Dossier Fractura: Diez formas de contemplar a Diana Bellessi

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Dossier Fractura: Diez formas de contemplar a Diana Bellessi

28 Marzo 2020

Por Leandro Llull

Fin de una visita en Zavalla. La tarde cae decolorándose. Gritos de pájaros, la gente se asoma a las calles después de un día de calor. Diana nos acompaña a tomar el ómnibus y va apuntándonos, inventariando cada cosa. Primero las vías, el paso a nivel, los camiones, la ruta, el más allá plagado de árboles. Algunos perros nos escoltan. Enfrente está la plaza y la garita. Una plaga de invisibles mariposas blancas aletea en la última luz. Nos quedamos detenidos unos segundos mientras seguimos en el cielo el trazo negro de un tero, que se disuelve al chocar con un disco naranja y rosa, hervido en rojos hasta darle forma a la luna. Me invade la sensación de que ella ha creado todo eso, de que sus poemas preceden al pueblo atardecido, y sin embargo, cuando la miro, cuando estamos por cruzar la cinta de asfalto, contempla la escena como si la desconociera, como si la estuviese sintiendo por primera vez. Al volver a casa, releo:

 

            Ajeno al milagro

 

            De un rojo bermejo la luna llena sale

            por los cielos del este como un huevo

            de avestruz que acabara de romperse

            y derrapa lentamente dando

            al ojo un sagrado pasmo

 

            de emoción intensa en las afueras

            del pueblo mientras las aves dicen

            sí o dicen no a la belleza final

            de la gloria y un perro orina feliz

            en la banquina ajeno al milagro

 

            que ya se va como abril se va

            por el rosado pudor al rojo punzó

            de un corazón maduro que sí, sabe

 

II

 

Era un viernes a la tarde, mayo creo. Yo estaba cansado tras una larga semana de trabajo. Diana leería unos poemas en las jornadas de presentación de Paraná Ra’anga, un crucero interdisciplinario que siguió al huella de viaje de Ulrico Schmidl desde Rosario hasta Asunción. Túnel 4 del CCPE. Las conferencias anteriores habían sido interesantes, aunque mi sueño me sumía en una escucha de autómata. Recuerdo la buena intervención de Sergio Chejfec. Sin embargo, a lo largo de todas las ponencias y muestras, el río estaba muy intelectualizado, diseccionado, sometido a una taxonomía en seco. A elle le tocó cerrar. Bajaron otra vez las luces y comenzó con un poema de Variaciones de la luz (La red o Fibonacci). Al oír el primer verso, me incorporé. Toda el agua, todo el verde, toda la dulzura marrón atigrada de su turbiedad subían hasta mi boca y una brisa, tan suave y tan queda como para ser absorbida por una sola hoja, se esparció en la sala. Cuántas frases antes, cuántas ideas no habían bastado y apenas un par de versos traían la corriente entera como una cachetada hacia el público y hacían del Paraná un evento en los cuerpos, aún cuando el poema no pronunciara su nombre. Quizá sin quererlo, o queriéndolo sin saberlo, ella nos recordó, a quienes estábamos ahí e incluso a ella misma, que no es de palabras que esta hecha una voz.

 

III

 

En 2011 obtuve una beca del FNA. Diana sería mi directora de obra. Antes de eso, había hablado con ella dos o tres veces, sin pasar de una pequeña charla de cortesía. De ese trabajo recuerdo muchas cosas, pero especialmente el día en que elegimos los textos. Ella pasaba las hojas y las separaba en dos montañitas para armar su selección (después yo debía hacer la mía). Así leía en voz alta y opinaba, pero hubo un momento en el que me mostró un texto y permaneció callada mientras yo lo leía. Cuanto terminé, lo apiló en el montoncito de los descartados y siguió en lo suyo. Fue su manera de transmitirme que solo hay poema si se rompe el silencio, ese muro en el que se estrellan casi todos nuestros sonidos como insectos.

 

IV

 

No hay entrevista en la que no le pidan que hable de sus viajes. Respira hondo, busca en su interior. La respuesta nunca es la misma. A veces deja caer los párpados y cuando los abre es porque tocó con los ojos cierta agua que los renueva. Una vez le pedí que me hablara de su experiencia con el ayahuasca. “Hay que hacer una preparación de tres días, comer liviano, ponerse a disposición”, nos decía a Aye y a mí mientras braceaba de punta a punta en su pileta de Zavalla. Ahora se me cruza esa imagen con todas sus respuestas. Y sí, cuando alza la mano y se la lleva al pecho apoyando dos o tres dedos en el esternón antes de contestar, está viajando. Es la vivaz comprobación de que el viaje está adentro y comienza después de regresados, cada vez que volvemos a hundirnos en las aguas de la búsqueda. La irradiación persiste, cambia, y como el ayahuasca, es la soga de los espíritus que nos permite hablar con los que fuimos, para ser distintos. Así bracea, bracea en el agua de Zavalla y después responde: “hay que tener un guía, porque puede no ser fácil pegar la vuelta”.

 

V

 

Estábamos reunidos con el grueso volumen de las poetas norteamericanas que ella tradujo. Era un cuaderno anillado, impreso en letra diez. Esto fue antes de la reedición de Contéstame, baila mi danza. 2016, supongamos. Sonia, Ale, Marcelo, Aye y yo, sentados en ronda. Sonia leyó en voz alta “Spring” de Mary Oliver. Verso a verso el sonido iba ensanchándose hasta que ante nosotros hubo un pavo real inglés sobre la mesa, emplumado a la criolla, generando la misma sensación que se tiene al leer su Estrelitzia Reginae. Cuando el poema terminó, no dijimos ni hicimos nada. Dejamos que el sol de la tarde cayera tibio y transparente en el patio con sus plantas entreverdes por el invierno. Diana estuvo ahí, en nuestro silencio. Todita entera con su voz. Siendo lo que es.

 

VI

 

Lectura final del festival gritos desgarrados rapaces en Oui. Se apagan casi todas las luces. Diana sube a la pequeña tarima que sirve de escenario acompañada por Sonia, que va a sostenerle los poemas y a iluminarle mientras los lea. Ella se pone los lentes y empieza con El jardín. Al cuarto verso (“como hablar con el reflejo del espejo”), Sonia se olvida de que está en escena, comienza a ceder al ritmo y se balancea, baila dulcemente con la cabeza, con el tronco y con los hombros. Es un vaivén suave, que se entrelaza con la voz de Diana. Desde donde las veo parecen María e Isabel reunidas bajo un aura, una línea renacentista. En ese momento, recuerdo el poema de Sonia El príncipe, y unos versos que dicen “si pudiera bailar / para él / como una concubina / y cantar con una boca / roja y tierna / las bodas floridas / de septiembre” y otros, más adelante, “con qué felicidad lo haría / aunque debiera / volverme yo misma / un engaño de la fiebre / una sombra danzante / en la tarde de otoño”. Así que ahí están ellas, cumpliendo el destino de unas imágenes en una de las más bellas muestras del afecto entre poetas. Coreografía que se reproduce poema a poema en la lectura de esa noche y que, como si se hubiese soñado a sí misma, termina con Fuerte como la muerte es el amor, en versos finales que estallan gritando “te corono por tu belleza siempre viva como si fueras / la virgen del parto en los tempranos cuatrocentos, / Negra mía, Belkis, Nictoris, Makeda, reina de Saba, / de Etiopía y de Zavalla, que solo vivirá por vos”.

 

VII

 

Cuando alguien le pregunta si está escribiendo, ella dice “sí, unos versitos”. A cada quien su resonar respecto a la frase, pero lo cierto es que en esa afirmación hay una elección. El verso por sobre todo. Y el diminutivo establece no solo el afecto por el oficio y la cercanía, la proximidad vital, sino también un modo de acercamiento humilde, sumiso ante la musicalidad que supera al yo, a las ideas. Como Baruch ante sus lentes, se detiene ante el brillo que la convoca y pule en sus cuadernos de línea corrida las palabras, las sílabas hasta encontrar el cristal sonoro que nos regala poema a poema. Porque cada verso, cada estrofa y canción es un ojo a través de la cual contemplar ese mundo profundizándolo, ahondándolo a través de su bisel oscuro. Y sí, ante todos los poemas de Diana uno no siente la mediación, cree estar frente a los seres y las cosas, ante su irradiación directa, olvida para siempre el artefacto. Una poética invisible, borrada en el tornado de la música. Musa del bisel, túnel de la voz.

 

VIII

 

Después de la cena del FIPR, vamos en grupo por la peatonal San Martín. Es el año 2012. Buscamos un bar donde Diana pueda deshilar uno tras otro sus Virginia Slims. Todo el trayecto la molesto pronunciándole mal el nombre de Agnès Varda. Se enoja una y otra vez como una niña o una cachorra, igual que cuando alguien junta las dos l de su apellido y pronuncia Beyessi. La manada se disgrega de a poco y cuando nos sentamos en Pasaporte solo quedamos Sonia, ella, Olvido, Nico y yo. La noche es fresca, carnosa en los árboles. Sube por la calle empedrada el río invisible. La conversación va de la poesía a la política en un ida y vuelta. A causa del condicionamiento mediático, Olvido manifestó una pésima impresión sobre Cristina. Hacía mucho hincapié en una foto de ella difundida luego del funeral de Néstor. Según su opinión, había en esa imagen frialdad y toma del poder ante el féretro. Entre los demás intentamos desactivar eso, creería que con éxito. Entonces, mientras escuchaba y fumaba, Diana hizo un gesto, fue algo tan simple como girar la cabeza y quedarse contemplando el vacío de la bajada de Maipú. Después aportó algo, de lo que no retuve las palabras pero sí la cadencia final, y me di cuenta de que en su voz suena esa pequeña cuota de devoción por la existencia y lo existente que la lengua francesa suelta en la última sílaba de cada frase, una especie de capilla de resonancia. Y tuve la momentánea pero certera sensación de que Sin techo ni ley y Los espigadores y las espigadoras eran como Sur o Mate Cocido, epifanías recogidas en el otro para ser puestas a disposición de todos. Es difícil de replicar porque se trató de una cosa que solo podía ser sentida, pero su voz y la de Agnès, amén de su parecido, coincidían en ese punto. Las playas de Agnès, con su directora sentada en el viento arenoso, y Variaciones de la luz o Tener lo que se tiene, con una Diana en la veranda percibiendo el crecimiento de lo verde efervescente a su alrededor, se superponían como si la biografía para el yo lírico fuese algo tan ajeno que recién se vuelve propio cuando es puesto en un sitio de la lengua o de la imagen donde cualquiera puede encontrarse. Y bajo las luces amarillas de esa esquina, ahí sentada, medio apretujada por la brisa de un raro y cálido agosto, me pareció que estaba casi como en la voz de ese poema de Crucero ecuatorial, con las rodillas al pecho en el acoplado de un camión por el desierto. Voz que podría haber sido cualquiera de nosotros, a partir de ella:

 

Vuela un cormorán
y son heladas las aguas.
¿Fue antes o después
que cruzamos el desierto
de Atacama? Blancos de cal
en el acoplado de un camión

carguero,

perecíamos fantasmas, figuras

salidas de la siesta, del sueño.

Dimos un recital en La Serena

para una audiencia de viejitos.

Corría el año 1970

y los jóvenes se preparaban

para el amor y la guerra.

Eran heladas las aguas

y un pájaro planeaba

sobre nuestras cabezas.

Nos creyeron marido y mujer.

Lastima
no haberlo sido.

 

IX

 

Repasaríamos el trabajo final para la beca en la isla. Yo nunca había estado ahí. Tomé un micro a Retiro, de ahí un tren a Tigre, después una lancha. Trayecto de siete horas, aproximadamente. Cuando empezamos navegar, y el río lentamente fue alzándose de su lisura hacia copas y casas clavadas sobre sus troncos, el otoño entró en la fase más bella que le haya visto. Altísimas antorchas doradas y naranjas se balanceaban en el mediodía fresco como coronas de especies injertadas entre los juncos. El agua parecía dormir bajo la luz. Tibia y achocolatada nos conducía entre los pulmones, los alvéolos del Paraná, como dentro de un monstruo hecho de verdes y marrones, escurridizos azules y ocres. Al llegar a mi parada, caminé por sobre otra forma de vida. Crucé las pasarelas, los puentes creyendo estar en Waterworld. Doblé en el arroyo indicado, pero como no había nadie en ninguna de las puertas de las casas ni en los patios delanteros, fui para adentro esquivando troncos caídos y maleza asfixiante. Algo me pedía que siguiera, que fuese hacia el corazón verde, como si verdaderamente hubiera un centro para toda esa masa respirante. Pero recordé que ella me esperaría para almorzar y llamé a su fijo desde mi móvil. Me atendió y la voz se oía desgranada, dentro de una catarata. Me había pasado unos doscientos metros y al regresar la vi. Alzaba la mano como si fuera una bandera. Comimos en la veranda con Talita Kumi a los pies. Luego nos dedicamos a revisar el texto. Observó tres o cuatro cosas con un lápiz y sugirió una pequeñísima variación de orden. Entonces dio su ok. Después aprovechamos para andar, dejar que ese mes radiante entrara en los ojos, en el pecho. Ella se ponía a hablar con cada biguá que cruzaba. Y también con las gallinetas. Pero las horas fueron ganándole al sol y tenía que irme, la última lancha era a las seis. Una franja de celeste débil empezaba a celar los bultos azules de los árboles en las orillas. Recogí mis cosas y fuimos para el muelle. Ahí, la caída de la luz era más lenta, la bola del sol flotaba sobre el agua y parecían rechazarse. En uno de esos idas y vueltas, dijo: “Yo no sé si volveré a escribir otro libro. Ni siquiera otro poema. Nadie lo sabe. Hace poco mi amiga Úrsula me confesó que se le habían acabado las historias. Yo no sé...” entonces cortó la frase para hablarle y chiflarle a un biguá. El hilo de su voz no alcanzó a envolver al pato, que salió volando a ras del oleaje, pero quedó tendido en la tarde como la estela evanescente del despegue sobre el agua. Pliegues y burbujas, palabras. Para mí, ese impulso ardiente de llegar al mundo (aunque el mundo no se diera por enterado) solo podía ser escritura del futuro. La lancha se asomó detrás de unos sauces. Venía a toda marcha y no paró en nuestro muelle. Alguien desde adentro nos señaló hacia adelante. Tuve que correr al cien por cien, con Diana arengándome. Puentes, pasarelas, escaleras. Eran unos ciento cincuenta metros y la lancha iba muy rápido. Pero la alcancé con lo justo y en la distancia vi la sombra blanca de Diana alzar otra vez su mano, esta vez en pañuelo de despedida. Ya entrada la oscuridad y en el ascenso de la frescura, supe que todas aquellas imágenes y momentos tan breves, ese manojo de horas, iba a grabarse en mí para siempre. Ella me había hecho trasladar a esa zona de crudeza, donde la vida actúa la cultura con barbarie, para terminar un libro, como si ese principio ya tan suyo de “la lírica es la intemperie del yo” fuese algo nacido de alguna de esas matas caprichosas a la orilla de los cursos turbulentos y no una segregación química de la mente humana. Vi entonces otra vez su sombra blanca, sus ojos de Minerva adiamantada, y sonreí sobre la holgura de la corriente.

 

X

 

Desde hace varios años, existe una peregrinación. De todas partes llega gente a Zavalla para el 11 de febrero y el pueblo se convierte modestamente en una Yásnaia Poliana. La cumpleañera, como un imán lezamiano, convoca y recibe, pero sin centrarse, sin dejar que nadie rote a su alrededor, salvo para el cantito y soplar las velas. El evento es el encuentro, la reunión, y no la visita. Como si el festejo fuera parte de su obra, ella mira la ronda de la mesa y sonríe. Lo hace en completo silencio y disimulo. Sabe que eso, como la obra, la sobrepasa, está más allá de ella y que así es bueno. El tintín de platos y de vasos, y el murmullo de charlas entusiastas, alguna que otra canción entonada por quien la sabe, muchas fotos. Mientras tanto, cada vez que le urge un Virginia Slims, le pide a alguien que la acompañe afuera y le asalta con preguntas. Son palabras bajo las estrellas claras de un mundo sin edificios ni grandes luces; diálogos que se atesoran por su tono. “¿Qué es lo que nos dijimos?” Quizás nadie lo recuerde, pero tendrá consigo esa brisa nocturna, esa luz de ceniza grabada para siempre en la música de la conversación. Más tarde, el brindis coronará ese espacio nacido de la flor de una obra, de un ramo de poemas.