Holland, Michigan: la artificialidad nuestra de cada día
Ciertos recodos del argumento de Holland, Michigan de Mimi Cave, evocan a Alfred Hitchcock y Patricia Highsmith, con la insalvable diferencia de que la inteligencia narrativa de ambos nos permite contemplar el infierno que bulle en sus personajes a través de sus simulacros cotidianos mientras que en la película de Cave los personajes y sus simulacros carecen del peso suficiente para sorprendernos o conmovernos.
Como Holland efectivamente existe y está en Michigan, si la googleamos, ateniéndonos a la propaganda turística, inferimos que la Holland real sirve de espejo para las exageraciones paródicas de la Holland fílmica. De aquí que el guion de Andrew Sodroski juega a ser un house organ invertido de un parque temático holandés con toques del siglo XVIII en el medio oeste norteamericano, al que le yuxtapone cierta nostalgia, dado que la acción transcurre en el año 2000, aquel ya vetusto inicio de una nueva era sin smartphones ni redes sociales. En un movimiento también atractivo, Sodroski implanta en este edén bañado de oro falso un thriller que esconde el planteo de una anécdota política.
Las cuitas comienzan cuando la profesora y ama de casa Nancy Vandergroot (Nicole Kidman), buscando un pendiente que sospecha que la empleada doméstica le ha robado, encuentra entre las ropas de su esposo Fred Vandergroot (Matthew Macfadyen) un boleto arrugado de Madison, Wisconsin. Olvidándose del pendiente –que luego, cuando ya no importe, aparecerá guardado por error en un sitio extravagante, como índice de la desorientación radical de Nancy–, la paranoia se desplaza a Fred y sus frecuentes viajes con destinos engañosos fuera de casa. Así Nancy y Dave Delgado (Gael García Bernal), su compañero de trabajo en la escuela, emprenden una investigación para comprobar las supuestas andanzas de Fred.
Decimos que la anécdota es política porque Fred, buen esposo, mejor padre, reconocido optometrista, fanático de las maquetas y asesino serial, es un producto genuino de Holland, e igualmente lo son el padre golpeador que llama "frijolero" a Dave, profesor del adolescente golpeado, la empleada doméstica que es bulímica y no ladrona y las vecinas de Nancy, meros adornos paisajísticos frente a las que Nancy se erige como una heroína sin salida. Del otro lado de la línea que demarca la pertenencia originaria o no a esta versión kitsch del american dream, resaltada por la intensidad del Kodachrome, están Nancy y Dave, forasteros cuasi okupas, tratando de sostener una apasionada relación clandestina por sobre la artificialidad ambiental de molinos de viento recién pintados y tulipanes que citan a Blue Velvet de Lynch.
No es llamativo que Nancy caiga en los brazos de Dave cuando da por hecho que está siendo engañada por Fred. Lo que es llamativo es que un guion atravesado por la cuestión de los caóticos entretejidos de las identidades y las simulaciones sólo le asigne al pasado de Nancy su brevísima confesión a Dave sobre el hecho de que Fred la sacó de la oscuridad y la llevó hacia la luz (de Holland, de la familia y de la estabilidad económica). Kidman hace lo que puede con Nancy, y lo hace bien. Por la impronta neurótica de su actuación, sería lógico pensar que Alice Harford, el personaje que encarnaba en Eyes Wide Shut, se hastió de Tom Cruise y las orgías rituales y fue encontrada en un bar del Soho medio borracha por el bueno de Fred. Nancy es un artificio que el guion no explora y por eso sus idas y venidas van perdiendo sustancia con el paso de los minutos. Podría aplicarse lo mismo a Delgado, el latino de turno, contenido en una intersección gris de drama y comedia negra. En cuanto al flemático Fred, que no recolecta restos ni prendas de sus víctimas pero construye meticulosas copias a escala de sus casas para la gran maqueta que sirve de esfera de encuentro con su hijo Harry (Jude Hill), su duplicidad sin matices no inquieta ni en sus trances más escabrosos.
Es cierto que son momentos rescatables las pesadillas de Nancy y los recorridos del tren en la maqueta de Fred, debidos a la dirección fotográfica de Pawel Pogorzelski, que también se luce con el plano picado, aumentado con trucos de tilt-shift, de Nancy y Harry miniaturizados corriendo hacia la puerta de su casa. Estas destrezas no cambian el hecho de que Cave pretendió confeccionar un thriller resaltando lo artificial como instancia constitutiva de la vida social y apenas consiguió borronear un cuento en el vacío.