Relato: “Olavarría, planeta Tierra”, de Ramiro Gallardo
Por Ramiro Gallardo
Llevo siglos dando vueltas por el Universo, tomando nota en mi cuaderno de las cosas más raras que nadie pueda imaginar. Desde que aterricé en este curioso mundo no paré de recorrerlo “de arriba abajo”, como dicen sus habitantes, y Olavarría constituye definitivamente uno de los sitios más insólitos que tuve ocasión de visitar. No tanto por la arquitectura, el paisaje o las características de su flora y fauna. Lo que es digno de destacar, lo inusual, lo que me mueve a este relato, es lo acontece en un sector de la ciudad plagado de terrícolas y en sus costumbres tan particulares.
Llamemos a esta zona la Zona, como si se tratase de la película de Andrei Tarkovsky. En lo que respecta a la cantidad de gente, la comparación se cae a pedazos, pero lo que hay de aquel film es ese clima de ciencia ficción sin efectos especiales, sin navecitas o pulpos gelatinosos de color verde. En este paraje el tiempo corre a una velocidad diferente y el espacio tiene otra dimensión. Acá, durante la mañana la gente deambula de un lado a otro sin destino fijo, como a la espera. Un rato están en una esquina, otro caminan por la avenida, un tanto más tarde toman una cerveza sentados en el cordón de la vereda. La calle está repleta de puestos informales: pallets, caballetes, tablones, lonas, sombrillas y toldos conforman precarios pero precisos puestos de venta. Abundan los manteros. Artistas callejeros dan rienda suelta a su frenesí creativo pintando figuras en el asfalto o haciendo sonar sus instrumentos en pequeños shows improvisados. Se puede adquirir prácticamente cualquier cosa a cambio de dinero: alcohol en distintas variedades (predominan la cerveza en lata y el Fernet), camisetas con extraños rostros estampados, choripán, bondiola, paty, ojotas, empanadas, sánguches de milanesa, cartucheras, gorros, banderas. Hacer uso del baño de una vivienda cuesta 10 pesos, 50 si incluye ducha, 5 la carga de teléfono, 20 el guardado de bolsos. Se alquila vereda.
Por la tarde los habitantes de la Zona dormitan en sus tiendas, que colman calles, plazas, jardines y hasta los patios traseros de alguna vivienda. Llegan a ocupar salones de baile y restaurantes. Estos espacios se alquilan a 200 pesos para pasar la noche. Los huéspedes se aseguran de esta manera cierto resguardo, sin prever que al hacerlo se someten a un concierto de ronquidos que retumba sin pausa haciendo vibrar las paredes de los citados salones. Multitudes dormitan allí la siesta mientras otros arman pajaritos de colores para vender por la noche.
Terminado el descanso vespertino la multitud abandona sus refugios y copa la calle. Música y baile alternan con parrillas improvisadas en veredas, plazas y laterales de las vías del tren. Quien esté a cargo de la comida se dedica con esmero al ritual de la carne mientras el resto del grupo –en este lugar los terrícolas suelen estar organizados en pequeñas comunidades nómadas– se ocupa del abastecimiento. Sillas o lonas, linternas, bebidas y comodidades improvisadas varias. El asador ocupa un lugar de privilegio y se lo trata con especial atención. Se lo mantiene a gusto con vino tinto, Fernet, cerveza o marihuana. Es el primero en degustar la picadita y el único que recibe el aplauso. Entrada la noche y con los vientres repletos de carne vacuna, el reposo deja sitio al movimiento constante, que se mantendrá hasta altas horas de la noche. La muchedumbre alterna pequeñas caminatas con intensos bailes salvajes en los que se representan extrañas figuras. En estos rituales predominan los machos, posiblemente como consecuencia de la intensidad de esta danza, algo salvaje. Movimientos básicos y sacudidas cuasi-animales sirven para comunicarse, divertirse y generar vínculos provisorios. O, tal vez, para liberar excedentes de energía contenida. Saltos y topetazos son dirigidos por una música rara, difícil de definir, pero con un ritmo marcado que invita a estas agitaciones turbulentas. Por todos lados pequeños o grandes tumultos saltan gritan cantan y bailan desenfrenadamente durante horas bañados por chaparrones de cerveza, una especialidad más de la Zona: cientos de latas son arrojadas al vacío antes de ser totalmente consumidas. Caminando de uno a otro de estos tumultos, la calle plagada de seres pululantes invita a un devenir cada vez más lento, cada vez más sin dirección hasta que de alguna forma y tras largas horas a la deriva la multitud se desvanece.
En la Zona se duerme poco. Esto se debe, probablemente, al escaso y precario mobiliario que sirve a tal efecto. Pocas horas después del amanecer el visitante y el curioso podrá comprobar cómo se repite el ritual del día anterior. Desde temprano las multitudes deambularán a la búsqueda de alcohol, música, comida y productos varios. Pero a diferencia de la jornada anterior, en esta ocasión, en determinado momento pareciera como si las masas se pusieran en un todo de acuerdo y la deriva sin rumbo se transforma gradualmente en una odisea laberíntica pero certera. Como si todas las mentes coincidieran, sin decirlo, sin indicaciones previas. Cientos de miles van en una misma dirección sin destino aparente: no existe en el universo brújula que sea capaz de definir la trayectoria que rige el rumbo de estos seres. Transitan a ritmo lento pero constante por calles apretadas y zigzagueantes, girando en cada esquina, esquivando puestos de venta de cerveza, de ropa, de comida. En algún momento se internan en un bosque oscuro, el suelo está embarrado, los árboles ocultan la poca luz que podría aportar algo de visibilidad. Algunas de estas sombras se escabullen hacia los márgenes para orinar. En estos baños improvisados el suelo es aún más blando y pastoso.
En algún momento este bosque deviene en un gran escampado donde la marcha se detiene. El lugar está iluminado por 15 estructuras metálicas que se reparten a lo largo y ancho de este predio inmenso. A pesar de sus dimensiones, con el avance de las horas es ocupado casi en su totalidad. Los terrícolas esperan, quietos, más quietos que en ningún otro momento. ¿Estamos todavía en la Zona? Probablemente se trate de un anexo, un apartado destinado a fines específicos, a rituales paganos. En algún momento, sin previo aviso, se escucha una voz. Llega desde algún sitio, desde todos lados. En las torres se encienden pantallas que transmiten escenas de algo que se supone sucede ahí mismo pero que pocos alcanza a ver con claridad. Estalla la música, estalla toda esta multitud. Resulta evidente que se trata de una reunión, una catarsis colectiva en la que unos bailan extasiados, lloran y ríen, comparten la transpiración o el barro. Los rituales de noches anteriores se repiten, pero agrupados ahora en una única Ceremonia. La música acompaña al baile primitivo y no al revés. El auditorio está embriagado de amor y de locura y ruge al ritmo de las palabras de un Sacerdote que por momentos habla desde algún lado, desde allá lejos. Unos pocos cientos de miles contarán más tarde que llegaron a verlo.
Terminada esta misa sacrílega la reunión se disuelve, pero a diferencia de lo sucedido al llegar, esta vez no habrá un laberinto riguroso al que ajustarse. Como si se tratase de una materia contraída que de repente colapsa y se expande, la muchedumbre se dispersa en múltiples direcciones, atravesando los límites que conforman este recinto cerrado. Estructuras de caño y paneles de fenólico son trepados, derribados, atravesados. El movimiento que se produce es parecido, en cierta forma, al de un hormiguero luego de ser atacado por un niño. Al igual que en aquel, en algún momento la dispersión cesa y todo parece encontrar un nuevo sentido, ya sin baile, ya sin tanto deambular. Algunos se detendrán a comer y a tomar algo, otros partirán hacia el exilio, muchos sin rumbo fijo, sin saber dónde se encuentran o hacia dónde irán. Pasarán algunos días hasta que la Zona se diluya. Pasarán siglos para que pueda ser otra vez partícipe de una experiencia colectiva y maravillosa como esta.