Y los pibes remontaban barriletes: crónica de un primer recital
Por Melany Grunewald
Nos citamos con Joaco (12 años) a las 17:30 en la puerta del Teatro Flores. Ni muy temprano ni muy tarde. En la puerta le entregan a mi compañero de recital un chocolate con la condición de que dijese el nombre de la banda que íbamos a ver. Me pregunto si algún chico habrá contestado algo distinto a “Divididos”.
Nos guardamos la entrada, es necesario atesorar esos recuerdos materiales. Ingresar al Teatro no es como lo habitual: el aroma se asemeja mucho al de los cines, inundado por pochoclos. En el medio, un kiosquito cuyos combos promocionaban tres golosinas por 50 pesos. Joaco atiende a esos datos y a los llaveros. Cruzamos el hall y nos encontramos con la gente, sin estallar, aguardando a la banda. Afuera el sol alcanza los 34°, y adentro el aire es denso. De fondo, una pantalla pasa videos de niños interpretando canciones de la aplanadora. Nos acomodamos en un lugar donde ambos podamos ver bien el escenario. Mientras en la pantalla figura un nene tocando el piano, una mujer grita desde las plateas altas que un desubicado estaba prendiendo un pucho, logrando que el susodicho se detenga.
El show empieza quince minutos antes de lo previsto en la entrada. ¿Por qué hacer esperar a los pibes, si ya estamos todos? Joaco se para en puntitas de pie. Ricardo Mollo saluda con sonrisa radiante al pequeño gran público que está justo frente a ellos. Guitarra en mano, desenrolla la voz, y empiezan los saltitos de chicos y grandes. La música no está tan fuerte como siempre, pero se escucha bárbaro. Joaco cierra los ojos y aplaude al ritmo de la bata de Catriel Ciavarella. Al final de “Tengo” me dice: “Se me van a gastar las manos de tanto aplaudir”. Me estremezco. Eso es lo que pasa cuando tu primer recital está a ese nivel musical. Mollo asegura, entre risas, que dos días antes el teatro no estaba así (refiriéndose al show del jueves 15, solo para adultos).
Por momentos me confundo, ya no sé quién llevó a quién. Veo a mi alrededor a los pibes con tapones protegiendo sus oídos sobre los hombros de sus padres, con manitos que apenas pueden sostener el celular con el que filman “El Burrito”. Mi compañerito me pide que lo espere tranquila, que va a comprar algo para beber. Obedecí con miedo a que se perdiera, pero sabiendo que se sentía grande yendo solo. “¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves?” irónicamente yo no lo veía, hasta que lo visualizo regresando con dos aguas y dos paquetitos de malvaviscos. Ese es su modo de agradecerme la salida. En un momento, decide ir a las plateas para ver desde arriba. Yo lo dejo ser. Lo miro agitar la mano con “Spaguetti del rock”. Y veo a mi alrededor a los padres y los chicos, todos remontamos barriletes en la tempestad. Joaco baja y me cuenta con los ojos abiertos de par en par la cantidad de guitarras y bajos que hay a los costados del escenario.
La banda se detiene entre tema y tema en dos ocasiones: para que “Simón” se reencuentre con sus padres (y hasta no estar seguros, no continuaron) y para repartir púas y autógrafos a los pibes. Incluso le pasan una guitarra a Mollo para que la firme. El show no para de regalarme fotografías mentales: los chicos cantando con los ojos cerrados, bailarines de todos los tamaños. Un padre y su hijo de cinco años a upa se agarran mutuamente de la cabeza y se gritan “el treinta y ochoo”. En “Ala Delta” nos acompañan los muñecos Narigones del siglo. Armamos un mini pogo de hombritos y termina la función. Nos volvemos, ambos, con la sensación de lo vivido por primera vez.