Rembrandt (arte, pertenencia de clase y contradicciones)
Por Daniel Mundo
Cualquier persona que viaje por placer a Europa tiene que estar muy agradecida, es un privilegiado. Aunque Europa esté muerta. Pero incluso enterrada bajo la vida confortable de un centro turístico híper chic Europa sigue enseñándonos tantísimas cosas de la vida popular que le permitieron nacer. Solo que lo popular para Europa representa algo muy diferente que para nosotros, que queremos ser tan europeos. Tal vez venga a cuento saber que a Rembrandt nunca le interesó viajar fuera de Holanda.
Hace un tiempo tuve la suerte de ir a ver en el Rijksmuseum un autorretrato que hizo Rembrandt al final de su vida en el que se pinta como San Pablo —mis hijas ese día eligieron ir con más tino al Museo de Ciencia de Amsterdam y la pasaron bomba. Había visto algunos Rembrandt en otros lugares, pero quería ver ese autorretrato. Estuve parado enfrente del cuadro más de una hora. Esperaba que me dijera algo, que moviera un poco la cabeza y me mirara a los ojos y me dijera que todo iba a estar bien, como siempre. A Rembrandt le gustaba tirar pequeñas pistas de incongruencias aquí y allá. En este cuadro, “San Pablo” tiene una edad que el verdadero San Pablo nunca tuvo. No sólo es viejo, también está abatido.
Hará unos veinte años, antes de ver un Rembrandt de verdad, ya intuía que Rembrandt iba a ser el pintor que más me apasionaría —si es que lo que siento puede llamarse pasión, obvio. Y sé por qué, además! Por su obstinación en buscar algo que no se puede encontrar. Ya sé que si no todos, muchos pintores buscaron eso. Pero en Rembrandt la búsqueda es sin claudicaciones. Incluso aunque lo lleve al desastre final. Al fracaso y al dolor. Cuando miro un cuadro de Rembrandt siento que alguien está por apagar la luz. Es decir, también podría afirmar que es por la oscuridad de sus cuadros que me atraen tanto. O llamémosle el color. O los barnices. Y la luz. Uno piensa que ese color se consiguió por el tiempo, como si se hubieran amarrillanteado —y de hecho los críticos de arte debaten sobre estas posibilidades, sin ponerse de acuerdo todavía. Lo cierto es que ese color o tonalidad constituye un lugar en el que los ojos pueden quedarse como sin hacer nada, descansando, en latencia, esperando eternamente que todo se ponga en movimiento. Porque sus cuadros anuncian un movimiento que no pueden seguir. Rembrandt lo palpaba.
¡Obviamente que no puede decirse así como así que Rembrandt haya sido nunca un fracasado! ¡Por dios! Fue un pintor muy reconocido en su época, y representa uno de los picos más altos a los que haya llegado la pintura mundial. Tuvo clientes y coqueteó íntimamente con el poder de Amsterdam. Le solicitaban obras, vendía otras, tenía discípulos, etc. (hay muchos contratos de trabajo y cartas entre Rembrandt y sus clientes disputando sobre el valor de una obra, o si una obra estaba acabada o no; a veces tardaban años en pagarle; solían quejarse de que tal cuadro era solo una copia de otro, o una ampliación de un grabado, lo hacían para amarretear y para pagarle menos; Rembrandt, por su parte, firmaba cuadros que pintaban sus aprendices). Hoy, todo un enorme parque lleva su nombre, y es como si el museo de Amsterdam girara alrededor de él. Igual, no sé, algo en su vida resuena como fracaso —decir que Van Gogh, cuyas obras se encuentran a unas pocas cuadras de las de Rembrandt, fue un fracasado es más fácil por todo el melodramatismo con que se representó su final, sifilítico y cortándose una oreja; Rembrandt, que pertenecía a la misma especie, se comportaba de otro modo, como B. Spinoza, digamos, un contemporáneo y vecino al que parece que no conoció.
A mí, sus autorretratos me hacen pensar en un tipo que emprendió el camino solitario del alcoholismo. O si se quiere, el camino de la evasión de la realidad por medio de cualquier medio de evasión disponible. Incluso si ese medio era la pintura. Había que experimentar todas las posibilidades afectivas que podían experimentarse. No sé si me hago entender. Creo que Rembrandt no pudo renunciar a lo que estaba buscando, y que fue esa locura lo que lo mantuvo en pie hasta que llegó la muerte definitiva. O algo así. Algunos de sus discípulos, que renunciaron a los experimentos pictóricos que llevaba a cabo su maestro y se atuvieron a los gustos de la época (hoy a ese gusto lo llamaríamos kitsch o televisivo), ganaron reputación en su momento; uno de ellos, del que de hecho Rembrandt hizo un retratro, llegó a decir que “Rubens o Van Dick, que eran visitantes asiduos de la corte y se codeaban con nobles, llevaron sus ideas a las más altas alturas del arte, mientras que Rembrandt no fue más que un burgués”. Queriendo decir con esto lo que todos entendemos que está diciendo. Un burgués llevando sus ideas a las alturas descarpadas del color, ¡dónde se habrá visto! ¡Cómo les cabe a los europeos el termino burgués, por dios! Nosotros tenemos que retorcer la lengua para poder usarlo. En América no hay burgueses, hay clase media. Rembrandt era un burgués, de profesión pintor, un artista y también un comerciante, un comprador y un vendedor de mercancías únicas (que podríamos llamar de manera vaga obras de arte, entre las que se enumeran bustos antiguos y armaduras, piernas disecadas por Vesalio y máscaras y grabados y muy pocos libros). Fue propietario y un pequeño financista (lo que en la Argentina llamaríamos un “arbolito”), y desde la mitad de su vida en adelante un deudor crónico. Es como si Rembrandt hubiera sido el burgués prototipo que sufriría los reveses que zarandeaban a la economía holandesa en esos años. En el año 1653, por ejemplo —el peor año de la depresión económica ocasionada por la primera guerra anglo-holandesa, dicho sea de paso—, Rembrandt debía la mitad de la casa que había comprado: nunca podría saldar esa deuda. La rematarían a los pocos años. Era el hijo de un molinero que quería que su hijo prosperase enviándolo a la universidad, a la que Rembrandt renunció, para dedicarse a la pintura. Ganó un lugar destacado en su ciudad, Leiden, pero no tardó mucho en darse cuenta que en esa ciudad provinciana no prosperaría. Se trasladó a Amsterdam. Comenzó viviendo en la casa de un amigo, que sería su marchante y el primo de su esposa —queriéndolo o no, terminaron armando una sociedad de la que todes se beneficiaron, principalmente el primo. Allí, en un barrio acomodado de Amsterdam, arrancó convirtiéndose en una especie de new rich que se metamorfoseó en clase-media-cool mientras estuvo casado con Saskia, y que luego, por los reveses económicos, fue deviniendo clase-media-media, y al tiempo clase-media-baja (le remataron la casa y logró que la plata del remate (6952 florines) quedase incautada para que la cobrara su hijo cuando éste fuera mayor de edad), y al final clase-baja-baja, prohibiéndole comercializar cualquier cosa y permitiéndole cobrar tan sólo lo mínimo necesario para garantizar su manutención. Esto es cierto: por diferentes juicios que tuvo desde la muerte de Saskia a Rembrandt le incautaban casi todo lo que ganaba para pagar a sus acreedores. Era el momento en el que nacía el capitalismo europeo, no lo olvidemos —amén de que Rembrandt hizo algunas cosas para que las cosas le fueran así de mal, por otro lado. No era un idiota, fue valiente. A Amsterdam le llevaría casi una década reponerse de la quiebra en la que había aterrizado; a Rembrandt toda su vida. Sólo que tal vez para Rembrandt no era una quiebra lo que estaba viviendo, sino simplemente lo que le había tocado en suerte. Un amigo de él escribió que a Rembrandt no le importaba comer, que con un poco de pan y queso (holandés) se satisfacía. Él quería pintar.
Cada vez me cuesta más mirar la pintura del que sea sin conocer algo de sus datos biográficos. Puede sonar medio anacrónico, pero de otro modo uno termina apreciando planetas hermosos colgados en las paredes que parecen no tener ningún contacto con la realidad. La cosa es que cuanto más sé de la vida de Rembrandt, más me parece uno de esos tipos que uno ve caminando al otro lado de una calle o un canal y se queda ahí, viéndolo avanzar, como luchando contra la atmósfera, como un pordiosero (dicen que Rembrandt vestía la misma ropa con la que trabajaba, y que solía limpiar los pinceles en la manga de sus chaquetas. Dicen…). Rembrandt, incluso más que otros pintores que hasta quizás me gustan más como Kandinsky o Klee o Malevich o Bacon o Warhol, me hace acordar que los pintores piensan en colores, en formas, en chorros, en luz o en lo que sea que no sean palabras. Es una idea medio boluda, pero me gusta pensar así, como si los colores no estuvieran ahí para ser vistos sino más bien para ser pensados. Incluso más: para dejarlos afectarnos. Hay todavía todo un debate entre los expertos en torno a cómo pintaba Rembrandt y cómo superponía capas de adherentes sobre una base de color muerto. Muy complejo. Hay que mirar los cuadros con microscopios y rayos X. Analizan el medio pintura en el que pintaba Rembrandt. No sé qué sentido tiene todo eso, pero no deja de ser fascinante. Un tipo que molía los colores en un mortero, hay que recordar eso también.
Bueno, Rembrandt es el mayor retratista de esa actividad que es pintar o pensar, lo dije, listo. Eso me parece a mí. Cuando me entero que perdió a varias hijas en sus primeras semanas de vida, me digo: en aquella época la paternidad era una cosa diferente de lo que es ahora, se convivía más con la muerte. Estábamos más impermeabilizados a los golpes devastadores que nos ocasionaba la vida. Después murió su mujer, a la que amaba y de la que hizo muchos retratos. Se quedó a cargo del único hijo que sobrevivió: tenía un año cuando murió Saskia (su hijo moriría un año antes que él, en 1668). De alguna manera, allí comenzaron los auténticos descalabros en la vida de Rembrandt. Si bien podríamos decir que el descalabro venía de antes, sólo que Saskia lo sostenía, tanto espiritual como materialmente, de allí en más Rembrandt estuvo toda su vida metido en procesos judiciales con muchos de sus conocidos, sus acreedores y sus clientes. Ya cuando murió su esposa, la herencia abrió un pequeño pleito con la familia de ésta, pero no prosperó (de hecho, todos pertenecían más o menos a una misma clase acomodada, o así pretendían mostrarlo). Como era lógico, se vio obligado a contratar a una mujer full time para que se hiciera cargo de la casa y del hijo. De hecho, ella ya venía trabajando en la casa de Rembrandt, que tenía quichicientos empleados domésticos. Se hicieron amantes (algún biógrafo hipotetiza que esta mujer fue contratada por el clan Cocq, que Rembrandt retrató en Ronda noctura, para desprestigiarlo y arruinarlo). Unos dos años más tarde Rembrandt se enamoraría perdidamente de su tercera y última mujer, que también venía trabajando en su casa desde pequeña, pero que recién la descubriría en ese momento. Rembrandt le llevaba veinte años. Era medio pelirroja. El cuasi ménage à tróis duró seis años. La mujer despachada le hizo juicio y logró una subvención de por vida de lo que hoy sería, digamos, 5.000 p; Rembrandt aceptó pagar con tal de que se fuera de la casa: la acusaba de perturbarlo sexualmente. Igual, se ve que en un arrebato erótico le había regalado las joyas que había dejado en herencia Saskia, y que de hecho no le pertenecían a Rembrandt sino que le pertenecían a su hijo, Titus. Otro pleito. Nunca se casó tampoco con su segunda concubina, Hendrickje, aunque tuvo una hija con ella y ella lo acompañaría con devoción hasta que murió. No se casó por lo menos por dos motivos: porque no pertenecía a su clase social; y porque su mujer había asentado en el testamento que todos los bienes le serían sustraídos si llegaba a contraer un nuevo lazo nupcial —mi primo se casó con la enfermera que cuidó de mi tía los últimos meses de su vida; no podemos decir que no hemos evolucionado. Dicen que a Rembrandt le gustaba volver a casa y charlar de cualquier boludez con su mujer. Si hubiera habido tele, se la hubiera pasado los sábados a la noche mirando programas de chimentos. Es contra fáctico, pero probable. La hija que tuvo con ella, que llamaron Cornelia (a las dos hijas que perdió con Saskia también las había llamado Cornelia), sería el único familiar de sandre que lo sobreviviría.
La debacle por la que el círculo culturoso de Amsterdam dejó en un momento dado de hacerle encargos y por lo cual entró en un proceso de quiebra que terminó con el remate de todos sus bienes sucedió alrededor de su famosa Ronda Nocturna. Es tan intrincado lo que sucedió, que todavía los historiadores y los críticos de arte no quieren ponerse de acuerdo sobre su significado (Peter Greenaway tiene una película alrededor del cuadro). La historia oficial ganó la partida. Desde el momento mismo que vieron lo que había hecho Rembrandt, Cocq y su séquito apostaron a que se interpretara el cuadro como una Guardia Civil que si bien ya no cumplía su antigua función de proteger a la ciudad, sin embargo seguía preservando y representando ese espíritu. Así se lo ve y se lo mira cuando se llega a la sala que tiene dedicado. Ocupa toda una pared en el Rijksmuseum. En frente de él hay unos bancos para que el turista descanse, mientras mira la obra y lee los comentarios que le indican lo que significa cada cosa plasmada en la tela. El turista mira el mapa del museo como para orientarse. Mira desde el banquito la obra restaurada como si fuera un cartel publicitario gigante. Y casi tiene razón. Porque el cuadro es un póster caricaturesco que denuncia el asesinato del que verdaderamente había encargado el cuadro, antes de que los Cocq entraran en acción. Es muy triste todo. Obviamente que no se lo perdonarían. Para desprestigiar o insignificar la obra, se dedicaron a perseguir al deudor. Eran los políticos del momento. Y también los financistas. Y los comerciantes. En fin, el poder real. Los círculos señoriales dejaron de invitarlo a los agasajos. Las puertas se cerraban. Si bien no lo lograron totalmente, Rembrandt sufrió una especie de exilio interior. Sin hacerlo explícitamente, lo expulsaron de la comunidad burguesa que se había hecho del poder en esos pequeños territorios ganados al mar. La República de Holanda tenía que negar la realidad e inventar una tradición. No sé si les suena la estrategia. Y lo lograron, ganaron, porque la tradición que inventaron pavimentaría el futuro moderno no sólo de Holanda sino de toda Europa y del mundo entero. Había que vaciar de contexto el consumo del arte. El arte es puro. Es bueno. En el tríptico que te dan con la entrada se detalla cada uno de los símbolos que esparció Rembrandt sobre la tela, sólo que el lector ya no tiene la información que necesita para poder entenderlos. Te cuenta también todas las veces que la obra fue agredida (la última vez fue en 1975 por un “patriota” que se abalanzó sobre ella con un cuchillo; restaurarla fue la excusa perfecta para “limpiarla” y dejarla tal como supuestamente se veía en el siglo XVII).
Por supuesto que el cambio de la moda, la vuelta a los clásicos y la influencia de la escuela de Amberes colaboraron en el abandono de Rembrandt, pero lo cierto es que Rembrandt sería confinado al olvido (si tal cosa hubiera sido posible, no lo fue) porque una nueva clase social se hacía cargo del gobierno de la flamante república, la burguesía adinerada que se dedicaba a la importación de telas y especies, a la industria láctea, a las finanzas, al comercio exterior y al armado de una flota mercante que competiría con las otras Coronas europeas en pos de repartirse el globo terráqueo —lo que hoy conocemos como NY, por ejemplo, primero se llamó Nueva Amsterdam. A mí no es la obra de Rembrandt que más me gusta, aunque creo que es una de las obras con más trascendencia política que nunca se haya pintado (tal vez el Guernica se le iguale, y tranquilamente Rembrandt hubiera podido responder a sus retratados: “Este cuadro no lo hice yo, lo hicieron ustedes”). Tampoco las dos Lecciones de anatomía que pintó con una distancia de dos décadas son de lo que más me gusta, aunque sin duda también son documentos históricos de lo que sucedía soto voce en Amsterdam en esos años (igual que el otro descomunal retrato colectivo de los síndicos del gremio de pañeros, que tenían a su cargo nada menos que ponerle valor comercial a las telas que llegaban a Amsterdam). Pero como ya dije, a mí lo que más me puede son sus autorretratos. Pintó más de noventa. Lo de los últimos años son, cómo decirlo, dolorosos: muestran a un chabón viejo al que ya nada más puede afectarlo, o que está, no digo resignado, sino como preparado para enfrentar todos los reveses que la vida le tiene destinado (desde que tenía cincuenta años Rembrandt empezó a retratarse como si fuera un ser vencido). No diría que son imágenes angustiantes, para nada. Representan algo así como una pulpa de tiempo. De derrota. El testimonio inútil de que entrar en otro tiempo implica aceptar, y sufrir, el tiempo que le tocó vivir. Es la derrota que para él se convirtió en la materia misma de su pintura. O algo así.