"Trabajar como negro", de Roberto Arlt
Por Roberto Arlt
(Publicado el 12 de abril de 1930 en el diario El Mundo).
Nosotros los porteños decimos «trabajar como negro». Pero en Buenos Aires los negros no laburan como no sea de ordenanza, que es el trabajo más cómodo que se conoce y que parece exclusivamente inventado para que los grones porteños lo desempeñen en las porterías de todos los ministerios y reparticiones públicas.
Fuera de dicha actividad, el grone ciudadano se tira a muerto. Ha nacido para ser ordenanza y se acuerda de esa célebre frase: «Serás lo que debes ser, o no serás nada» (entre paréntesis, esa célebre frase es una reverenda macana) y el grone la sigue escrupulosamente. No la yuga, como no sea de librea y en la antesala de un ministro.
El negro brasileño
¡Este sí que trabaja como negro! Mejor dicho: ahora sí que he constatado lo que significa «trabajar como negro». Bajo un sol que derrite las piedras, uno de esos soles que lo hacen sudar a usted como un filtro y que aturdirían a un lagarto, el negro brasileño, descalzo sobre las veredas candentes, acarrea adoquines, conduce bultos, sube escaleras cargado de fardos tremendos, maneja el pico, la pala; levanta rieles... Y el sol, el sol brasileño cae sobre su lomo de bestia negra y la tuesta lentamente, le da un brillo de ébano recalentado en un horno. Se desempeña en los trabajos más brutales y rudos, en aquellos que aquí hacen retroceder al blanco.
Sí, donde el nativo pálido o el obrero extranjero retrocede, para ocupar el puesto está el negro. Y trabaja. Usted se siente desmayar de calor en la sombra y el negro, entre una polvareda de arena, entre chispas de sol, yuga, yuga pacientemente como buey: va y viene con pedruscos, sube escaleras empinadas bárbaramente con enormes cestos de arena; y siempre con el mismo ritmo, un paso lento, parsimonioso de buey. Así, de buey.
Por un jornal escaso. Es silencioso, casi triste. Debe ser la tristeza de los antepasados. ¡Vaya a saber qué!
Cuando están solos
En la noche me ocurrió encontrarme por las calles más abandonadas con negros que caminaban solos, charlando y riéndose. En el hotel también. En el momento que abría una ventana, sorprendí a una negra. Estaba sola en la pieza, se reía y hablaba. O con la pared o con un fantasma. Se reía infantilmente al tiempo que movía los labios. Otra vez, caminando, escuché las risitas comprimidas de un negro. Parecía que se burlaba de un interlocutor invisible, al tiempo que pronunciaba palabras que no pude entender.
Pensando se me ocurrió que en estos cerebros vírgenes, las pocas ideas que nacen deben producir una intensidad tal, que de pronto el hombre se olvida de que lo escucha un fantasma, y el fantasma se convierte para él en un ser real.
Los he observado también en los alrededores del puerto. Forman círculos silenciosos, que se calientan al sol.
Una fuerza espantosa estalla en sus músculos. Hay negros que son estatuas de carbón cobrizo, máquinas de una fortaleza tremenda, y sin embargo algo infantil, algo de pequeños animalitos se descubre bajo su semicivilización.
Viven mezclados con el blanco: aquí encuentra usted a una señora bien vestida, blanca, en compañía de una negra; pero el negro pobre, el negro miserable, el que habita en los rancheríos del Corcovado y Pan de Azúcar, me da la sensación de ser un animal aislado, una pequeña bestia que se muestra tal cual es, en la oscuridad de la noche, cuando camina y se ríe solo, charlando con sus ideas.
Le prevengo que entonces el espectáculo tiene más de fantástico que de real. Un negro en la oscuridad es sólo visible por su dentadura y su pantalón de color al pasar bajo un foco. Frecuentemente va descubierto, de modo que imagínese usted la sensación que se puede experimentar, cuando en las tinieblas escuche una risita de orangután, un cuchicheo de palabras; es un africano descalzo, que camina moviendo los hombros y reteniendo su misteriosa alegría.
Tan misteriosa que en esas circunstancias no lo ven a uno. La negra que sorprendí en el hotel estaba casi frente a mí y no me veía. Una noche caminé varios metros a la par de un extraño murmurador negro. Cuando, por fin, «escuchó» mis pasos, me dirigió una mirada huraña; nada más.
¿Con quiénes hablan? ¿Tendrán un tótem que el blanco no puede nunca conocer? ¿Distinguirán en las noches el espectro de sus antepasados? ¿O es que recuerdan los tiempos antiguos cuando, felices como las grandes bestias, vivían libres y desnudos en los bosques, persiguiendo simios y domando serpientes?
Uno de estos días me ocuparé de los negros: de los negros que viven en perfecta compañía con el blanco y que son enormemente buenos a pesar de su fuerza bestial.