La necedad de asumir al enemigo, por Mariano Molina
Por Mariano Molina
Hace algunos años, el querido Ñato Fernández Huidobro analizaba en sus artículos semanales, que cuando los movimientos de izquierda y populares tienen posibilidades reales de ganar elecciones, surgen propuestas “alternativas” y otras que se presentan con discursos más radicalizados. Estas opciones -siempre promovidas por diversos sectores del Poder- quitan votos y ayudan a impedir el triunfo de las fuerzas populares, que se quedan a pasos de llegar al gobierno.
Hablaba específicamente de Brasil y enumeraba, en una larga explicación, las diversas opciones “progresistas” que surgían cada vez que Lula y el PT podían acceder al gobierno entre finales de los ochenta y los años noventa, incluida la candidatura de Fernando Henrique Cardoso, referente de la socialdemocracia que después terminó aplicando un brutal plan neoliberal. El Ñato hacía todo este recorrido para intentar explicar lo importante que significa poder dilucidar los proyectos populares, progresistas y de izquierda con posibilidades reales de transformar algo en cada una de nuestras sociedades.
Es tiempo, entonces, de volver a aclarar -una vez más- que la identidad y la representación política no la otorga la autodefinición individual o colectiva, sino la percepción de la sociedad y la consideración que tenga el enemigo. De este modo, no sirve de nada definirse de tal o cual ideología si el conjunto de la sociedad y el enemigo no te valoran como tal. Hay quienes piensan que los gobiernos populares de las últimas décadas son puro cotillón, pero esa consideración pierde valor frente a los enemigos que tienen y han tenido esas experiencias. Cuando las grandes corporaciones económicas y los intereses del Departamento de Estado estiman al PT, el kirchnerismo, el chavismo, el Frente Amplio uruguayo, el MAS boliviano o el correismo sus enemigos reales, toda otra discusión es pura chapucería.
En los últimos tiempos hemos leído y escuchado comentarios o análisis que afirman que la restauración conservadora (o las nuevas revoluciones de derecha) son responsabilidad de las experiencias populares y progresistas que, al no cumplir algunas de sus metas, abrieron las puertas a esta nueva fase del neoliberalismo. Con las elecciones de Brasil han aumentado estas afirmaciones, acusando a Lula, Dilma y el PT de ser los principales responsables de la tragedia de estas horas. Un análisis que casi podría afirmar que quienes sufrieron una brutal campaña en su contra, están proscriptos, encarcelados y recibieron un golpe de estado, son los responsables de las agresiones que sufren. Una patología bien clara que, en el acto de culpar a la víctima, desconoce o quita importancia al victimario.
Quién escribe estas líneas no cree -por ejemplo- que el macrismo accedió al gobierno “por los votos en blanco de los troskos” o cosas por el estilo, fundamentalmente porque hemos aprendido que los movimientos populares se enfrentan a enemigos muy poderosos, corporaciones del gran capital y con intereses militares que utilizan un Complejo Mediático-Tecnológico-Económico con gran efectividad en las subjetividades de nuestras sociedades. La vida de los pueblos siempre ha sido constituida por las relaciones económicas de la sociedad que habitan, sus tradiciones, cultura y los diversos debates que la atraviesan. Y en la actualidad, las formas hegemónicas de aprehender el mundo es un proceso que se da en un modo muy violento, diferente a lo que habíamos conocido. Pero una de las características esenciales de esa violencia, son sus rasgos imperceptibles, al menos desde una cosmovisión tradicional.
Los medios de comunicación masivos hace tiempo que se convirtieron en empresas que son parte del conglomerado empresarial que, a su vez, tienen intereses en las más diversas ramas de la economía y la productividad. En esa confluencia encontramos la producción de dispositivos que fueron invadiendo nuestra cotidianidad y son parte de ese engranaje económico que crean las grandes corporaciones, con intereses e intervenciones en la mayor parte de las actividades de una sociedad. Los modos del consumo, el acceso a la información, la intervención de en nuestros cuerpos o los estados de ánimo son parte de un mismo paquete. Nada puede analizarse aisladamente.
La restauración conservadora es parte de este engranaje y viene con violencia y revanchismo. Los intereses en juego son demasiado importantes para que los pierdan en nombre del respeto a la norma y las instituciones. Por eso mismo, la democracia que conocimos desde las salidas de las dictaduras va mutando en regímenes autoritarios y poco proclives a las decisiones colectivas (si se van a oponer a los intereses de las corporaciones).
La experiencia de los gobiernos populares han mostrado -claramente- que lograron los mayores niveles de justicia social, accesibilidad a derechos, respeto por la vida, cuidado de la salud y mejoras materiales para las mayorías. Fueron y son los momentos de mayor democratización de nuestras sociedades, permitiendo ampliar horizontes de libertad e intentos de unidad regional. Esto mismo pueden verificarse en las estadísticas, pero también en la calidad de los enemigos que están enfrente.
Y enumerar las virtudes no esconde la necesidad de hablar de cosas mal hechas y contradicciones importantes. Hubo soberbias y trapisondas de adentro y afuera, cómo todo proceso humano. Pero pensar que los errores son los responsables de nuestras derrotas esconde un gesto de soberbia o desconocimiento. Imaginar que, en el supuesto de “hacer las cosas bien”, las mayorías van a acompañar, es una forma de razonamiento que desconoce la existencia de enemigos, su alta efectividad en la construcción de imaginarios sociales e imponer formas de pensar en la sociedad. Y desconocer esta acción es desconocerse en las fuerzas posibles y pensar que todo depende de las acciones propias. He aquí el gesto de soberbia o de una ignorancia que resulta fatal.
Las horas que vivimos son trágicas y de una gravedad que todavía no logramos dimensionar. A ese enemigo (o esos poderosos enemigos) deben apuntar los cañones de las fuerzas populares, de izquierda y progresista. Todo lo demás es fuerza desperdiciada o cómplice del fascismo que azota en una versión modernizante. Está en juego la vida y cierta forma de la libertad y la participación política, como bien lo sabemos (y sufrimos) en nuestro país desde el 10 de diciembre de 2015. No son épocas de debate abstractos, porque se juegan formas de sobrevivir para poder volver a generar opciones políticas que nos permitan una vida mejor. Con todo lo poco y lo inmenso que puede llevar ese anhelo.
Brasil duele, porque habla de los hermanos y de nosotros mismos. Habrá que crear nuevas formas de resistencias y solidaridades para poder seguir con vida. No vienen tiempos felices y el futuro no parece encantandor. Finalizan estos intentos de reflexiones con el escepticismo necesario para no esconder lo que cotidianamente transitamos y observamos y con una lejana esperanza de estar equivocado.