“Una edad difícil”: el corto de Hugo Crexell y el regreso de los fantasmas de los ´90
“Articular el pasado históricamente no significa reconocerlo ‘tal y como ha sido’ (…) Significa apoderarse de un recuerdo que relampaguea en el instante de un peligro”.
Walter Benjamin.
El pasado 4 de Abril se estrenó en el Cine Gaumont la película Una edad difícil, de Hugo Crexell, protagonizada por Luciano Linardi, Ludmila Chernomoretz y Ana Weisbein; junto a otros nueve cortometrajes que forman parte de la Edición Número 21 del Ciclo Historias Breves, surgidos del concurso que desde 1995 organiza y produce el INCAA.
La importancia de este cortometraje en nuestro contexto histórico tiene que ver no sólo con la necesidad de defender la industria cinematográfica de los feroces ataques por parte del gobierno actual que amenazan con hacerla desaparecer; sino, principalmente, con la promoción del cine concebido como arte. Es decir, como medio privilegiado para hacer aparecer aquello para lo cual una época aún no tiene signo.
¿Cuál es ese signo que aún no pudimos inventar para leer los años 90’? Porque si hubiéramos sabido inventarlo, no estaríamos hoy frente a su retorno, que se expresa en las políticas económicas y culturales actuales como el retorno violento de lo reprimido. Y ¿en qué sentido podemos y debemos conversar hoy con esos años en tiempo presente? Porque los 90’ siguen operando, y su versión más retorcida y catastrófica es a la que hoy asistimos. Por eso, más que rememorarlos, es necesario ponerlos a hablar.
En este sentido, si bien la película parece ubicarse en los años 90’, se trata mucho menos esa época como período histórico propiamente dicho, que de los fantasmas que aquellos años dejaron rondado en lo profundo de nuestra realidad social. Que siguen, hasta hoy, pidiendo justicia.
En una especie de postmundo de calles vacías, que es y no es los años 90’, un ladrón profesional de mediana edad entra a una escuela abandonada a esconder su botín y se encuentra con dos adolescentes ocupas que, en una maniobra arriesgada, terminan arrebatándoselo. Ni él ni ellas tienen más balas en sus armas. Lo que define el desenlace es quién de ellos desconfía y quién de ellos cree todavía en el otro, y en que aún queda algo, en que todavía hay con qué.
Y sobre todo, para quién de ellos la vida todavía representa un valor por encima del dinero. En absoluta inferioridad de condiciones (mujeres, menores, no profesionales, marginales) ellas ganan. Pero ganan porque ya no tienen nada que perder.
Hay dos mundos que conversan a lo largo del corto: toda la primera secuencia de entrada a la escuela y entierro del bolso con el botín -protagonizada por Luciano Linardi, el actor que interpreta al ladrón maduro– corresponde a un mundo en el que la figura del ladrón tenía una identidad propia (su ropa, su actitud, su pericia, su estilo).
Y de pronto, en ese espacio “entre tiempos” que es la escuela desierta, en ese limbo en que en las paredes pintadas conviven una referencia a “Mafalda” (Guille siendo arrastrado a clases por la maestra, el valor de la educación) y un póster de Menem intervenido, sin dientes y con anteojos de sol, en ese espacio en el que coexiste un mundo de sentidos (más o menos moralmente discutibles) e identidades definidas, con un nuevo mundo de vaciamiento de sentido, de pauperización y desustancialización de la existencia; en ese mundo, digo, se produce la tragedia, el salto, el paso sin retorno de uno a otro, de una edad a la otra. Los 90’ no vienen después de los 80’, los anulan, los borran del panorama, los neutralizan, los desvalijan para siempre.
El ladrón viene con marcas de pasado, de historia y de Historia, aún en su reprochable actividad, él sabe lo que hace. Cuenta con la elegancia y la fatiga del que sabe. Tiene un plan y un objetivo, y una metodología. Trae un contexto de proveniencia al film. Ellas en cambio, son puro simulacro: encarnan la peor versión de la posmodernidad, son como fragmentos venidos no sé sabe de dónde. Son marginales porque se visten de marginales, pero su ropa, su pelo, sus manos, sus actitudes, nada de eso lleva la huella del contexto al que se supone pertenecen: viven ahí, de ocupas, en los techos de esa escuela abandonada, pero no sabemos por qué, ni podemos recuperar esa información.
Tienen un arma, quién sabe cómo, y la usan, sabiendo cómo -aunque no podemos imaginarnos cómo es que saben usarla- y sólo porque se da la oportunidad. No buscan nada, aprovechan el puro presente para su ventaja, accionan en la contingencia, no tienen un plan, improvisan, no piensan las consecuencias, se la juegan en un acto suicida y si la pegan, se salvan. Y si alguien muere, qué importa. Puede pensarse que no son reales, son justicieras del futuro. Son las olvidadas de la Historia. Eso de los 90’ que no vimos.
Pegarla, salvarse a cualquier precio, sin saber quién se es, ni lo que se está haciendo, ni por qué, sin inscribirse en la Historia como parte de ella, sin pertenencia, sin aprecio por los otros, ni por nosotros: es el signo de una época, que surge, se instala y se sofistica en su mezquindad. Y deja víctimas. Pero se olvida de cómo y de cuándo se originó, borra su origen y su proceso de producción, se disfraza de otra cosa que pasa por buena y, al final, se elide. Como si nunca hubiera pasado.
No tienen un plan, improvisan, no piensan las consecuencias, se la juegan en un acto suicida y si la pegan, se salvan.
Los 90’ están elididos y en esa maniobra se llevan puestos a los 80’ (y entonces a un posible futuro mejor). Las nuevas generaciones reconocen la dictadura y después el kirchnerismo. Lo del medio fue sustraído sintomáticamente del discurso de la Historia de la que los más jóvenes son hijos y nietos. Los más jóvenes no saben de dónde vienen, y por qué son quiénes son, o quiénes son en un contexto más grande que el de la inmediatez de sus propias vidas.
Igual que en el corto, el puro presente, el simulacro, la superficie de la vida, les alcanza. Y subsisten en un mundo que celebra los resultados, las astucias, las apariencias, sin un plan de acción elaborado en el tiempo, con miras al porvenir, que nos integre como colectivo.
Porque sostener y desgastarse en la tarea es para los mayores. Una edad difícil, la que nos toca a los que con cierta edad podemos ver el panorama completo. Y para ellos también, porque nosotros, que somos grandes, hemos dejado, como padres permisivos (¿irresponsables?) que creyeran que los 80’ y los 90’ nunca existieron. Y que el salto de uno a otro no fue nuestra tragedia, la nuestra, la de todos. Tal vez los más grandes tampoco queremos ver ese pedazo de Historia en la que nos dejamos arrebatar la libertad, seguramente sin darnos cuenta.
Pero ya es hora, porque la tragedia vuelve y vuelve a llevarse lo que pudiera haber quedado de aquella potencia postdictadura, latente, esperando a que pasen los 90’ de una vez. Pero los 90’ no pasan, en cambio siguen y se reeditan. Y la tragedia se lo lleva todo, nos lleva puestos a todos, nos arrasa de igual manera, sea cual fuere nuestra edad. Los cartoneros y los ocupas de los 90’, esas figuras estetizadas, explotadas por el cine for export, retornan recrudecidas, espectrales, abstractas pero brutales, en este film, porque su sufrimiento, que es el nuestro, continua.
No es una cuestión de edad porque, tal como comprendieron nuestros referentes culturales de los 80,’ es sin edad, o en el “sin edad” del arte, de la poesía, y del cuerpo puesto en juego, en la escena y en la lucha, que logramos reunirnos y volvernos conciencia colectiva. En ese tiempo común, intempestivo, en el que toda la Historia acontece a la vez, y que es el tiempo del trauma y del drama, y el tiempo del cine. Y de este corto. Que logra hacer presente el tiempo como peligro. Entonces, la pregunta es cómo prevaleceremos, ahora, que nos quedamos todos sin balas. Habrá que inventar con qué tirar. ¿Tendremos con qué? Acá está este film.