Allen V. Farrow: esa contradicción que es Woody Allen
Por Manuela Bares Peralta
Mirar el primer capítulo es incómodamente fácil, imágenes de archivo entremezcladas con la voz en off de Allen releyendo su autobiografía A propósito de nada, la palabra de Farrow en primera persona y fragmentos de la película Manhattan. Una mezcla estéticamente confusa, un enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre la moral del autor y la de la obra que, contra sí misma, enciende en nosotros el deseo compulsivo por experimentar nuevamente su obra.
Los estantes repletos de libros, la Filarmónica de Nueva York musicalizando las imágenes de los rascacielos y puentes, una ciudad en blanco y negro coreografiada al ritmo de Gershwin. Manhattan es una de las películas más propias de Allen, donde todas las partes de su cine se entremezclan divertidas, aceleradas, irónicas y neuróticas. También es una de las obras más reinterpretadas al calor de la época por la relación poco convencional pero normalizada entre Isaac Davis, un escritor de más de cuarenta años protagonizado por Allen y una chica de diecisiete años llamada Tracy (Mariel Hemingway). Quizás es el consentimiento y el deseo, o la naturalidad con la que son planteados de forma tan explícita, los que nos obliga a incomodarnos y poner nuestros consumos culturales en debate.
No es casualidad que se tome esta referencia en la obra de Allen para escenificar el nuevo documental dirigido por Kirby Dick y Amy Zering. Un recurso emocional que traza el camino argumental que recorre esta serie en sus cuatro capítulos y que desemboca en la denuncia de Dylan, una de sus hijas adoptivas con Mia Farrow, por abuso sexual. Este recorrido que se nos propone es también la excusa para plantear otro debate al que la serie documental hace caso omiso: ¿Deberíamos cancelar nuestros consumos culturales? ¿Estamos obligados a ensayar un análisis moral sobre el hecho artístico? ¿O podemos renunciar a todo eso?
Allen V. Farrow no plantea ninguno de estos interrogantes, se conforma con edificar una cronología del vínculo que unió por doce años a Woody Allen y Mia Farrow y la batalla judicial y mediática que continuó durante muchos años después. La obsesión por reinterpretar el arte al calor de la coyuntura y los debates presentes, al igual que el peso con el que recibimos el mandato de no escindir al artista de su obra, es una tensión constante de esta época. En esa tensión hay un recorrido y una reflexión que vale la pena hacernos, un interrogante sobre nuestras propias contradicciones y ambivalencias.
Me decidí por describir esa tensión que arrastro cuando pongo en debate conmigo misma y con otros mis consumos culturales, cuando de forma inconsciente o consciente hago un intento por impartir cierta moral o experimentar una comodidad intelectual en la experiencia estética. Esa tensión que me invade cada tanto cuando decido no dejar de ver el cine de Allen o releer Lolita de Nabokov. Un debate interno que fui zanjando, una disociación que sentía ponía en peligro otras posturas. Este documental vuelve a evocar esas tensiones para recrear un nuevo tamiz sobre el cual experimentar la obra de Woody Allen: animándonos a contextualizarla, debatirla y resignificarla sin adiestrarla ni destruirla.