Cuarenta años, cuarenta días
Restan cuarenta días para el 10 de diciembre, fecha en que asumirá un nuevo gobierno y la democracia argentina cumplirá cuarenta años ininterrumpidos. El aniversario redondo llega en una coyuntura electoral que no podría ser más propicia a la efeméride.
Todavía queda mucho por definir, de aquí a la noche del 19 de noviembre, pero una realidad ya es incontrastable cualquiera fuese el Presidente electo. El sistema político, lo que Javier Milei llama “la casta” y se construyó, destruyó y reconstruyó en cuatro décadas exactas de democracia, aplicó un correctivo al outsider y reafirmó una certeza: ningún orden establecido es fácilmente desestabilizable, ni por izquierda ni por derecha. Por eso es que las revoluciones se recuerdan con la fuerza del hecho atípico. Un sistema tiende a la estabilidad.
La conclusión resulta irrebatible ya por los resultados de la primera vuelta, que consagraron una composición legislativa, gobernaciones provinciales y la necesidad de Milei de buscar votos que antes despreció con palabras nada amables. Las provincias y municipios en manos de peronistas y radicales se cuentan por cientos en el país. En el principal territorio subnacional, Axel Kicillof aventajó por más de veinte puntos a un ex gerente de SOCMA y a la candidata mileista. Aún si La Libertad Avanza se impusiera el domingo 19, por delante tendría el desafío de gobernar -con un Congreso desfavorable, y carente de gobernadores ni intendentes- sin traicionar su perfil disruptivo. Ese que ya debió diluir después del 22 de octubre.
La frase del presidente de la Corte Suprema, Horacio Rossatti, fue desubicada por su cargo. Pero no por ello su trasfondo describe mal la realidad. La conclusión es obvia. El sistema prefiere la estabilidad, porque sin ella todo queda en riesgo. Lo saben el alfonsinismo y el kirchnerismo, cuando –en sentido contrario al de Milei- no le permitió ir más allá. El no pude, no quise, no me dejaron.
La estabilidad no la confirmaron los dirigentes, sino el voto. Confluencia de identidad del electorado y búsqueda de la militancia para torcer el camino hacia lo desconocido, el encuentro de anarquía y motosierra.
Otra realidad se confirma, al paso: peronismo y radicalismo siguen siendo las dos grandes identidades políticas argentinas, con reacción natural cuando se intenta derribar el pacto democrático que en 1983 permitió salir de la dictadura. Sólo tres años después, en la Semana Santa de 1987, estuvo el balcón compartido por Antonio Cafiero y Raúl Alfonsín. En 2002, fueron Alfonsín y Eduardo Duhalde. Y luego el transversalismo, hasta que Julio Cobos lo detonó.
Suele decirse que es difícil explicar el peronismo, pero lo mismo sucede con el radicalismo: ninguno se inserta fácilmente en mapas conceptuales globales, son partidos nacionales y sobreviven a sus propias crisis desde hace décadas.
Varias veces se ha vaticinado la muerte del peronismo, pero también la del radicalismo. Nunca sucedió. Ni siquiera cuando, en un hecho inédito en la historia del bipartidismo argentino, la UCR aceptó ir como furgón de cola del PRO. Ocurre que el radicalismo convive a diario con la tendencia a reducir su identidad a lo anti. Favorecido por la coyuntura, Massa apuesta a superar esa historia que –con alguna pausa intermedia- se reproduce desde 1945, cuando Juan D. Perón apareció para ampliar lo que Hipólito Yrigoyen había hecho entre 1916 y 1922: un proyecto nacional que extendiese la masa trabajadora con derechos. Habrá que ver qué éxito tiene el candidato de Unión por la Patria en esa empresa. Sobre todo porque ni el mundo ni el país son los mismos que en 1916 y 1945.
Sometido a su permanente vaivén de avances y retrocesos, y bajo presión de circunstancias exógenas y luchas posicionales internas, el gobierno de Alberto Fernández no logró dar respuestas a la mayor parte de las demandas populares. Fue el segundo periodo presidencial sin avizorar un horizonte mejor, y el tercero sin crecimiento económico. Tal vez por eso haya reavivado un sentimiento latente desde 2001, que sirvió para cristalizar el fenómeno de Milei.
Sin embargo, está visto que eso no alcanza para que el sistema político se resigne a la que le pateen el tablero sobre el que se juega. Si no lo lograron antes otros más brillantes, a izquierda y derecha, era difícil pensar que fuera simple ahora. Dentro mismo de la historia del liberalismo argentino, que nunca hizo pie por sí mismo en democracia, el actual candidato a presidente no es ni por asomo el mejor cuadro. Que haya llegado hasta donde lo hizo marca que la política nacional pasó demasiado tiempo en un juego cerrado al resto de la sociedad.
Pasado el sobresalto, los resortes del sistema recuperaron sus bríos. Acorralaron al triunfante de agosto. Acaso les salga mejor aún, y con su suerte se selle la del anterior outsider, que sometió al radicalismo al rol de mayordomo.
Si el resultado del domingo 22 se confirmase el 19 de noviembre, sería un buen corolario. No sólo por lo que en ese caso habrá podido evitarse. También porque de ese modo comprobará, en el cumpleaños de la democracia recuperada, que el acuerdo básico que la parió sigue estando vigente.
Claro que también quedará una moraleja: las disputas políticas no pueden volverse abstractas respecto de las demandas y necesidades populares. Si no se toma de ello correcta nota, el próximo Milei puede ser el definitivo.
"Favorecido por la coyuntura, Massa apuesta a superar esa historia que –con alguna pausa intermedia- se reproduce desde 1945, cuando Juan D. Perón apareció para ampliar lo que Hipólito Yrigoyen había hecho entre 1916 y 1922: un proyecto nacional que extendiese la masa trabajadora con derechos"