Muñeca rusa: el riesgoso recurso de viajar en el tiempo
Por Diego Moneta
Tras una gran presentación inicial, el 20 de marzo Muñeca rusa estrenó su segunda temporada. Revalidar las posiciones nunca es fácil, mucho menos en la industria del entretenimiento donde asistimos a una competencia feroz entre las distintas plataformas y productoras de contenido. La regla de que las segundas partes no son buenas pesa, más si el desafío es estar a la altura de una serie que había cautivado inicialmente por su propuesta innovadora con tono y estructura peculiar. Era difícil alcanzar la misma magia.
De regreso, luego de más de tres años, la tira creada por Natasha Lyonne, Amy Poehler y Leslye Headland encuentra nuevos rumbos en su propio hilo temporal, que se planteó desde el inicio como su campo de reflexión. En lugar de estar atrapada en un bucle que repite su muerte y le provoca tormentos, ahora Nadia (Lyonne) está obsesionada con su vida y trata de comprender ciertos aspectos que la marcaron, empezando por su madre Lenora (Chloë Sevigny) ya fallecida, con la que aún le quedan un par de traumas sin resolver. En esta temporada, el pasado es el verdadero protagonista.
Cuatro años después de la primera temporada, Nadia— cerca de cumplir 40— visita a su madrina Ruth (Elizabeth Ashley) y, tras subirse al subte, una falla en el espacio-tiempo la lleva al año 1982. El contexto se llena del aura que rodea a Taxi driver. La experiencia la ha fortalecido, por lo que se deja llevar: quiere recuperar la fortuna familiar en monedas de oro, perteneciente a sus antepasados que huyeron del Holocausto, porque lo considera un hecho determinante en su historia. La única pista es Chez (Sharlto Copley), amante drogadicto y paranoico, quien fuera el compañero de delitos de su madre.
Los viajes en el tiempo se han vuelto más surrealistas, pero toda la premisa gira en torno a la aceptación por parte de Nadia de cómo se desarrollaron los sucesos de su pasado. Ya no hay Matrioshka. Del clásico El día de la marmota nos vamos a Volver al futuro, lo que hace tambalear los cimientos de la identidad propia de la producción. Ha cambiado el eje de la búsqueda y el reparto sufre una reorientación en su trama, en la que Alan (Charlie Barnett) aparece incorporado, de manera inesperada, en una bifurcación de la narración principal, para que pueda descubrir su historia familiar y, al mismo tiempo, descubrirse a sí mismo.
La voluntad desorientada de Nadia ahora se expandió al resto de la serie. Los personajes no son tantos y sus aristas no son igual de relevantes en comparación, pero la narrativa nos obliga a estar atentos. La densidad aumenta, a pesar de que siguen siendo pocos capítulos de corta duración. El humor y el ingenio se mantienen. Lyonne es, otra vez, la impulsora de Muñeca Rusa. La sintonía entre la banda sonora y el apartado visual sigue fina. La puesta en escena agrega zooms descompensados— lo que recuerda a Cube—, en un viraje a una apuesta más cercana al surrealismo que al realismo mágico de la entrega inicial.
La tarea era complicada pero en el afán de hacer una revalidación de su éxito la segunda temporada de Muñeca rusa, por momentos, se siente cómo un cliché, casi de memoria, que termina por conformar una historia aislada sin continuidad, que no se esfuerza en dar las explicaciones necesarias. Hay más desorden heterogéneo y menos fineza en la lógica. La oscilación entre las experiencias curativas y los dilemas alrededor de la modificación del pasado para mejorar el futuro demuestran, igualmente, la potente perspectiva de Lyonne.
Muñeca rusa se dispersa, si bien es por una apuesta más arriesgada. Aquellos pequeños terremotos a mejorar se descartaron. En lugar de contener la historia, la serie lanza a otro viaje sobrenatural. Aunque todavía no hay confirmación, el plan de tres temporadas siempre fue la idea del equipo de trabajo de las tres creadoras. Tal vez esa instancia permita otorgar una mejor comprensión del arco narrativo y volver a colocar a la producción en ese lugar que se había ganado a base de innovación y estructuras dislocadas.