Asesinaron a mi vecina
Ilustración: Max Zolkwer
Por Ramiro Gallardo
Desde hace una semana un policía vigila parado en la puerta del edificio de al lado. Tiene 6 pisos, como el mío, yendo hacia San Juan. Si comparo la altura de los balcones compruebo que hay un leve desfasaje, pero puedo afirmar que los niveles de ambos están prácticamente a la par. Es decir, que del otro lado de la medianera, casi en paralelo con el mío, hay otro departamento. Yo vivo en el primero, a la calle.
Cuando me enteré de que el cana está ahí noche y día porque asesinaron a una mujer, sentí algo así como una bola de metal que se iba agigantando en mi garganta. La palabra asesinato la leés en el diario, la escuchás en la tele, suena por la radio. Enterarse de que acá nomás, pegadito a vos, mataron a alguien, te sacude, te desorienta. Aunque no sepas absolutamente nada acerca de esa persona. Yo, frente a este suceso estremecedor, decidí mantenerme en mi ignorancia, porque esta no es una nota periodística. Mi mujer va a hablar con el encargado para enterarse de lo que pasó: no quiero que me cuente. Prefiero imaginar. Por ejemplo, que estamos cenando en familia, un martes por la noche ponele. Marcos no menciona absolutamente nada sobre su día en el colegio y María protesta, siempre igual vos, podrías compartir algo che. Clara se ofende porque dice que no la dejan hablar. Salvador revolotea, va de acá para allá, no quiere comer la carne, tampoco las papas. A mí me gustan los fideos, dice desde sus cuatro años, descalzo en medio de este invierno tremendo. Intento bajar un cambio, a ver si arranca un tema de conversación cualquiera y salimos de este embrollo familiar. A la cabecera de la mesa se sienta Marcos. Apoya su espalda contra la pared con cara de no te voy a contar nada mamá. La pared es la medianera. Del otro lado, alguien apuñala a mi vecina.
¿Se trata acaso de la vieja que siempre saluda a Pepe?
¿De la chica que pasea al Gran Danés? ¿La mató el novio?
¿O será la señora esa de pelo cortito, la canosa que me cruzo siempre? Nunca nos saludamos.
Apenas conozco a mis vecinos, no podría citar el nombre de ninguno. Voy descartando: la mujer del encargado seguro que no, su marido continúa cada mañana inundando la vereda con agua, como si nada. La vieja que saluda a Pepe tampoco, me la crucé el otro día y dijo lo mismo de siempre: ay Pepe, hola Pepe. La chica del perro podría ser, pero pienso que no es ella: tiendo a imaginar que se trata de alguien totalmente anónimo. Una mujer a la que nunca vi, pero que mataron tan cerca, tan cerca, que si cierro un poco los ojos puedo sentir todavía su miedo, sus gritos, los últimos suspiros.
Una vibración trepa rascando mi espalda, me hace cosquillas en el cuello.
Imagino.
Que es sábado por la tarde. Marcos está en la orquesta, Justina invitó a Clara a jugar a su casa, María llevó a Salvador a una función de teatro para niños en el San Martín. Estoy solo. Lleno la bañera con agua bien caliente y entro, estoy dándome un baño de inmersión. Me acompañan Jack London y una botella de agua fría. Este año no paro de leer cuentos y novelas de este loco aventurero que escribe como la puta madre. Dejo el libro a un lado y me sumerjo bajo el agua. La bañera es chica, saco los pies y los apoyo contra los azulejos, si no, no entro. Me gusta sentir el sonido metálico de las tuberías, gotas, el silencio amplificado, la madera del piso de pinotea que cruje allá por algún lado. Algo que raspa retumba en mis oídos demasiado cerca, como un rallar de zanahorias. Un sonido fuera de repertorio. Un ruido rabioso. Asoma mi cabeza y mira hacia la canilla sin saber porqué. La canilla que sale de la pared. La pared que es la medianera. Del otro lado, apenas a treinta centímetros de la planta de mis pies, alguien aplasta la cabeza de una mujer, la desplaza de un lado hacia otro sin dejar de presionar. Tiras de piel, pelos y sangre quedan adheridos al revoque. Ella intenta soltarse, empuja con ambas manos para salirse y por un momento sus palmas coinciden exactamente con las de mis pies. Pero el atacante es mucho más fuerte.
Viernes por la noche, los chicos duermen. Cerremos la puerta. No hagamos ruido. Estás de espaldas, apoyada contra la pared, mis manos sobre las tuyas. Beso tu cuello, tus orejas que son como una planta de morrones, masticables. Del otro lado de la medianera, el marido de la señora que no conozco aprieta con fuerza la almohada contra la cara de su mujer.
Salgo a comprar caramelos al kiosco de la esquina.