"La carrera": una obra de teatro que interpela nuestros deseos
Por Adrián Dubinsky | Foto: Matías Lebrero
Por decisión del autor el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Pocas veces el espíritu de una época se hizo carne en una obra de teatro con tanta solvencia como se lo ve en La carrera, no es lo mismo respirar que vivir. El arte de hacer una crítica sin spoilear nunca fue tan sencillo; el arte de hacer una crítica a secas, nunca fue tan complejo.
Ya de entrada uno llega con la cosa empezada; es decir, que desde el principio sabemos que la velocidad nos empuja a sentarnos rápidamente en nuestros asientos. Como si todo estuviese cronometrado (lo está, y tendremos indicios explícitos de ello, lo cual nos dará cierta previsibilidad en lo imprevisible), ni bien se sienta el último espectador, comienza la carrera, como si esos movimientos robotizados del inicio fueran el precalentamiento de lo que se viene; y lo que se viene es… ¡agarrate!
Por momentos me vi sentado y en conexión con cada una de las personas allí presentes, y presentí que todxs estábamos siendo interconectados por medio de los cuatro personajes -dos mujeres y dos varones, no necesariamente cisgénero todo el tiempo, pero tampoco heterosexuales y heteronormadxs durante toda la escenificación; ¿y acaso no comienza a ser así este presente tan del futuro? Quienes teníamos enfrente ese cuadrilátero delimitado por un borde rojo podíamos darnos cuenta que desde el principio íbamos a estar atravesando cierta universalidad de dilemas existenciales, que los personajes estaban imbuidos de tal versatilidad que, aún siendo cuatro todo el tiempo, en su sustrato eran legión; una miríada de seres como aquellas que habitan las megaciudades del todo el mundo, de esas infinitas pistas de carreras en las que solo llega el mejor, pero que siendo la intensidad de posibilidad egregia tan alta, termina siendo pura idea de perfección sin solidez humana dentro; una imposibilidad de la existencia como los humanos que creemos que somos.
Se percibe en la obra -aunque luego supe que no- una introspección munida de coyunturalidad pandémica: pocas veces la humanidad en su conjunto y en su totalidad, tuvo el tiempo (obligado) de sentirse detenido en la tierra, y ni siquiera la inexorable rotación diaria se impuso con su capital utilidad del tiempo rentada, por horas, a la que estábamos acostumbradxs; y la deducción remite a un libro sólido que, a la vez que dota a la pieza de un ritmo domador de rivotriles, la misma está habitada por una introspección filosófica rayana en un existencialismo, diríamos, de orden práctico. Hagamos una prueba: siéntense en su espacio favorito de la casa, o, mejor dicho, ubíquense en la posición que más les predisponga a la introspección, y una vez allí, mírense, observen los sueños muertos, las zanahorias eternas, la búsqueda implacable, el sentido del sinsentido. Si es que pudieron hacerlo, verán lo complejo que es encontrar un mínimo de sinceridad con unx mismx, y es allí en donde la obra cobra una talla inesperada: una dimensión cabal de la actuación diaria en la que incurrimos, cumpliendo a rajatabla nuestros papeles ordenados. Es tan certera la lectura de cómo actuamos, que es imposible no llegar a la risa, con lo cual, por momentos, la obra alcanza ápices tragicómicos.
El mismo ejercicio que unx puede intentar en soledad -el de la introspección cruda y, por qué no, con un poco de cinismo-, en la sala se torna una disección de los deseos inescrutados, de las posibilidades autonegadas, del optimismo del desastre, de la falta de sinceridad para declararnos, de una vez por todas, ignorantes del sentido de las cosas, impávidos ante lo absurdo de las posibilidades que nos ofrece el juego, de lo flaco, en definitiva, de nuestros anhelos. Tanta velocidad para ir a un lugar del cuál ignoramos casi todo: dónde, por qué, para qué; no obstante, vamos, como vamos al teatro; y acaso en este ensayo de escritura casi automático, con la obra fresquita en la sangre, en esta última afirmación, se encuentre uno de los motivos de esa carrera que emprendemos sin ton ni son y para la cual estamos obligados a entrenar desde que nacemos: uno va al teatro a pasarla bien.
La ultima afirmación del párrafo anterior, nos lleva a cuestionar algo que la obra hace todo el tiempo. Qué es pasarla bien y cuánto empleamos en hacerlo. Si pasarla bien es un deber ser de la diversión pasmosa y meramente análoga a la risa, lejos estaremos de poder disfrutar algunas obras de arte que, distante de darnos regocijo, nos interpelan al punto en que, ese mismo desafío al que cierta incomodidad nos compele, no deja de ser placentero; algo similar a la adrenalina que dispara la dificultad de un crucigrama.
La vida del día a día está representada con estridencias, con los acentos puestos donde deben estar. La dramaturgia -a cargo de Jowy Sztryk-, en un espacio y tiempo finito, mensurado con exactitud, no deja conflicto de lxs sujetxs del hoy sin topar de frente, y ese es un logro de síntesis que pocas veces vemos en las salas: en menos de una hora podemos ponernos en la piel de cuatro individuxs cuya sola finalidad en la vida parece ser correr sin sentido, para adelante, buscando algo que no necesariamente quieren y, mucho menos, precisan. El bisturí de la autora disecciona toda relación del presente: desde un encuentro de Tinder hasta una reunión de un grupo de amigas, desde un choque casual en la calle hasta la valentía de intentar conocernos interiormente.
Si bien hay carrera, no hay posibilidades de correr en línea recta en un cuadrilátero de cuatro por cuatro: una caja, cerrada, donde deambulan los fantasmas que acarreamos no con carga plasmática pretérita, sino con la imposibilidad de hacerse carne en el futuro. Por otro lado, la interpelación desde la dramaturgia, no la podríamos comprender cabalmente -aunque la obra se observe, en última instancia, en esa soledad grupal que nos brinda el teatro- sin entender que tras toda obra hay una persona, una inquisidora colmada de subjetividades que subvierte creando.
Lxs actrices/actores -Martina Alonso, Alejandro Monetta, Agustín Vera y Jowy Sztryk- hacen un despliegue físico y actoral a tono con la propuesta y con el título; y la dirección, efectuada por Fernanda Provenzano, les saca el jugo en una puesta minimalista, pero que a la vez se vuelve neobarroca debido a la cantidad de tópicos que introduce en ese cubículo imaginario en el cual las luces -y las sombras- cumplen un papel destacado. Si hay algo que queda develado en el trabajo actoral, es la fetichización que toda obra guarda en su interior: solo vemos el “producto” terminado y dejamos de percibir la cantidad de horas de ensayo y de entrenamiento que tiene esta obra para alcanzar tal exactitud de tiempos y cruces y entrecruces.
La propuesta, en definitiva, nos invita a pensarnos en tres niveles, al menos: como individuxs, al buscar un “lugar” en la vida; como grupo humano, al despersonalizar las procuras de un otrx; y como sociedad, que dejó de estar en comunión con su mundo para perseguir un “deber ser” tirano y alienado. Todos los miércoles, a las 21 hs, en El Método Kairós -la sala de El Salvador 4530, en Palermo- se larga una carrera: ¿te animás a correrla? Quién te dice, correr un rato te lleve a correr menos.