The crown: la disputa entre el cambio y la tradición
Por Manuela Bares Peralta
Dos formas antagónicas de gestionar el poder eclosionan: Margaret Thatcher y la Reina Isabel II inauguran la cuarta temporada de The Crown en un enfrentamiento que tiene sede en el Palacio de Buckingham, pero que va a lograr traspasar a todos los países de la Commonwealth.
Una misma generación de mujeres serán las encargadas de dirigir el destino de Gran Bretaña durante la década del 80, época convulsionada por el desempleo, la crisis y la recesión. Downing Street empuja a la corona y al país a un punto de inflexión donde el cambio intentará desafiar a la tradición.
En esta cuarta temporada la decisión narrativa de su creador, Peter Morgan, se mantiene inalterable: lo único que importa es la reina. “Todos en este sistema son forasteros perdidos, solitarios e irrelevantes fuera de la única persona que importa. Ella es el oxígeno que todos respiramos, la esencia de nuestro deber”, le dice Felipe a Diana, en una de las últimas escenas de la temporada. Isabell II, interpretada por Olivia Collman, es la columna vertebral de esta historia al igual que lo fue Claire Foy en sus primeras dos temporadas. Todos los personajes y sus interpretaciones, desde Gillian Anderson, que construye a Margaret Thatcher desde las entrañas, hasta una Emma Corrin que evoca el espíritu de Lady Di en su adolescencia, conocen su lugar en este ecosistema; es la reina la que hace que ese ecosistema funcione, ella es la responsable de que la corona sobreviva.
La cuestión de Irlanda del Norte, la Guerra de Malvinas y el apartheid en Sudáfrica operan apenas como contextualizadores. The Crown no es una expiación de culpas o un registro biográfico; es una ficción y, tal vez, una reivindicación al reinado más largo que tuvo Gran Bretaña. Una reivindicación que intenta explicar el porqué de la monarquía como reservorio espiritual de una nación, aun en una época asediada por lo fugaz y efímero.
El poder que tanto Thatcher como Isabel detentan es puramente masculino; las instituciones y las formas, también. En este punto, la serie no le esquiva al tema: ambas son mujeres y tienen poder, pero aún están atadas a las tradiciones de un régimen patriarcal. Margaret Thatcher fue la primera mujer que llegó a convertirse en primera ministra y, mientras se enfrentaba a las huelgas por las medidas de flexibilización laboral que su partido impuso, se esforzaba por planchar las camisas de su esposo o cocinarle a su gabinete. Conciliar la esfera privada con la pública tiene un costo, pero el precio que hay que pagar es mucho más alto cuando sos mujer.
“Durante todo este tiempo, la gente se concentró en nuestras diferencias y pasó por alto todo lo que tenemos en común: nuestra generación, nuestro cristianismo, nuestra ética del trabajo y nuestro sentido del deber. Pero sobretodo nuestra devoción por este país que tanto amamos”, le dice Isabel a Margaret Thatcher en su última audiencia pública, cuando la primera ministra se ve obligada a renunciar a su cargo por las presiones dentro de su propio partido. La prensa se encargó, durante esos más de once años, de narrar las fricciones que había entre el Palacio de Buckingham y Downing Street; la serie elige el mismo camino narrativo y aprovecha esa oportunidad para dejar entrever algunos posicionamientos políticos que tuvo Isabel y que la alejaron de su gobierno. Pero, como se dijo antes, esta ficción también es una reivindicación a un momento de la historia en la que dos mujeres fueron las artífices del destino de un país.
El enfrentamiento entre cambio y tradición no termina en Thatcher. 25 años antes de que ella asumiera en el cargo, la Corona decidió hacer una de sus concesiones más importantes: ser más accesibles y bajar el puente levadizo que los separaba del pueblo británico. Un cambio que, posiblemente en su próxima temporada, tendrá a la Princesa de Gales como protagonista. El cambio llegó, es verdad; pero la tradición se las ingenió para sobrevivir.