Dossier Fractura: “La larga noche de Francisco Sanctis”, el derrotero de un hombre enfrentado a su destino
Por Lilian Garrido
la estética / ética est
Roberto Santoro
Primero, un par de datos para el lector desprevenido. Esta novela, La larga noche de Francisco Sanctis, editada por Bruguera en 1984 y reeditada por Tren en Movimiento en 2017, fue llevada al cine en 2016, una excelente película dirigida por Andrea Testa y Francisco Márquez.
Humberto Costantini la escribió durante su exilio, en México. Un exilio que se extendió desde junio de 1976 hasta enero de 1984 y que él contabilizó con precisión matemática: “7 años, 7 meses y 7 días”. Fue un tiempo extenso de producción prolífera. Encuadrada dentro del tópico de la dictadura militar, cuando apareció en las librerías, en 1984, fue una novela muy leída y comentada. Estábamos en los umbrales de la democracia y el conflicto de este señor Sanctis ponía sobre el tapete nuestra historia reciente, con miedos, dudas y actitudes incluidas. A cualquiera de nosotros se le podría haber presentado, en plena dictadura, una disyuntiva, y, como Sanctis, hubiera tenido que optar.
Francisco Sanctis, de 41 años, es empleado administrativo en la empresa Luchini & Monsreal. Está felizmente casado, tiene tres hijos, un departamento propio y un empleo. Encontró, digamos, su “zona de confort”. Sabe lo que está ocurriendo en la Argentina, pero no se involucra. Vive tranquilo, en paz consigo mismo, hasta que la tarde del viernes 14 de noviembre de 1977 recibe en la oficina el imprevisto llamado de Elena Vaccaro, una ex compañera de la facultad a quien no veía desde hacía diecisiete años. Siendo estudiantes, habían compartido el sueño juvenil de cambiar el mundo, plasmado en una revista literaria de duración efímera, en la que Sanctis había publicado un poema. La excusa del llamado era la autorización para publicarlo en un medio venezolano, pero el motivo real, que la mujer le confesará personalmente, era otro. Elena pasó a buscar a Sanctis con su auto y, mientras daban vueltas por Belgrano y Colegiales, le pidió que memorizara dos nombres y dos direcciones. Casada con un oficial de la Aeronáutica, tenía información de que esa noche los Servicios de la Aeronáutica irían a buscar a esas dos personas a sus respectivos domicilios. Si se les advertía, podrían salvarse. Al recordar a Sanctis como un fervoroso militante, creyó que seguía conectado con ese universo. Se equivocó, pero ya no había vuelta atrás. Elena eligió a Sanctis como depositario de un problema que dejó definitivamente en sus manos.
La inesperada aparición de Elena Vaccaro, un hecho azaroso (el azar, el destino, tan presentes en muchas obras de Costantini), pone de manifiesto el gran tema de esta novela: individualismo vs. solidaridad, y ése será el conflicto, el núcleo, la “cuestión” –como suele señalar Jorge Boccanera- a resolver. Sanctis tiene que elegir entre desentenderse del asunto (opción individual) o jugarse e intentar salvar dos vidas (opción solidaria). La opción se convierte, así, en una elección ética. Como apunta Luis Bruschtein en el prólogo de la edición de “Tren en Movimiento”: “Como Oesterheld y Walsh, Costantini tampoco creía en el héroe individual. Sus personajes (…) se revelan a sí mismos ante una situación límite (…). La ética, el compromiso o la solidaridad no surgen de un discurso heroico sino del dilema ¿lo hago o no lo hago? La respuesta no es quiero hacerlo para convertirme en un héroe, por la revolución o la patria, sino lo hago porque no me soportaría si no lo hago.”
Tan apasionante es la historia de Sanctis, que la novela se lee de un tirón. La historia puede tocarnos de cerca o no, pero el modo como está contada nos involucra, nos hace partícipes. Costantini –y aquí está la maestría del escritor-, con el ritmo sostenido de su prosa, una prosa ágil y muy cuidada, consigue que la novela no decaiga, que mantenga un ritmo agitado. Su estilo es llano y el vocabulario sencillo, plagado de expresiones cotidianas y populares, consiguiendo, así, una proximidad con el lector. Es como si el narrador nos tomara del hombro y, mientras nos pasea por la ciudad, nos dijera “vení, acompañame, te voy a contar qué le pasó a Francisco Sanctis la noche del 14 de noviembre de 1977”. Hernán Ronsino, en su prólogo para la edición de “Tren en Movimiento” lo dice claramente: “La escritura de Costantini logra, siempre, ese efecto. Que lo leído se incorpore como experiencia vivida”
Como lectores, podemos abordar de diferentes maneras esta obra. Podemos leerla como una novela psicológica, ya que es “la historia de un conflicto íntimo” cuya resolución le va a llevar a Sanctis diez horas “de bravísima pulseada consigo mismo”. La novela se construye como un gran monólogo interior que el narrador va guiando, mientras bucea en los sentimientos y pensamientos del protagonista. El narrador, insistimos, es compinche con el lector, lo conduce como Virgilio condujo a Dante en el Infierno. En la cabeza de cada capítulo, al modo de las novelas del siglo XVII y XVIII, aparece un resumen de aquello que se va a tratar. El del capítulo III, por ejemplo, dice así: "Donde, mientras cierto paquete de conservas cambia de manos una docena de veces, y en vista de que la puntualidad no parece ser la gran virtud de Elena Vaccaro, se trata de pasar de alguna manera estos tediosos momentos contando algo más acerca de Francisco Sanctis". Estas intrusiones del narrador tienen mucho humor y hasta ironía. Resignifican elementos que aparecen en el capítulo. Crean suspenso. A veces son taxativas: “Donde aparece el asesino” (XII). Punto.
Podemos leerla, también, como una novela de viaje. Un viaje interior, una especie de autoanálisis, de examen de conciencia, por un lado, y un derrotero a través de la ciudad, por otro. Hay precisión en los nombres de calles, bares, líneas de colectivo. Y hay también precisiones temporales: 14 de noviembre de 1977, las cinco, las nueve menos veinticinco, las once, etc. La historia está enmarcada en un tiempo y espacio precisos, lo cual le da verosimilitud al relato. Y, asociado con el viaje, podemos leerla como una novela de iniciación. El periplo del “héroe” (“héroe” entre comillas, porque Sanctis no es un héroe ni un iluminado), con el consabido descenso a los infiernos, magistralmente representado en esa zona de Villa Soldati: el Riachuelo como laguna Estigia, Caronte (barquero que conduce las almas de los muertos hacia el Hades), es el ciruja que maneja el carro. Cerbero, el perro de tres cabezas que custodia la entrada del Hades, es el perrazo negro que gruñe mostrando los dientes. Además, el olor nauseabundo del Riachuelo, la noche, la niebla y el paredón de la Fábrica Militar de Aceros.
Y la Argentina de aquellos años fue, realmente, una estadía en el infierno. El último capítulo no lleva ningún título. Ese narrador tan gracioso y dicharachero desaparece (y nunca mejor dicho). El capítulo XVII es simplemente una lista, por orden alfabético, de desaparecidos cuyo apellido empieza por la letra S, donde está “Sanctis, Francisco Nicodemo”, secuestrado en Buenos Aires el 15/11/1977. La lista se cierra, no es casualidad, con el poeta “Santoro, Roberto Jorge”, secuestrado en Buenos Aires el 1° de junio de 1977.
La novela termina con el nombre de Roberto Santoro, desaparecido desde aquel 1° de junio. Gran amigo de Humberto Costantini, compañero de aventuras literarias, editor de Más cuestiones con la vida (1974), compañero de militancia en el PRT, compañero en las batallas para ganar el gremio de escritores... La elección de este nombre no es un homenaje. Es poner al lector de cara a la realidad, interpelarlo, recordarle –sobre todo al lector desprevenido-, que hubo hombres y mujeres que, como Francisco Sanctis, se enfrentaron a su destino e hicieron lo éticamente correcto.