Ni un fuego menos: crónica de una noche en el Bajo Flores
Por Santiago Haber Ahumada
La noche todavía no había llegado. En la calle Agustín de Vedia no había un alma; el Barrio Illia parecía desierto. Un afiche abrazaba por completo a un poste de luz. “Fogata de San Juan”, decía el cartel. “En el Bajo Flores pasan otras cosas”. ¿Qué otras cosas pasaban en el Bajo Flores?
Siguiendo por Agustín de Vedia, al 2500 aparecía un gigante de ladrillo visto con techo a dos aguas casi imperceptible, rodeado de rejas verdes. Antes de esa esquina con Pazos, sin embargo, ya habían irrumpido los primeros vestigios de vida. Los gritos no se sentían lejanos, sino que parecían estar custodiados por aquel mazacote naranja.
Unos metros más adelante, el panorama se esclarecía del todo. Chicas y chicos corrían de un lado para el otro, otros se perseguían, otros charlaban. La Escuela de Educación Media Nº3 abría la puertita de rejas verdes: la fogata de San Juan era para todo el barrio.
En el centro de la cancha, y sobre unas chapas, había dos o tres muñecos enormes agarrándose, con un montón de colores, afiches, ramas y cosas encima. Muñecos de papel y cartón, sabiéndose condenados. “Lo malo queda atrás”, decía el afiche que abrazaba el poste de luz. Los muñecos se llevarían lo malo.
Hace miles de años, existían pueblos que festejaban la llegada del solsticio de verano con una gran fogata, bailes y comida. El fuego significaba purificación y fertilidad. Esa tradición llegó a España, donde fue apropiada por la Iglesia, en su afán de cristianizar lo que no podía aniquilar. Así, la fogata fue adoptada para celebrar el nacimiento de San Juan Bautista. Se tira al fuego lo que representa un mal recuerdo. Ropa, cosas, papelitos escritos. El fuego quema todo: lo malo queda atrás.
Dos chicos, de unos diecisiete, dieciocho años, se acercaron a los muñecos del centro de la cancha. Los miraron inclinando sus cabezas hacia arriba – son altos. Cuando uno de ellos se distrajo, el otro tiró rápido un papelito que tenía en la mano. “Ah, qué puto que sos”, le dice el primero, que adivinó lo que hizo su amigo por el sonido del bollito arrugado cuando fue cayendo por entre las ramitas.
Pero en el Bajo Flores la Fogata de San Juan significa otra cosa. “Además de los significados tradicionales de la Fogata, nosotros empezamos a hacerla para mostrar las cosas que pasaban en el barrio, los pibes que se estaban muriendo”, dice Lorena Fernández, docente de la escuela. “El año que decidimos hacerla por primera vez fue muy duro, mataron a muchos chicos”.
La noche fue cayendo despacito, mientras todos se juntaban alrededor de los muñecos. Todos, menos un payaso: en el techo de la escuela, el bufón, vestido con ropas tan coloridas como los que estaban por ser quemados, hacía morisquetas, simulando caerse, malabareando. De repente, sacó una pelota de papel de diario. La prendió con un encendedor, y la tiró donde estaban los muñecos.
“La Fogata del Bajo Flores la hacemos para visibilizar los problemas que hay en el barrio, los pibes muertos por gatillo fácil, pero también para juntarnos con los chicos, bailar, jugar, divertirnos. Esta es la número trece, y ya se convirtió en algo muy importante para nosotros”, interrumpe Juan Manuel Mauro, miembro de UTE y docente de la escuela. “La Fogata de San Juan del Bajo Flores fue declarada de interés cultural y social por la Legislatura porteña, imagináte”.
Los pibes se acercaron al centro de la cancha, donde los muñecos ardían. El fuego trepaba por todos lados a una velocidad increíble. Las llamas superaban dos o tres veces la altura de los muñecos; bailaban y tiraban lengüetazos al son de la murga, que tocaba cada vez más fuerte y levantaba cada vez más manos.
Entre los chicos que iban y venían, Leo Demonty miraba a todos apoyado en una de las puertas de entrada. Leo es el hermano de Ezequiel, torturado y asesinado en el Riachuelo por efectivos de la Policía Federal, en 2002. Miraba a los pibes y sonreía.
“Hacemos la fogata porque queremos generar un encuentro con los chicos, compartir una merienda, algunos juegos, música”, cuenta Daniel Quiróz, de la Cooperativa de Producción y Aprendizaje. Mira a Juan Manuel y a Lorena; los tres están agotados después de la fogata. “Sería hermoso que esto siguiera sin nosotros, que quede como algo del barrio”.
Las últimas llamas agonizantes dejaron en evidencia que la noche estaba fría. La murga cesó, y comenzó la cumbia por los altoparlantes. Apareció un carrito lleno de bolsitas. Cada una tenía un sánguche y un jugo. Los chicos se abalanzaron para no quedarse sin su bolsita.
“Ni un pibe menos”, rezaba una bandera roja colgada de las rejas verdes. Dos chicas movían las brasas que quedaban sobre la chapa, las brasas que seguían llevándose lo malo pasado y trayendo lo bueno futuro. Porque las cosas malas se van con el fuego, pero en el Bajo Flores pasan otras cosas.