Extrañamos a Maradona, disfrutemos a Messi
Por Diego Kenis
Si el fútbol es pasión de multitudes, su relato suele ser un tango de melancólicos naufragios: todo tiempo pasado fue mejor, canta embebido en fuelles y violines. A nadie escapa que tampoco su opuesto positivista acierta, pero nunca se ha explicado por qué un pasado feliz habría de manchar las alegrías posibles del presente.
Quizás internalizamos demasiado –como en otros planos de la vida- la visión que la tevé nos ofrece de la cancha: dos dimensiones, sin perspectiva. Histórica, en este caso. Es cierto que haber visto a Diego Armando Maradona torna difícil creer que el fútbol pueda lograr pinceladas más bellas y perfectas. Pero hasta su coronación indiscutible el propio Pelusa sufrió esa cadena de comparaciones cuyos eslabones se remontaban a un pasado idílico e impreciso, que nunca existió.
El día después de Maradona es para siempre. Es posible estimar que la costumbre melancólica empeoró con su retiro, para no hablar de su (todavía cuesta escribirlo) muerte. Dos marcas del tiempo. Es fácil que la corriente de nostalgia y admiración lleven a pensarlo a él, y por extensión a toda su generación, como arquetipos de los que sólo podrán derivarse copias imperfectas.
Sin embargo, hay una distancia entre la simple y tranquila melancolía por los momentos felices y aquella que, acaso para defenderse, se refugia detrás del rechazo a los nuevos capítulos.
Así habremos llegado a aquel difuso día en que surgió la mala idea de que para querer mucho a Maradona había que defenestrar a Lionel Messi. Hacer un inventario de sus errores, colocarlo en imaginarias antípodas, repasar la distancia que los separa. Pero Diego fue demasiado grande como para que su brillo necesite el esfuerzo de una confirmación diaria por oposición. Por suerte, él mismo se encargó de defender a la Pulga. Siempre, desde los días que compartieron en la Selección hasta la última entrevista televisiva.
No es tan extraño. Al fin y al cabo, Messi es pura escuela maradoniana. Nació en 1987, en plena era dorada. No falta nunca a una convocatoria, incluso cuando durante años se lo maltrató gratuitamente. Quiso la 10 albiceleste y luchó por la capitanía. Es posible que se haya tomado por herejía lo que fue un hermoso homenaje: ¿con qué otra cosa habría podido soñar alguien nacido en los alrededores de los Mundiales ’86 y ’90?
Por estos días, Messi está desesperado por levantar una copa con la camiseta de la Selección. No siempre se reconoce ese sentimiento, aun cuando se le imputan casi diariamente las Finales que no ganó: tres de Copa América, una de Mundial. Con el ingreso, después de muchos años, a esas instancias decisivas –sin contar el oro olímpico, el Mundial sub20 y los goles de todos los colores- debería alcanzar para que el capitán actual del Seleccionado sea bandera y piernas del sentimiento popular.
Pero no. Es posible que, para quienes lo resisten, Messi sea la corporización de ese cachetazo del tiempo que rotula pretérita una hora feliz. Hay otro modo, válido y acaso más justo, de mirarlo: en Messi sobrevive la época que fue su escuela.
Al carretel fantástico de la Pulga le queda todavía hilo, pero su carrera ha doblado ya el recodo final. La estación Pasado vuelve a dibujarse en el horizonte, lejana todavía pero ya en el camino. Durante esta Copa América de Brasil y la pandemia, Messi cumplirá 34 años. Sería hora de comenzar a disfrutar lo que se nos desdibuja, por naturalizado, por persistente durante 45 años y casi sin interrupciones: el mejor del mundo (antes Diego, hoy él) nació acá, y quiere jugar con nuestra camiseta.
Es difícil pensar que la vida, la historia o aquel Dios invocado por su Mano quieran enviarnos un nuevo exponente superlativo que otra vez continúe la herencia de ensueño.
Mejor será disfrutar a Messi ahora y desear su éxito en la carrera contra el tiempo por torcer el destino. Para que la escuela continúe viva, el piberío siga soñándose 10 y celeste y blanco, zurdo y capitán, y las nostalgias de mañana puedan endulzarse con nuevas esperanzas.