“Fragmentos de un derrumbe”: poemas que nos obligan a reconocernos colectivamente en las más íntimas miserias
“El libro Fragmentos de un derrumbe de Gimena González podría ser interpretado como una serie de monólogos íntimos donde una mujer se sumerge en su propia oscuridad”, asegura Natalia Litvinova en la pequeña introducción que abre esta verdadera delicadeza artesanal que nos regala la editorial Volcán de Agua, en su colección Bicho Taladro.
Claramente estos soliloquios buscan salir, desatormentarse, como si en ese acto estuviera rompiendo la oscuridad en la cual se sumergió. Algo que destaca la relación escritora/editora y el trabajo en conjunto para este libro, que es el primero de González. Se nota una selección, quizás quedó mucho material afuera, podría haber sido una publicación cargada de más páginas, pero probablemente hubiese perdido la fuerza de impacto que tiene la poesía de este pequeño libro.
Y si bien va desprovisto a la manera de los objetivistas (utilizando las herramientas que considera sólo necesarias; adjetivando, por ejemplo, sólo cuando no parece existir otra posibilidad y generalmente de manera sencilla) y no de aquellos que creen serlo o los imitan en estos tiempos, el yo poético está tan involucrado en el decir que me recuerda más a aquella sentencia de Ezra Pound de que la poesía que se venía sería “más dura y más sana, más cercana al hueso”. No un regreso al imaginismo tantas décadas después, pero sí algo de ese “tendremos menos adjetivos coloridos para acojinar los golpes y debilitar el impacto”. Nutrición de impulso en tiempo y espacio desnutrido.
Uno de los rasgos que destacan en la escritura de González es la utilización de un verso o párrafo que le permite provocar ciertos giros, alivianar la dureza que viene trayendo el texto. Sirva de ejemplo “Carta no enviada”, el poema que abre el libro donde el yo poético se dirige a la madre con munición gruesa. “tu voz es hostil, madre”, “hicimos duelo de nosotras mismas”, “por las noches/ rezaba para cambiarme de vida/ o de casa/ o de madre”, son algunos de los versos que van cargados de sufrimiento, pero de repente, en el momento más crudo, casi como distraídamente, se cuelan estas líneas:
casi me lanzo contra las vías
pero él me besó
y yo adopté una perra
Y la tensión del poema se quiebra, si bien la hostilidad no desapareció, logra que se diluya hacia un final distinto.
González también hace uso de imágenes que juegan a contradecir lo que se espera de ellas, casi como un oxímoron pero que funciona desde el lugar de prosopopeya, dada su figuración fantasmal. Es así como un poema arrojado “entre toda la bosta” no termina perdiéndose en ella sino que la barre, la corre, “y al fin despiertan los cuerpos”. En el poema “Limpieza”, ese diablo que “tenía metido adentro” sigue el camino esperado de ser sacado, o mejor, “salírseme de adentro”, pero cuando uno cree que esa acción va en la búsqueda de purificar el cuerpo, lee que el expulsado realiza el acto de “prenderse/ a los libros/ a mi casa/ al poema”.
Los ejemplos que cité hasta ahora, también nos dejan ver como esos “monólogos íntimos” buscan dejar de serlo. Hay una línea argumental en el sacar para, en el pero que todo lo cambia, en arrojar para que otros reaccionen. También el fuego es un signo de repetición, una imagen que dice presente desde la misma tapa, donde lenguas de distintos naranjas nos reciben para dar paso a “el hombre del fuego”, “cuerpo de fuego”, “la piel arrugada quemada de la niña”, “la señora del fuego”, los rastros de un elemento considerado purificador, pero que en los versos de González traen oscuridad, dolor, miedo. Los fragmentos del derrumbe.
Gimena González, además de ser poeta, es abogada recibida en la UBA, lugar donde también profundizó sus estudios de género. Eso claramente convive en su libro. Más explícitamente en el poema que cierra, “Granada”, pero sus fibras se suscitan más sugeridas, sutiles y mejor logradas en los dos poemas que llevan el título “Hombre del fuego” (sobre todo en el segundo, en la forma en que se le dirige: “la frente apuntando a la fractura del cielo/ es bonita y huele a vainilla/ cómo te gusta ver las caras transformarse/ la transición de un gesto/ con el grito bastaba/ pero esa furia y esa vainilla/ pero esa furia y esa vainilla), “Un subte, dos niñas”, “Esclavitud” o “Aljibe”.
También es librera en Habla Memoria y es algo que se cruza con las otras dos profesiones, me imagino que por ahí se encausó el diálogo a través de dos poemas con Anne Dufourmantelle, la filósofa y psicoanalista francesa, autora de Elogio del riesgo quien en 2017, con 53 años, se sumerge en el mar embravecido de Ramatuelle para salvar a dos niños que pedían ayuda y logra rescatarlos, aunque deja su propia vida en esa acción.
Hay una línea argumental en el sacar para, en el pero que todo lo cambia, en arrojar para que otros reaccionen.
El poema de González va por la contraria (a esta altura ya no debería ser sorpresa, pero sorprende) y eso lo vuelve maravilloso o por lo menos genera un llamado de atención para el lector que conoce o “googlea” quién es Dufuormantelle, lo predispone distinto a su lectura o su relectura, llegado el caso. Lo lleva a prestarle otra atención al discurrir de los versos no porque tengan que ver con el hecho descripto sino con una filosofía aplicada hasta las últimas consecuencias. Esa que la llevó a ser encendida opositora de la obediencia. “Vivir es un riesgo”, supo decir. González se para justo enfrente, casi como rindiéndole homenaje desde la imposibilidad burguesa que, sin embargo, habla del mismo “terror que se apacigua siempre en brazos distintos” al que se refería la francesa. Y, por supuesto, partiendo desde otro contexto, uno más nuestro:
observar la mugre revolviéndose
en una mano de hambre
correr la vista hacia abajo
siempre hacia abajo
resistir el impulso del auxilio
anularlo
besar una rosa y sonreír
Es ahí donde decide volver a introducir ese párrafo que sopesa y le da el equilibrio exacto al poema, que le ofrece otro destino a esos versos iniciales, rescata su necesidad de estar:
dónde la dulzura sino en la curvatura de los hombros
el cuerpo entero disculpándose de su egoísmo
y a la vez, sostenerlo.
Tras usar un intertexto, cierra el poema trastocando el punto de vista: “la dulzura hubiera sido esa pequeña revolución/ el esguince necesario/ su ausencia, esta tristeza”.
Fragmentos de un derrumbe es el armado de un puzzle que, una vez completado, retrata un mundo en llamas. Que es tanto afuera por nacer adentro, en las más íntimas miserias. En eso también se cuela Douformantelle. González lo transforma en poesía y sale más que airosa, para nuestra suerte, del desafío que significa publicar el primer libro.