para el porvenir. O jugársela toda sin miramientos, por una causa mayor, también por el porvenir.

Ahora, en cambio, la vida tal como la veníamos viviendo antes de la pandemia parece no tener ningún valor. No queremos que termine la pandemia porque no queremos volver a esa vida, solitaria e inconexa, que se parecía bastante a estar muertos. De la vida viva no nos queda nada, el último pulso, los últimos signos vitales quedaron en los años 80, allí se terminó la vida. Antes, los compañeros como Paco pagaron con la suya propia el sueño de un Pueblo emancipado y por lo tanto una vida poética, la dictadura literalmente aniquiló ese sueño, pero en los 80’, con el retorno de la democracia, toda la fuerza subyacente, reprimida, y reelaborada de la militancia política y artística resurgió, se potenció, se radicalizó. Toda la vida que se había robado la dictadura se redobló y exacerbó en los escenarios y las salas y los espacios más o menos institucionalizados, más bien los menos institucionalizados, del arte. Y en la calle. Había por qué vivir. A favor o en contra, se vivía, se sentía. Las políticas de los noventa, sin embargo, lograron volvernos brutos y holgazanes, y nos condenaron irreversiblemente a un letargo y una banalidad de los que por momentos parecemos despertar, pero que finalmente nos conducen al hastío: el desmantelamiento de nuestra potencia material, cultural y espiritual se vuelve recursivo y sintomático.

Y la pandemia no hace más que venir a confirmar algo tremendo y algo maravilloso a la vez: si nos exponemos a continuar enfermando y muriendo de este modo colectivo y absurdo es porque buscamos en los límites de la vida biológica alguna clase de experiencia vital. No queremos vivir, pero queremos VIVIR. Porque hasta los más anti-cuarentena, con toda su maquinaria de mezquindad, destrucción y muerte a la marchanta, desearían en algún punto, desde algún lugar que ellos mismos desconocen, tener una vida plena, sentida, abierta. Por eso se enojan. La plenitud y la apertura nunca fueron lo suyo. Y ahora que algo de eso invertido se les presenta intempestivamente, otros que sí lo tuvieron, otros que siempre amaron la vida, amenazan con arrebatárselo. Y no van a permitirlo. Si no tienen la plenitud de la vida al menos quieren la plenitud de la muerte. Y los anti cuarentena, en rigor, somos todos, en algún sentido, en alguna medida. ¿Quién de nosotros no tiene un resto propio que rechaza y que sin embargo, o por eso, opera? Entonces no es que neguemos la pandemia, es que la abrazamos porque al menos es algo que nos sucede, que efectivamente está sucediendo, que efectivamente nos altera y conmueve, que pone en crisis al mundo y su orden, y a la vida tal como los conocíamos, y pone en crisis nuestra sensación de estar solos, de no ser parte de nada más grande, de no tener nada que ver con los otros, de no formar parte de un movimiento que trasciende nuestras pequeñas y miserables vidas. Por lo menos el desastre es algo en y con lo que devenir, y a través de lo cual salir de la fijeza. Pero estamos deseando mal. Es decir, ese deseo de transformación, reunión con otros, con lo otro, de restitución a un todo, ese deseo de vida intensa, entra mal, muy mal. Entra de la peor manera, se accidenta, se vuelve en su contrario, se vuelve patológico y peligroso. Se convierte en impotencia. Queremos tanto no vivir más así, sin sentido, produciendo y consumiendo y mostrando y nada más; queremos tanto vivir no más de ese modo, que preferimos continuar en este estado de excepción sin importar los costos. La excitación que produce el desastre, la excitación que produce ver el mundo al borde, la excitación que produce el resquebrajamiento de todos los sistemas de representación, la excitación que produce este paréntesis (por lo demás angustiante, estresante, extenuante) la excitación buena o mala, agradable o desagradable, más o menos compasiva, más o menos morbosa, más o menos insoportable que produce este parate, esta interrupción del estado de cosas habitual, esa excitación, contrariamente a lo que se explicita (que es la urgencia por volver a la normalidad, de volver a la actividad, de restituir el cotidiano) significa exactamente lo opuesto: está a la vista, las cifras lo demuestran, la calle lo demuestra, cada vez nos contagiamos y nos morimos más, pero no vamos a hacer nada por evitarlo, más bien vamos a intentar que dure lo más posible, porque en esta anormalidad se juega algo del orden de la vida.

¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Cómo llegamos a necesitar hacernos esto? ¿Cómo llegamos a este límite real para recordarnos que estábamos vivos? Llegamos hasta aquí porque fuimos parte de un plan sistemático de insensibilización, que nos volvió pasivos y hasta complacidos con la vida anestesiada, la media vida, el simulacro de vida del capitalismo posmoderno. Llegamos hasta aquí porque acordamos en no vivir. En no asumir el riesgo de vivir nuestras vidas y permitir que sean reemplazadas por una versión degradada a través de la publicidad, las redes, las imágenes. Llegamos hasta aquí porque ese acuerdo es un pacto con el diablo y antes o después íbamos a querer nuestras vidas de vuelta. Llegamos hasta aquí porque cuando las tuvimos las rifamos, porque no cumplimos lo que debió cumplirse en los 80’, como salto de conciencia, y ese era el momento justo, después del trauma, pero no le hicimos al trauma justicia y no lo hicimos porque fuimos malogrados por la lógica del capital y su espectacularidad en los 90’; y a duras penas y a todo esfuerzo militante y corazón popular pudimos ver un atisbo de la vida digna en la primera década y media de los 2000, y fue grande y fue promesa, pero después caímos otra vez porque el mundo nos tira, nos arrasa y nos arrastra a la reproducción perversa de un sistema igual de perverso. No salimos de ese círculo letal. No pegamos el salto. Y aquí vamos otra vez, directo al desastre. Sin ver que, en todo caso, los 80’ todavía están en el futuro. El único posible. Que alguna vez habrá que cumplir. Pero con esta conciencia tal y como ha quedado después de tanta pantalla y tanta embestida contra la vitalidad de la vida, con tanto poder económico reconcentrado neutralizando una y otra vez cualquier intento libertario, con esta conciencia corta y entrenada para la repetición, con esta pobre conciencia no vamos a sobrevivir, o vamos a sobrevivir muy mal, cada vez peor. Sin embargo algo alienta: si decidimos colaborar activamente con esta catástrofe y así prolongar el suplicio que genera es porque el otro suplicio, el de la “normalidad”, nos resulta aún más insoportable que este. Ahí no vamos a volver. Antes muertos. Y en eso hay una clase deseo. Entreverado, sí. Maldito. Pero algo llama allí. Hay algo allí a lo que responder porque ese algo a todos nos concierne. No es en el odio al otro que vamos a salvarnos. Claro que no todos queremos prolongar este suplicio, muchos de nosotros queremos volver a nuestras vidas porque también para nosotros, como para Paco, la vida es lo mejor que conocemos. ¡Claro que muchos preferimos seguir viviendo! Pero los que no, para los muchos que no tienen a qué vida volver, qué vida querer vivir, y entonces prefieren seguir muriendo, para estos de nosotros, este es justo el momento de intentar “hacer pasar” el deseo de una manera menos suicida y criminal. Este es el momento de hacerlo entrar bien, para no tener que matarnos a nosotros mismos, o entre nosotros, ni matar a otros, como venimos haciendo, para sentir que existimos. Estamos en esa encrucijada. Otra vez. Habrá que hacerse artista. Ahora sí. Y poner todo nuestro esfuerzo en inventar otras formas de desear para propiciarnos una vida plena, una vida poética que apreciar y defender. Pero primero hay que entender que esa vida nunca es la de uno.