Para Carla, in memoriam
Por Ana María Careaga (*)
Recuerdo cuando leí por primera vez La abuela de hierro el impacto que el relato de esta historia de vida, de desaparición y de muerte causó en mí.
Cuando Sacha, Graciela, Carla y su familia llegaron a mi alma, todavía no había conocido personalmente a abuela y nieta. El libro, buceando en lo más profundo de los hechos traumáticos sucedidos en la Argentina en los años del terrorismo de Estado, narraba el accionar más descarnado que el llamado Proceso de Reorganización Nacional llevara a cabo en los años de plomo, devastando miles de hogares, miles de familias, en la réplica de una metodología que no tuvo reparos a la hora de atentar contra la vida humana.
Y la historia que cuenta este libro es una historia trágica, es una historia de amores y de pérdidas, de lo mejor y lo peor que puede poner de manifiesto la condición humana. Juan Carlos Martínez, su autor, se sumerge en afectos propios, y en afectos ajenos que hizo propios, y desde el lugar relevante y comprometido que le otorga su posición activa y solidaria con esta familia, desde sus circunstancias, se convierte en escribiente de hechos de muchos de los cuales fue testigo.
Y desde esa presencia resuelta nos transporta con él, adentrándonos en búsquedas incansables, en dolores incurables, en emociones sin palabras que conmueven hasta el hueso y en la fuerza ilimitada de una madre que busca a su hija o de una abuela que busca a su nieta.
"Yo sabía que me estabas buscando", le dijo la nieta en el oído a su abuela cuando finalmente la encontró. Fueron rastreos infinitos, expresivas y milagrosas fotos de “cejas inclinadas y ojitos de miel”, que portaban en su brillo las miradas de Graciela y Enrique, y de otros ojos como soles también, en ese retrato que Juan Carlos Martínez convierte en elogio de la alegría cuando describe la dicha infinita de Sacha ese día que detuvo el tiempo. Fueron irrefutables resultados de la marca de fábrica traducida en un porcentaje indiscutible de ADN. Y el deseo decidido de una abuela de hierro.
Así fue Sacha, imparable. No la detuvieron ni la sinrazón de la injusticia, ni la injusticia de la sinrazón. No la detuvieron las leyes de la impunidad, ni la impunidad de las leyes. Ni el plan sistemático ni lo sistemáticamente siniestro del plan. Buscó a Carla, su Carlita, la hija de su hija querida, sin fronteras. Allí donde cualquier información, o cualquier pista, de esas que se indagan a ciegas en lo insondable de la desaparición, la llevara.
Así fue Sacha. Sí, una abuela de hierro. Irrompible, como las madres y las abuelas que se forjaron para salir, despojadas de lo más valioso de la vida, a enfrentar la muerte, la desaparición, la búsqueda interminable sin respuestas, la ignominia y la crueldad más cruel de todas. Porque la metodología más despiadada de los desaparecedores se llevó a treinta mil personas y desapareció y se apropió de sus hijos. Nietos de esas madresabuelas que salieron al ruedo para siempre.
Las dictaduras se multiplicaron como un mal contagioso que iba anegando todo lo que encontraba a su paso y en ese accionar del Cóndor del mal como internacional del terror, otros lazos solidarios se tendieron entre los pueblos en esta historia que atravesó a una familia, a tantas familias y seres humanos surcados por la realidad de su tiempo y sus elecciones de vida.
Carla no conoció a su papá y estuvo un poco más de un año con su madre. Luego regresó del infierno “para vivir su vida en libertad”, nos relata el autor. Tuvo otras tristezas y otras alegrías. Tuvo seguramente dolores enquistados que no habrían de irse nunca, y amores y afectos sanadores. Y tuvo tres hijos.
En la primera edición de este libro abuela y nieta se habían encontrado en ese territorio agujereado de la ausencia de la hija de una y la madre de la otra. Hoy también nos falta Carla. La muerte la alcanzó tempranamente, como si todo el amor del mundo no hubiera bastado para contrarrestar la cuota de pulsión de muerte que la infamia dejó en ella.
Graciela permanece desaparecida y quizá sea hoy, en su retrato, en la presencia permanente de esa ausencia, donde podamos hallar una y otra vez a Carlita querida y su abuela de hierro. En esos ojos de miel y de sol, cuando la madre de una e hija de la otra sea esta vez la que les susurre al oído: “yo sabía que me estabas buscando”.
(*) El periodista y escritor Juan Carlos Martínez, colaborador habitual de esta AGENCIA y de la pampeana Radio Kermés, publicó La abuela de hierro en 1995. El libro relata la búsqueda y recuperación de Carla Rutila Artes de parte de su abuela Matilde Artes, conocida como “Sacha”. El texto compartido integra su última edición. Su autora, Ana María Careaga, es hija de Esther Ballestrino de Careaga, una de las tres Madres de Plaza de Mayo que fueron arrojadas al mar en los llamados vuelos de la muerte, durante el terrorismo de Estado.