La poesía de Louise Glück, un alma interrogándose a sí misma
Hace unos días, nos enteramos de la partida de la ganadora del premio Nobel de Literatura correspondiente al año pandémico. Muchos, entre los que me incluyo, tuvimos en dicho momento el primer registro de ese nombre y apellido, lo que disparó el pensamiento reflejo de “se lo dieron a una desconocida”. Pero pronto los muros virtuales de los y las poetas se llenaron de alegría y poemas de la escritora galardonada y nos preguntábamos si ese desconocimiento no se daba porque era poeta y, sobre todo, mujer.
En el 2020 (época de la que extraemos este texto), sin la intención de responder esa pregunta, se realizó este espiar por el ojo de la cerradura de la deconstrucción literaria, o en todo caso, pequeños pasos por ese camino invitando a otras poetas que sí la leyeron a que nos cuenten por qué es importante adentrarse en el mundo de Glück, o cuál fue la clave que atrajo sus miradas hacia la lectura de los poemas de la norteamericana y que hoy rescatamos para rendirle homenaje.
Alicia Salinas, escritora, periodista, comunicadora social y docente que ha publicado cuatro libros de poesía: La sumergida, 2003 (segunda edición virtual en 2016), Gallina Ciega (2009), Tierra (2017) y Teoría de la niebla (2019), nos dice: “Sentí genuina alegría al enterarme de que Louise Glück había ganado el premio Nobel de Literatura, como si existiera una continuidad con cierta vibración vivenciada hace unos cuantos años, cuando me topé con una serie de poemas suyos del libro The Wild Iris. Entonces me convocó su trabajo con la palabra. Esa afinidad que produce la poesía, si bien es una experiencia singular y de alguna manera intransferible, inclina el fiel de la balanza hacia determinadx autor o autora. Aquí la inclinación obedece al registro que Glück hace de una hondura, el cual va labrando con sencillez y despojamiento –este don de los creadores de hacer mucho con poco siempre me resulta valioso y admirable. Acepté el convite cursado con delicadeza para pasar a una habitación donde enseguida me encontré cómoda, aunque al dar el siguiente paso pudiera caer por un abismo. Será algo del tono o de los motivos de sus poemas, por lo que resuenan familiares y, sobre todo, verdaderos. Charlan sin emperifollarse, se resisten a la estridencia y al final hincan el diente. Claro, la pequeña voz del mundo se ha alzado”.
“Mi interés por Louise Glück es muy antiguo”, nos comenta Lidia Rocha, diplomada en Ciencias del Lenguaje, poeta, narradora, ensayista, productora del programa de radio Moebius, con varios libros de poesía publicados. El último, Soltar la Casa, presentado en estos días. “Cuando me llegó un ejemplar de El iris salvaje (1992), yo ya la rastreaba en Internet buscando sus poemas bilingües, especialmente los que han sido traducidos por autoras locales, como María Negroni o Mirta Rosenberg. El iris salvaje está más allá de la vida, un alma interrogándose a sí misma, a Dios, a la naturaleza. Contado como argumento cualquier poema parece poca cosa, algo que cualquiera podría hacer, la gracia reside en el cómo. Aunque muy reconocida en su país, antes del premio Nobel, Glück no era famosa en el resto del mundo, ni siquiera en el anglosajón, pero había conseguido en Argentina un grupo no tan pequeño de admiradores, que nos hemos sentido acompañados por ella, porque nos habla, habla para nosotros, es nuestra. Por la belleza de su escritura, por su profundidad, por su pensamiento enlazado al mundo concreto e inmediato, por su humor también, y por el equilibrio entre sentimiento, por lo certero (en el sentido en que una flecha de en el blanco) de sus palabras. El poema que elegí muestra la condición humana o, mejor dicho, el descaro de la vida, cómo nos arroja a un hambre insaciable y cómo luego nos expulsará".
Para Alejandra Méndez Bujonok, escritora y productora cultural que tiene publicado los libros de poemas Tarde Abedul (2013), Charlas con Chuchúa 2018) y Trece maneras de enfocar otro pájaro (2019), “leer a Louise Glück es adentrarse en el despojo de un lenguaje alimentado de lo más íntimo de lo íntimo, lo familiar. Pero no desde un modo confesional de experiencias grandilocuentes sino desde el repliegue al origen como intento del poner en palabras. Y es encontrar un rasgo identificatorio del modo más directo, más descarnado. Conmueve el trabajo en la crudeza de esa zona sensible del pensamiento. En un tono grave pero minimalista, la poeta va tocando una y otra vez sus vínculos primarios lastimados, aquellos que van a hacernos sentir la oscuridad en lo hondo de las emociones, los miedos infantiles, los odios, los traumas, las mentiras, y las faltas, las pérdidas que son en el sentido de Bataille, la condición para la creación. A veces se escucha su soledad a lo Dickinson, como una forma de libertad. Por eso, todo ese sufrimiento, toda esa incertidumbre tienen una luz, la palabra, y pareciera que con la palabra, busca curarse del desamor. Dice en El iris salvaje: `Al final de mi sufrimiento/ había una puerta´. Devela así, ese acontecer de la poesía que no enseña nada, ni le interesa mostrar nada, que sólo es en acto, en el hacer la trama”.
“La memoria es la materia delicada con la que la poeta hilvana la intimidad de un mundo: uno en el que siempre habrá una isla, un jardín, una casa, una tierra, una vida, una conciencia de estar en el mundo, atenta a sus ritmos y a sus desolaciones”, afirma Julieta Lopérgolo, licenciada en Letras y psicoanalista que tiene publicado los poemarios Para que exista esa isla (2018) y Más lento que la noche (2019). “A través de la contemplación de la naturaleza, de las relaciones que se entraman en `la máquina de la familia´ más allá de la anécdota, los avatares del amor en trance de romperse, el tiempo avanza en una sola dirección pero aun así retorna como recuerdo y sueño, y apunta hacia la infancia, ese `largo deseo de estar en otra parte´. El pasado es lo único que regresa al modo de `un mundo en proceso / de cambio, de construcción o desaparición´. Nunca se está en el pasado. Sin embargo allí se vivía. Imposible constatar lo que uno atesora mientras vive. La poesía de Glück está llena de voces. La propia voz apela a la de otros, para ensayar en ese llamado un modo de conversación, alguna cercanía con los seres y las cosas del mundo a los que confía que su propio lenguaje puede interpelar. El sustento está en todo lo que la rodea. Allí se encuentra, aunque solo sea por instantes, `la inmunidad al tiempo, al cambio´. Los poemas deberían imitar la vida, dice Glück, como los gestos de alguien decidido a crear belleza, austera y decidida, en `la gran oscuridad´ y a conservarla como si se tratara del cuidado de un jardín, un deseo de inmortalidad, compuesto por palabras simples. En la poesía de Glück pensar es algo que sucede, y es quizá el único espacio donde no es necesario temer”.
Para completar este lúcido panorama que nos proporcionan estas cuatro voces, les pedimos que eligieran y nos participaran un poema de Louise Glück. Se los compartimos haciendo coincidir la elección con el orden de aparición de sus reflexiones en esta nota.
El Umbral
Yo quería quedarme como estaba
quieta, a diferencia del mundo,
no en el medio del verano sino en la fase previa
al brote de la primera flor, el momento
en que nada es pasado aún-
no en medio del verano, intoxicante,
sino a fines de la primavera, cuando el césped no es alto todavía
al borde del jardín, cuando los tulipanes precoces
empiezan a brotar-
como un niño que ronda el umbral, observando a los demás,
los que entran primero,
tensa fusión de brazos, atento a los
fracasos ajenos, las vacilaciones ajenas
con la brutal confianza infantil de un inminente poder
preparándose para vencer
esas flaquezas, para sucumbir
a la nada, el tiempo directamente
previo a la floración, la época de la maestría
antes de la aparición del don,
antes de la posesión.
(Traducción: María Negroni)
El mundo sensual
Te hablo a través de un río monstruoso o un abismo
para advertirte, para prepararte.
La tierra te seducirá, lenta, imperceptible,
sutilmente, por no decir con tu consentimiento.
Yo no estaba preparada: de pie en la cocina de mi abuela,
sosteniendo mi vaso. Ciruelas en compota, damascos en
compota...
el jugo vertido en el vaso de hielo.
Y el agua agregada con paciencia, un poco cada vez,
los diversos primos opinando, probando
con cada agregado...
aroma a fruta de verano, concentrada intensidad:
el líquido coloreado que se volvía más claro
gradualmente, más radiante,
atravesado por más luz.
Placer, después solaz. Mi abuela esperando
por si alguien quería más. Solaz, después
ensimismamiento profundo.
Nada amé más: la profunda intimidad de la vida sensual,
el yo fundiéndose en ella o inseparable de ella,
como en suspensión, flotando, todas sus necesidades
a la vista, despierto, plenamente vivo...
Ensimismamiento profundo, y con él
una misteriosa seguridad. A lo lejos, la fruta reluce en sus
cuencos de vidrio.
Fuera de la cocina se pone el sol.
No estaba preparada: puesta del sol, fin del verano.
Manifestaciones
del tiempo como un continuo, como algo que lleva a su fin,
no una suspensión; los sentidos no me protegerían.
Te advierto lo que nadie me advirtió:
nunca bastará, nunca estarás saciado.
Serás herido, quedarás marcado, y querrás más.
Tu cuerpo se hará viejo, tu necesidad persistirá.
Querrás la tierra, después más de la tierra.
Sublime, indiferente, ahí presente, no responderá.
Te circunda, no te atenderá.
Es decir: te alimentará, te cautivará,
no te mantendrá vivo.
(Traducción de Mirta Rosenberg)
Círculo quemado
Mi madre quiere saber
por qué, si tanto odio
la familia,
fundé una y la saqué adelante. No le contesto.
Lo que odiaba
era ser una niña,
no poder elegir
a quién amar.
No amo a mi hijo del modo en que pensé que le amaría.
Pensé que yo sería
el amante de orquídeas que descubre
trillium rojo creciendo
a la sombra de un pino
y no lo toca, no necesita
poseerlo. Pero soy
el científico
que se acerca a esa flor
con una lupa
y no la deja,
aunque el sol dibuje un círculo
quemado en torno
de la flor. De esta forma
más o menos,
me quería mi madre.
Debo aprender
a perdonarla,
puesto que soy incapaz
de perdonar la vida de mi hijo.
(Traducción de Abraham Gragera)
Gracia
Nos enseñaron, en esos años,
a no hablar nunca de buena suerte.
A no hablar, a no sentir:
era un paso ínfimo para una niña
con un poco de imaginación.
Y sin embargo se hacía una excepción
con el lenguaje de la fe;
nos entrenaban en los rudimentos de esa lengua
como una precaución.
No hablar con arrogancia en el mundo
sino hablar como homenaje, abyectamente, en privado…
¿Y si una no tenía fe?
Si una creía, ya en la infancia, solamente en el azar…
¡qué palabras tan potentes usaban los maestros!
Desgracia, castigo: muchos
preferíamos quedarnos mudos, aun en presencia de lo divino.
Nuestras voces eran esas que se alzaban en lamentos:
contra las crueles vicisitudes.
Nuestras eran las sombrías bibliotecas, los tratados
sobre la aflicción. En la oscuridad, nos reconocíamos
mutuamente;
veíamos, en la mirada de otros,
la experiencia nunca expresada en palabras.
Lo milagroso, lo sublime, lo inmerecido:
el simple alivio de despertarse una vez más a la mañana…
sólo ahora, a las puertas de la vejez,
nos atrevemos a hablar de esas cosas, o a confesar,
con entusiasmo,
incluso nuestras más pequeñas alegrías. En cualquier caso,
pronto desaparecerán: nuestras vidas son aquellas
en las que este saber llega de regalo.
(Traducción: Mirta Rosenberg)