Cementerios de sal
Por Boris Katunaric
Bajar un cambio, parar la pelota, descansar. Esa fue la idea que tuvimos. Tanto estrés citadino, velocidad, la dinámica agitada del mundillo capitalino donde nada deja de suceder a mil por hora. Desbordados, cabeza de monoambiente. Hartos. Ella decidió el lugar y la estadía, mientras yo asentía como un niño al que lo están retando (con justicia).
Pasajes, reserva del hotel. Retiro. Nueve horas sin fumar porque el micro no hizo ni una sola parada. Día de mierda. Lloviznoso y nublado. Frío, campera, bufanda. Todo el andamiaje necesario más bien para el invierno y no para el otoño. Carhué al fin.
"Hotel Avenida" reza el cartel al borde de una ciudad que desde su plaza central no tiene más de quince cuadras a la redonda. Incluye servicio de pileta con aguas termales. Expectativa. El agua está bárbara, no necesitás moverte para flotar, de hecho es más difícil estar parado. Alto grado de salinidad. Un poco de decepción al descubrir que casi todos nuestros vecinos son octogenarios y por favor no metas la cabeza debajo del… tarde. Ardor en los ojos. Chau pileta por ahora. Hasta luego vejetes.
Recorrer la ciudad no nos llevó mucho tiempo, en dos pasadas ya teníamos bastante claro el panorama general.
Cosas que me interesaban realmente a la hora de viajar: Salamone. Las monumentales obras de Francisco Salamone son dignas de admiración, lo imponente, lo poderoso, lo valeroso de romper las estructuras mediocres de la arquitectura de la época, su vigencia hoy, descubrir esa obra perdida por años.
La municipalidad de Carhué y el matadero de Epecuén reflejan eso. A pesar que pueden ser consideradas obras menores no pierden en nada la pulsión creadora del viejo loco ese que, bajo el gobierno de Fresco, pudo despacharse de hacer lo que se le cantara.
Dada la travesía de visitar las ruinas de Epecuén, lo que quedó de aquella inundación de 1985 y que Josefina Licitra narró muy bien en El Agua Mala, la misma agua mala que bajó después de diez años de inundación y que actualmente puede dejar entrever algo de lo que quedó, calles, construcciones derruidas, corroídas e incluso derrumbadas por el agua. Nos quedó pendiente el cementerio. Decidimos ir solos.
La inundación de Epecuén fue lenta y angustiante. Los habitantes un día se encontraron con un charco inmenso que crecía tranquilo e imparable. Agarraron lo que pudieron y pidieron refugio al pueblo vecino. La mudanza no causó víctimas fatales (no esos días, sí años después, productos de la tristeza y la melancolía tal vez), solo daños de orden material, casa, muebles en cantidad. Un pueblo tragado por el agua. Los vecinos pudieron salvar algunas pertenencias más bien básicas o de orden afectivo, pero en la corrida olvidaron algo. Sus muertos. Un pueblo sin muertos puede convertirse en Macondo, nuestros vecinos prefirieron no correr ese riesgo.
Así que después de haber pasado algo de tiempo, hasta que pudieron reacomodarse, empezaron a tratar de recuperarlos. Los buzos, gente que en estos casos es muy necesaria, fueron los encargados de tomar los reclamos de los vecinos para recuperar a sus seres queridos. Abrieron tumbas y llevaron los restos a los vivos que los depositaron en otros cementerios. Alguna que otra vez, según nuestra guía, pidieron el cuerpo X y trajeron el de Y. Puede fallar.
El agua lo tapó todo, menos las cúpulas y cruces que quedaron a la vista (eran las construcciones más altas del cementerio), que emergieron para respirar un poco, como los cocodrilos que dejan la nariz fuera del agua. Los vecinos no lo toleraron. Decidieron, en un acto que el autor considera un error, derribar esas construcciones que consideraban innecesarias a la vista de los visitantes de apetito un poco ciclotímico: se bancan el morbo de unas ruinas donde no murió nadie pero no las ruinas de un cementerio sin cadáveres.
Esto dejó un cementerio más destruido de lo que estaba, y que se dejó ver cuando el agua se fue del todo. Los buzos descargaron la furia de los prejuicios ahí donde reposaban panza arriba los cocodrilos de metal y cemento con sus cruces al hombro. Una pena.
Cuando pudimos pararnos a ver con más detenimiento el lugar, se nos pasaron mil ideas para mil guiones de mil películas pos apocalípticas, no es necesario describir cómo está, cómo es, sólo hace falta estar ahí y respirar el aire. La belleza de esas construcciones salinizadas, grises, los árboles muertos, hechos piedra. Pude tocar la cobertura salina de la rama de un árbol, con los dedos puede agarrar esa especie de capuchón, levantarlo, tenerlo entre mis manos y devolverlo a su lugar para que siga protegiendo la ramita. Lo que pensamos entonces es una destrucción estética que puede generar miles de pensamientos con sólo respirar, tocar y ver.