El cadalso mediático
Por Inés Busquets
—¿Puedo mirar esos libros? —preguntó K…,no por curiosidad, sino sencillamente para poder decirse que no había venido completamente en vano.
—No —dijo la mujer cerrando la puerta—. No está permitido; esos libros pertenecen al juez de instrucción.
—¡Ah, ah! —exclamó K…moviendo la cabeza—. Esos libros son sin duda códigos, y los procedimientos de nuestra justicia exigen, naturalmente, que se sea condenado no solamente siendo inocente, sino también sin conocer siquiera la ley.
El Proceso
Franz Kafka
El cuerpo disciplinado refugia en el alma la condición de su ser. Cuando el alma es la humillada, el cuerpo inerte se entrega lentamente a la muerte. Un final simbólico que ya no destruye el cuerpo sino el sujeto, su Estado de Derecho, su historia y su identidad. La aniquilación del acusado es el triunfo de la justicia que en ese acto cristaliza su verdad hegemónica. Una verdad relativa y necesaria para el espectador que espera ansioso la ejecución pública de lo que le imperan como la representación del mal. Una imposición fabricada y perfectamente distribuida por los medios de comunicación para hacer de la sociedad un perfecto y acabado sistema de control.
Leer una obra en diferentes momentos de la vida nos permite abordarla siempre desde otra mirada. Al releer Vigilar y castigar de Michel Foucault es inevitable escindirse del presente, hasta encontrar inexorablemente una fuerza transformadora que nos permita responder algunas cuestiones universales.
Las virtudes como el bien, la verdad o la justicia se construyen según los parámetros de cada sociedad; sin embargo son bienes que nos igualan como seres humanos. Revisar el sistema penal de la justicia a través del tiempo nos remite a una estructura que no ha logrado un avance sino un retroceso en los instrumentos de aplicación.
El castigo en la Edad Media se circunscribía a la ejecución directa en la plaza pública, la muerte como espectáculo teatral exaltaba la victoria del bien ante el pueblo. El proceso inquisitivo otorgaba una respuesta inmediata y tormentosa de venganza al delito. Las autoridades políticas y judiciales determinaban la veracidad de la acusación, el pueblo atestiguaba el escarmiento y el verdugo, como engranaje de ambas partes seguía de cerca la condena hasta dictaminar su deceso y final del sufrimiento.
Dolor incandescente, sangre derramada en el camino despiadado que conduce al cadalso, a la horca, a la guillotina o a la hoguera. Un patíbulo cubierto de gritos de condena, el público apresurado e inquieto temiendo no encontrar la visión más inmediata. Un ejecutado acuciante y resignado próximo a protagonizar la tragedia de su propia muerte recorre desnudo el trayecto final. Su piel atenazada, sufre la imposibilidad de desprenderse del cuerpo, absorto en una simbiosis insuperable recurre al alma y a Dios para guarecerse; hasta la razón confusa se subyuga a los instintos de supervivencia, a los movimientos reflejos e involuntarios. Luego: quemaduras con plomo derretido y azufre, aceite hirviendo revistiendo sus partes descubiertas. Finalmente, cual presa recién cazada llega el desmembramiento, la descuartización.
El ejecutado solo desea el cese de sus latidos y del suplicio, pero eso queda en manos del verdugo, él ni siquiera puede disimular su muerte. “En las ceremonias del suplicio, el personaje principal es el pueblo, cuya presencia real e inmediata es un requisito para su realización.” Expresa Michel Foucault, depositando en el pueblo un rol imprescindible capaz de avalar u objetar las acciones dispensadas por el poder. Sumido en la ambigüedad de una doble tarea: ser testigo y víctima de un temor infundado.
La formación de los Estados modernos generó un desplazamiento en el objeto, aquella justicia capaz de vengarse a través del castigo empieza a implementar un orden de ortopedia moral y de sentencia condenatoria. Las leyes declaran presunción de la inocencia considerando que la persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Entonces, surge la necesidad de rehabilitar al acusado. Esta recuperación solo puede sostenerse en un sistema de control, secreto y cerrado donde se delega el sistema punitivo a la figura del policía y a la incorporación de elementos extrajudiciales como los funcionarios de la administración del servicio penitenciario, psiquiatras y psicólogos; de esta manera, el juez transfiere el mecanismo para liberarse de culpa y cargo en la decisión de las penas.
A medida que se va reformando el sistema penal punitivo, el entramado en las relaciones de poder se amplia y se diversifica. La justicia cada vez más cerca de la política de turno refuerza su capacidad condenatoria con el incremento de nuevos instrumentos y elementos de control. Las facultades solo se remiten a los vínculos íntimos y superiores. No se decide en favor del acusado, todo depende de la conveniencia de unos pocos. Los procesos se multiplican, se atiborran las sedes judiciales de causas y expedientes, algunas sin sentido. Todo se entrevera en el cúmulo de un universo de lenguaje académico y hombres de traje donde se desvanece la participación del pueblo, donde contadas personas pueden acceder.
Las conductas humanas nos sorprenden, las relaciones de poder nos interpelan, nos clasifican, nos catalogan. Las sociedades crecen mientras el hombre retrocede. La idea de progreso se traduce en el incremento de bienes materiales y honoríficos. La tecnología nos abruma, la información nos agobia, la sobredosis de recursos nos resuelven las ideas, todo nos conduce al menor esfuerzo y nos resulta más fácil consumir una verdad hecha que interpretarla. Sometidos a una falsa libertad vivimos la ficción que nos han encomendado y aportamos para fortalecerla.
Es cierto, ha quedado atrás la idea primitiva de la Inquisición. Sin embargo, el sistema no ha cambiado tanto: hoy la plaza pública son las empresas que construyen los medios en connivencia con la justicia y el poder dominante; los que comunican ya no son periodistas sino verdugos; los lugareños son las grandes masas y los acusados todos aquellos que se rebelan, que piensan diferente.
La defunción lenta del señalado se expone ante millones de personas: se crucifica violentamente la moral, se denigra, se oprime, se humilla, se reducen los derechos, se planifican los discursos con un empeño particular en destrozar ya no el cuerpo sino el alma.
El rol del pueblo sigue siendo imprescindible, como aquel que se empezó a agitar cuando entendió que nadie estaba liberado de la hoguera. Allí es donde se vislumbra la esperanza, cuando todos veamos en el otro que nadie está exento.