Sade y la superstición
Por Daniel Mundo
"No, no me siento bien/ Hoy perdí la fe"
A. C.
1) Para cualquier filósofo que se precie, y en especial para uno del siglo XVIII, la superstición representa un tema obligado. ¿Por qué creemos? ¿Qué nos lleva a confiar o temer en fuerzas que ni vemos ni están en la naturaleza? En la actualidad es como que este tópico pasó de moda. ¿Cuándo fue la última vez que vieron alguna noticia sobre Dios en la tapa de un diario? ¿Qué lugar ocupa Dios, de hecho, en la obra de los filósofos más prominentes de nuestro tiempo: Deleuze, Sloterdijk, Derrida, incluso Heidegger (que legó la famosa sentencia "Solo un Dios podrá salvarnos")? En nuestro mundo ultra laico y súper desacralizado Dios ya no tiene lugar. ¡Enhorabuena! Pero ojo, porque Dios fue (y sigue siendo) tan solo el símbolo de una capacidad humana, o mejor: de una necesidad propiamente humana de creer. De esta “necesidad” de creer fue de lo que Sade en particular y los filósofos ilustrados en general pretendieron liberar a la humanidad. CARPE DIEM decían los romanos. Pero no lo lograron.
La blasfemia y la profanación de objetos religiosos solo tienen sentido si creemos en aquello que, sin embargo, despreciamos e insultamos y destruimos. Sade ya no creía en eso, pero todavía podía hacer de cuenta que creía. Como cuando obligó a la pobre Rose Keller a masturbarlo sobre el crucifijo, en ese fatídico domingo de pascua en el que Sade empezaría a descubrir sus insólitos gustitos. No fue Dios in person el que lo castigó, pero lo castigaron a lo pavote los que vinieron en su reemplazo. En realidad, Sade usaba la blasfemia en otro sentido, la usaba para escandalizar. Sade era un escandaloso, y en gran parte eso fue lo que lo llevó a la ruina (y lo que lo inmortalizó): cuando Luis XV se enteró de sus correrías y firmó la primera lettre de cachet en su contra, era porque ya toda Francia y la fatídica opinión pública estaba al tanto de lo que pasaba. En este sentido, Sade fue el chivo expiatorio de una clase social poderosa, pero arruinada. Los informes policiales dedicados a nuestro filósofo —y son muchos (había un jefe de policía, el comisario Marais, que estaba obsesionado con Sade)— están atiborrados de anécdotas en las que el joven Sade terminaba eyaculando dentro de un cáliz o sobre la cruz, y en sus novelas estas prácticas constituyen un leitmotiv permanente. ¿A quién escandalizarían hoy estas cosas? ¿Qué tipo en su juicio las practicaría? El simple hecho de imaginar que aprieto la garganta de mi partenaire sexual hasta ahogarle porque se niega a insultar a Dios me parece por lo menos ridícula, sino estúpida. En la época de Sade no era tan así.
Sade, con su manía de poner el dedo en el culo, nos exige entender que no se trata tan sólo de combatir las prácticas corruptas de la iglesia, ni siquiera la idea de un Dios omnipotente que de la nada hizo un universo y después se tiró a dormir una siesta; es imprescindible erradicar una facultad que antecede a la idea de Dios, y que de hecho le da existencia: el acto de fe, la necesidad de creer que caracteriza al ser humano. No sé si se entiende la envergadura de este pensamiento. No bastaba con destruir el edificio político de la religión, había que llegar al corazón del asunto: la naturaleza humana que necesita creer en fuerzas sobrenaturales que castigan, recompensan, aterrorizan. Ni más ni menos que crear una nueva naturaleza, una naturaleza inmanente y activa. En este sentido, Sade es el complemento perfecto de la obra de otro libertino, un “libertino” secreto y hoy idolatrado: Baruch de Spinoza (es M. Onfray el que cataloga así a Spinoza, y a mí me encanta). No hay lugar acá para desarrollar esta comparación, pero la obra de Sade parece iniciarse en el punto en el que se detiene la del ex judío: ¿qué pasa si lo que me alegra, lo que me potencia, lo que me vuelve MEJOR, es el mal, el daño sin remordimiento y la violencia sin contemplaciones (la violencia que ejerzo, pero también la que otros ejercen sobre mí, ojo)? Eh, ¿qué pasaría? Esto, para mí, es lo más importante de todo: Sade no se conforma con pensar las cosas que le gustan, se propone también pensar, es decir experimentar, la que no le gustan: “Mi problema no es lo que yo pienso —escribió Sade en alguna carta— sino lo que piensan los demás”.
A dos siglos de estas búsquedas no me parece que hayamos avanzado mucho. Es cierto que ya no creemos en un Dios bueno que nos castiga, ni en el infierno ultraterreno donde pasaremos la eternidad, pero creemos en otros “dioses” que el mismo Sade se ocupó de denunciar. Los llamó la Ley, los Derechos Universales del Hombre, el Dinero, la Razón, el Libre Albedrío, la Técnica, la Voluntad, el Sexo. Ojo con endiosar al sexo, decía Sade. El sexo, para Sade, constituye una serie de experimentos por los cuales se ponen en juego en primer lugar la integridad física del individuo, y luego, más tarde, sus valores morales. En realidad, la moral no debe colarse en la cama, decía el divino Marqués. Los principios morales heredados constituyen, para él, la mayor superchería imaginable, que, si no erradicamos, retornarán de múltiples formas. Por ello, antes de ser un blasfemador impertérrito, Sade fue un incrédulo por antonomasia. Pero bueno, a cada chancho le llega su San Martín: después de estar encarcelado un par de años Sade se encaprichó en creer que su mujer le mandaba cifrada en sus cartas la fecha de su excarcelación, casi lo único que le interesaba saber (Sade pasó la mitad de su vida preso). Así, primero leía las cartas y luego buscaba entre las letras las series de números que deseaba leer. De pronto, Sade creía en algo: los números. Algún biógrafo sostiene que esto se debió al estudio de la cábala judía, pero no está muy probado. Alguno dice que su obsesión por los números lo salvó de la locura. Otros, en cambio, entre ellos sus propios parientes (su suegra, obvio, pero también sus tíos y tías, y hasta su padre), sospechaban que simplemente estaba loco. Sus carceleros nos informan que a veces encontraba un mensaje que lo contrariaba y se ponía furioso, berreaba y pataleaba en la celda como un nene caprichoso. En fin, qué alegría descubrir que ni siquiera Sade, ni siquiera Él, fue capaz de creer en nada. Sade lo dijo de manera expresa: si reemplazamos a los sacerdotes por los economistas y los psicólogos, si reemplazamos al rey por el líder carismático (llámese Robespierre, Hitler o Quién Sea), no vamos a alejarnos ni un centímetro del pasado que deseamos dejar atrás. Por ello, hay que hacer un esfuerzo más, uno más, y renunciar de hecho a aquello que desmoronaría todo el hermoso edificio iluminado por el siglo de las luces. ¿De qué se trata? Debemos llevar el pensamiento hasta su extremo y permitir que se autodestruya, pues habría que dejar de creer que lo que no entendemos no tiene sentido, es insignificante e irracional y ni siquiera existe. Guau, exclama Sade. ¡Guau! Miren hasta qué grado de sometimiento somos capaces de entregarnos y arriesgar nuestra vida. ¡Dios! Qué hermoso. El problema no es si Dios se vuelve inteligible —o si los ovnis existen—, sino que somos seres muy limitados que pretenden conocer el universo y su lógica material y causal de relación reduciéndolo todo al tamaño compacto de su cerebro. Pareciera que estamos como al comienzo, pero no, porque llegamos acá con conocimientos suficientes como para no creer ni siquiera en los propios conocimientos.
Napoleón: "Priven al pueblo de su fe y no les quedará más que bandoleros"
2) Ahora bien, salvando las distancias, obvio, y sabiendo que puede sonar a locura —un amigo bien informado ya me pasó el número de un psicólogo—, voy a contar un hecho real cuya interpretación me está trayendo algunos problemas: ¡Me embrujaron! El lector puede reírse, pero no hay nada gracioso acá. Nada. Embrujaron o maldijeron son palabras que remiten a hechos que ya nadie cree, pareciera, pero la sensación en el pecho de algo que me raspa, que se va abriendo espacio y me arde un poco no son palabras. ¿Sugestiones? Puede ser, por supuesto: si desconfío de mis conocimientos, ¿cómo no voy a desconfiar de mis sensaciones? Las brujas de Salem y la histeria, OK. Fue increíble y hasta me da vergüenza contarlo, pero quiero, necesito contarlo. Tampoco me gusta decirlo de este modo, por el racismo que carga una idea como la que voy a presentar, pero una gitana vieja y destartalada vino el otro día a la pizze y me ofreció medias. ¡Pm! Todo empezó a suceder en el mismo momento en el que yo le contesté, sin mirarla, que no necesitaba medias. ¿La verdad? Suena a película de Disney. Por el negocio suelen pasar todo tipo de personas, y de tanto en tanto nos visitan gitanas vendiendo cosas: perfumes, hilos para coser, curitas, etc. La que vino ayer y me embrujó vendía medias. En mi casa de infancia les tenían pánico a las gitanas. Yo, en cambio, soy un profesor universitario y no puedo permitirme un miedo tan irracional y boludo como éste. El pueblo gitano fue perseguido y sigue siéndolo. ¡Lo sé! El pueblo nómada, tal vez el último pueblo en toda la faz de la tierra que no tiene ni un territorio imaginario donde afincarse. Falta escribir la historia completa del exterminio gitano llevado a cabo en el siglo pasado. En la localidad de Ostende, en la costa Atlántica, hay una población estable de gitanos bastante grande que lo único que pareciera hacer es comprar y vender autos en cualquier condición. Es cierto que ya no visten como cuando yo era chico, con esas blusas multicolores, aros brillantes, pañuelos de seda y polleras enormes, y casi perdieron el tono de voz tan único que los caracterizaba: como al resto de los pobladores de esta redundante tierra, también a ellos parece que les llegó la hora de modernizarse y mimetizarse con el resto de la sociedad. Les quedan la piel aceituna, los ojos grises o verdes, una belleza exótica. No todo es modernidad y mimetismo, igual. La anciana que vino ayer ofreciendo medias era, sin duda, una persona necesitada, una mujer mayor muy envejecida, golpeada por la vida y que caminaba con esfuerzo. ¡¿Tienen una mejor descripción para la bruja que envenena a la Bella Durmiente?! ¿La bella durmiente? Como sea, fui un pelotudo que se compadeció y le respondió a su pregunta de si podía comprarle unas medias. Le dije que no. ¡Medias! Lloriqueó algo que no entendí y me las ofreció a mitad de precio. ¡Dios! ¡A mitad de precio! ¡Está en los libros más elementales de brujería, en los cuentos de hadas para chicos! ¡Me dio lástima! ¿Se entiende? ¡Me compadecí! Abrí mi corazón. Y pensé, en ese mismo instante, en vivo y en directo, pensé: ¿por qué un ser le haría daño a una persona que le abre su corazón? ¡Idiota! Al mismo tiempo que todo esto iba sucediendo en mi cabeza, mi bronca crecía dentro de mi cuerpo, me odiaba, sordamente me decía: NO LO HAGAS. ¡No lo hagas! Pero no podía detenerlo. Le compré las medias. Me pidió comida, y si bien dentro mío me repetía: NO LE DES, no le des, algo me movió a darle esas sobras de pizza que por lo general se llevan los empleados. Acá no acaba la cosa. Me dijo que tenía sed, y sí, le serví agua. Me acuerdo perfectamente la secuencia: primero iba a manotear un vaso de vidrio de los que les damos a la gente, pero me retracté a tiempo y le llené uno descartable, que tiré a la basura en cuanto se fue. Ahí mismo, como una sensación muy lejana, un ardor seco iba abriéndose paso entre los órganos del pecho, rodeando el corazón. Cuando releo esto parece una ficción, y la sensación de vulnerabilidad y vacío e idiotez que sentí se pierde. ¿No será un catarro, una simple tos? Ja. Juro que me preguntaba este tipo de cosas. ¿Y si corría a buscar a la vieja y le exigía explicaciones? Rogarle que no lo hiciera. Pero ya estaba hecho. Pensé que no le iba a contar a nadie mis temores, porque me iban a creer un pelotudo (soy un pelotudo). Pero si no lo contaba y hacía de cuenta que nada había pasado, significaba que le tenía tanto miedo que ni siquiera podía decirlo. Pero decirlo irónicamente tampoco iba a ayudarme, porque lo que sentía, lo sentía de verdad. La raspadura, el ardor. Ese ardor que antes no estaba y ahora se había instado en el tórax era real. Hay cosas que más vale respetar. Tenía que haber una forma de deshacer el maleficio. Pasaban los segundos, que parecían siglos. Llegué a creer que lo que se instaló dentro mío me iba a abrasar (sí, abrasar, con s). Le comenté ahí mismo a una de las camareras del local todo lo que estaba ocurriendo. Lo hice medio como con sorna, la verdad, riéndome. Jaja. No sabía que creías en esas cosas, me dijo. Le respondí: Yo tampoco. Pero era mentira, yo sabía que creía en esas cosas. Sabía que no podía aceptar que creía en esas cosas. Cuando tenía veintipico de años, en otra vida casi, tuve la mala suerte de leer El exorcista. Durante meses, a la noche, cuando me levantaba para ir al baño, despertaba a mi pareja de esa época para que me acompañara —este temita no estuvo en la lista de las cosas que nos llevaron a divorciarnos, igual. Leí a Lovecraft, pero ¿qué tiene que ver Lovecraft con la realidad? ¿Qué tiene que ver que a la mañana siguiente apareciera muerto un pájaro en la puerta de casa? ¿O que desapareciese una de mis gatas (“huyó aterrorizada por el ruido de la aspiradora”, les digo a todos los que les comento esto)? ¿Qué relación puede guardar esta sensación de raspadura en el pecho con que me haya olvidado las balizas prendidas y el auto se haya quedado sin batería? ¿O se hayan quemado al mismo tiempo tres bombitas de luz? ¿No será, chabón, que estás angustiado? Conozco el ABC psi que interpretará todo esto como una proyección inconsciente, un deseo de muerte, un producto de la hipocondría, la paranoia o la depresión. OK. Pero, así como no creo en Dios ni en el diablo ni en ningún tipo de vida después de la vida (salvo el recuerdo de los amigos), con la misma rigurosidad me niego a creer en el inconsciente y sus retorcidos causalismos. Por supuesto que a esta altura me gustaría que fuera angustia, que me parece más real que toda esta historieta de los maleficios gitanos y las brujas enloquecidas, pero lo que a mí me gusta o me disgusta ya no tiene sentido. Imaginaba mi alma como uno de esos barriletes japoneses que se prenden fuego mientras remontan vuelo. Le regalé las medias a mi socio, aunque sabía que ese gesto no cambiaría mi suerte. El maleficio no es como un cheque que se endosa. Tas solo. Es tuyo. Es más: es irreversible, no puede deshacerse… solo puede neutralizarse, como me dijo la camarera, que me preguntó si quería que averiguara la manera de “lavarme” de lo que me pasó. Le dije que sí. Una media hora más tarde me dio el ritual del lavado y me dijo que tirara vinagre blanco donde había estado la mujer. Cumplí con todo al pie de la letra. Lo del lavado fue increíble, porque me sentía un autómata que repetía unos gestos que se vienen repitiendo desde hace miles y miles de años. Es cierto que cuando me metí en la bañadera y cumplí con el ritual que me prescribieron, ya eran las 3 am y estaba bastante fumado. Pero no era la primera vez que a las 3 am yo estaba fumado, era la primera vez que sentía que sabía exactamente qué debía hacer, aunque lo que estaba haciendo no lo había hecho nunca antes. Pensé, debo confesar que pensé: SI TE MORÍS AHORA, si te morís embrujado por una gitana, si todo lo que tanto temés y deseás se cumpliera, entonces tendrías la muerte digna de un filósofo. ¡¿O hay algo más digno que entregar la vida por una causa que no se entiende, sabiendo o adivinando que esa causa no está ni dentro ni fuera tuyo?! En su testamento Sade pidió que se lo enterrase en un terreno de su propiedad, en un bosquecito a la derecha del parque, y que plantaran cebollas arriba de la tumba para que no solo su cuerpo sino hasta su nombre, de esta manera, quedaran borrados de la faz de la historia. Ironías del destino, unos pocos años después de que Sade muriera apareció un nuevo adjetivo en la lengua: sádico. En dos minutos voy a atravesar el silencio de la casa y desarmaré el hechizo. Que la suerte me acompañe.