Apuntes sobre la misa de Alberto Fernández y Mauricio Macri
Por Diego Kenis
Por estas horas han podido leerse varios cuestionamientos, sin duda legítimos, a la participación del presidente electo junto al saliente en la misa de Luján, el domingo 8 de diciembre. Son ciertamente atendibles, y comparto algunas premisas. Pero no necesariamente coincido en las conclusiones.
Por un lado, por mucho que la institucionalización vacíe de significado al significante, la misa no deja de ser una reunión festiva de personas que, en el descanso de su actividad, comparten el pan y el vino. Las hay laicas y populares, también: el fútbol, por ejemplo. El mismo gol de Racing festejan (bueno, no este último fin de semana) Máximo Kirchner y Horacio Rodríguez Larreta.
La misa es también el espacio donde cada persona hace las paces con quien tiene al lado, incluso si fuera su peor enemigo. Esa rutina periódica es acaso lo mejor del rito. Como decía Borges: la posibilidad de anular el pasado. Por cierto que es posible trazar límites, aunque por naturaleza deberían ser excepcionales: por ejemplo, con quienes han cometido delitos aberrantes que ofenden nuestra humanidad. Pero hacer del límite una regla general nos llevaría, contra el consejo de todo teórico en la materia, a librar una guerra cada cinco minutos: estamos atravesados por las grietas, en todos los planos y aún entre personas que piensan lo mismo. Si cada una es un camino de ida que dinamita el puente por el que pasa, estamos listos.
En cuanto a la gran grieta nacional, es una situación política preocupante: altísima polarización en dos lados que demuestran creciente organicidad, movilización y se sostienen en el tiempo. Son dos modos completamente distintos de pensar el país, sí, pero si se persiste en una lógica excluyente al final del día la mitad ocasionalmente triunfante tendría que decidir qué hacer con la derrotada en turno. ¿Partir la Argentina en dos países, recluir al 40 y pico por ciento que no gusta en la Antártida, o qué? Persuadir, convencer, comunicar, acordar: parecen ser, por el contrario, las acciones políticas más adecuadas del momento que vivimos, en Argentina pero también en un mundo que, en la era de las comunicaciones, no dialoga. Y se va corriendo, así, hacia posiciones cada vez más reaccionarias.
No implica renunciar al proyecto y las ideas que uno milita. Requiere olvidar los rostros dirigenciales que no nos gustan, y pensar que el porcentaje que los votó –y que acaso antes lo hizo de otro modo- se compone de personas anónimas, cuyos votos son legítimos y no queda más acción política que persuadir, dialogando, informando, o acordando puntos mínimos y basales. Una llave pueden proveerla los encuentros y convergencias surgidos de demandas y marcas identitarias que desbordan la pertenencia partidaria.
En ese sentido es que el gesto de Alberto Fernández, en tanto mandatario entrante y –sobre todo- reciente vencedor, parece sumamente sensato para quien elige ser el "presidente de la unidad de los argentinos y las argentinas". La mirada política, cuando busca construir, no puede limitarse a esencialismos irreductibles. Cuando las personas deben ejercer una responsabilidad no siempre están donde quieren y con quien quieren. La política no es aquel recinto confortable donde uno debe recitar aquello de lo que está convencido, para tranquilidad individual de su propio ego. Es servicio que debe, o debería, pensar siempre en los demás.