Día de la militancia: la bandera no se saluda...
Por Pablo Torres
Era 1949. Nicanor Sosa, vestido con sus eternas prendas de Grafa azul, subió el último bulto al carro. Lo aseguró con una soga para no perderlo en el vaivén. Con algo de tristeza que en décimas de segundos mutó en alegría cerró el candado del rancho: ya no volvería a ser la morada de su familia. Rosa y las chicas vivirían mucho mejor. Se sentó en el pescante, pasó la mano derecha por sus bigotes renegridos y dio rienda al matungo. Se mudaban. A la casa propia. La que con Rosa habían soñado tanto. Faltaba trasladar esos pocos paquetes e iniciar la nueva vida. Perdió una lágrima, no supo si por nostalgia o alegría. Nicanor podía parecer algo duro y lejano, como casi todos los hombres de la época, pero se permitía una sensibilidad aún infrecuente entre sus familiares y amigos.
Al llegar al nuevo barrio, vio veinte casas blancas, inmaculadas con techos de tejas rojas y a sus nuevos vecinos en labores similares a la suya. Rocha, que había madrugado a causa de la mudanza, ya mateaba junto a su mujer en el parquecito. Al verlo, lo saludó con la mano. Se conocían: el ferroviario, Rocha, y el vendedor de kerosene, Sosa. En realidad todos se conocían en ese pequeño pueblo pampeano que lleva por nombre un apellido: Laprida, el hombre que presidió el Congreso de Tucumán durante la Declaración de la Independencia.
Nicanor era aún más conocido que el resto de sus coterráneos. Su trabajo lo hacía una figura casi pública. Todos los días al mando de ese mismo matungo negro trajinaba las calles polvorientas con el carrito de la YPF. Tranquilo, de andar sereno y formas amables, Sosa no era de levantar su voz, ni tampoco de hablar mucho. Las amas de casa escuchaban desde la cocina el repiquetear de las patas del caballo contra la tierra compacta y advertían que era el momento adecuado para la compra del kerosene. El kerosene, que hoy es un combustible inexistente en las viviendas, en aquellos tiempos era imprescindible para cocinar y calefaccionar las casas de las familias pobres. Por eso Nicanor, bigotes renegridos y pocas palabras, era conocido en todas las casas pobres de un pueblo donde de por sí ya todos se conocían.
Él también era pobre. Como los peones que venían una vez por mes del campo en sus sulkys o chatas rusas a buscar “los vicios” o como el ferroviario Rocha, su vecino en el Barrio Obrero.
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Rosa escuchó el repique del matungo y supo que llegaba su marido con los últimos bártulos. Abandonó la tarea de ordenar los utensilios de cocina y se arrimó al carro para ayudar. No necesitó más que ver la cara de Nicanor para adivinar la sensación de alegre nostalgia que embargaba a su esposo. “Viejo flojo”, le dijo. Nicanor, que aún no llegaba a los 50, sonrió e instantáneamente perdió toda nostalgia.
Así era Rosa: práctica, capaz de modificar un estado de ánimo con una frase afectuosa o un reto. Su practicidad vino con su profesión o, tal vez, a la inversa: era enfermera. Y peronista. Como Nicanor. Como casi todos los habitantes de las dos hileras de diez casas cada una del Barrio Obrero. Peronistas sin estridencias. Iban a la Unidad Básica. Acompañaban. Nadie los escucharía gritar en las asambleas del partido. El Mono Gatica, retratado para el cine por Leonardo Favio, diría algunas décadas después: “Yo nunca me metí en política, si siempre fui peronista”. Rosa, Nicanor y sus vecinos eran como el Gatica de Favio: naturalmente peronistas.
Frente al nuevo hogar de Rosa y Nicanor había una pequeña plaza. Frente a la hilera opuesta de viviendas, otra. En épocas futuras recibían nombre propio. “Eva Perón”, la que se ve desde la casa de los Sosa; “Arturo Jauretche”, la otra. Para que les asignara un nombre faltaba mucho; cuando ellos se mudaron eran solo placitas.
Dos placitas con juegos para que los chicos corrieran por el Barrio y bancos de cemento para que los mayores matearán a la sombra de las acacias en las tardes de domingo. Una de las plazas tuvo un mástil. Cuando las veinte familias se acomodaron en sus casas blancas, iguales a las de los dibujos de los libros escolares de la época, y el barrio comenzara a tejer su vida propia, el mástil se hizo evidente. Mejor dicho: fue evidente que el mástil reclamaba su bandera.
Algún comedido, del que la memoria no conserva nombre, se acercó a “la Comuna”, como por entonces llamaban a lo que hoy diríamos el Municipio, para pedir una bandera argentina. Ni bien la bandera llegó, los vecinos decidieron que fuera Nicanor el encargado de izarla cada mañana a las 6 y arriarla cada tardecita antes de que el sol se pusiera.
Rosa ejercía un temprano liderazgo barrial que influyó en la decisión, aunque también tuvieron en cuenta un aspecto de pragmatismo funcional, también aportado por la enfermera: la casa de los Sosa era la más cercana al mástil.
Nicanor no manifestó su orgullo por la designación con palabras, solo pidió a su esposa que le adelantara diez minutos sus despertares. A las seis en punto, la Bandera Nacional llegaba al tope del mástil. Todos los días, desde aquel año ‘49, del que Félix Luna diría: “La Argentina era una fiesta”.
Los días cálidos de enero y los muy fríos de julio, cuando caminaba hasta el mástil pisando la escarcha, Nicanor, vestido con la ropa azul de laburante, izaba la bandera y partía en su bicicleta negra hacia el trabajo. A ensillar el matungo, preparar el kerosene, subir los embudos de lata y salir a recorrer las calles ofreciendo el combustible que mitigaba el frío de los inviernos y permitía cocinar los alimentos.
La izó en días de júbilo y también en los más tristes. Ninguno tan doloroso como la mañana del 27 de julio de 1952. Con lágrimas en los ojos, ropa de domingo y una cinta negra en su brazo derecho, Nicanor subió la bandera hasta el tope e inmediatamente la bajó para dejarla a mitad del asta. No estuvo solo ese día: sus vecinos, tan endomingados y llorosos como él, fueron parte de la ceremonia. A pocos metros levantaron la capilla ardiente que homenajeó a la difunta.
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Los días 16 de septiembre suelen ser especiales para los lapridenses. Festejan el aniversario de su fundación. Día de fiesta, de encuentro en la plaza principal. Todos los años Nicanor, de traje y corbata, caminaba junto a Rosa y las nenas hasta el veredón del Municipio para participar de los festejos.
En 1955 hizo lo mismo, pero con más preocupación que alegría. En la lejana Córdoba un grupo de militares golpistas había iniciado un movimiento para derrocar a Perón. Se habían levantado en contra del poder democrático y cuatro días después alcanzaron su objetivo: Perón renunció a la Presidencia.
El 20 de septiembre de 1955 la Revolución Libertadora destrozó el orden constitucional y ya gobernaba. Nicanor sabía que los golpistas no encabezaban una revolución ni venían a liberarlos. No habría que esperar ni siquiera un año para que otros militares se sublevaran. Estos, para llamar a elecciones, pero serían derrotados y fusilados. También fusilarán a una decena de civiles en José León Suárez, la “operación masacre” de Rodolfo Walsh. Apenas un año faltaba para que el pueblo le asignara un nombre más adecuado a esa “revolución”: sería la Fusiladora.
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El 20 de septiembre de 1955 era martes. Nicanor amaneció como todos los días, se vistió con la ropa de Grafa. En silencio, sospechando que la Argentina dejaba de ser una fiesta, apuró dos mates, besó a Rosa y montó su bicicleta negra rumbo al trabajo.
No izó la bandera.
No lo olvidó. En las plazas de muchas otras ciudades, señores mejor vestidos que los vecinos de Nicanor festejaban la llegada de la Libertadora. Perón partió hacia lo que sería su exilio de casi veinte años. Nadie vio flamear la bandera aquel día en Laprida. Tal vez nadie advirtió la ausencia. Acaso un distraído lo atribuyó al mero olvido.
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¿Qué es un héroe? Un tipo que se anima. Uno que hace lo que corresponde. ¿Importa si es percibido el gesto político? Nicanor no se permitió esa duda. Mientras ensillaba el matungo para iniciar el reparto sintió la tranquilidad del deber cumplido. El General Rawson encabezaría el golpe por unos pocos días. Aramburu también a él lo tumbará. El matungo del kerosene volvió a hacer sonar sus patas cansinas contra la tierra compacta de las calles ese 20 de septiembre. Las amas de casa se asomaron con las latas en sus manos. Nicanor, vestido de ropa de trabajo, saludaba con cortesía y concretaba la venta. La Libertadora imponía su orden de dictadura pero la bandera del mástil del Barrio Obrero del pequeño pueblo de Laprida no estaba allí para saludarla.