Una interpretación disidente del vínculo poliamoroso
Por decisión del autor, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
Tal vez la idea del poliamor pasó de moda, no lo sé, hace rato que no escucho que se la nombre seriamente, aunque nunca es tarde para revisitarla una vez más. Lo haré de la mano del libro de Brigitte Vasallo: El desafío poliamoroso. Por una nueva política de los afectos, que acaba de salir en nuestro país por la editorial Paidós.
No es que no me guste la idea de las relaciones poliamorosas, ni que piense que no debamos darnos con urgencia una nueva política de los afectos. De hecho, comparto gran parte de la crítica que elabora Vasallo, la primera es que no hay que confundir la relación poliamorosa con la poligamia ni nada por el estilo —como por ejemplo con la figura de la amante, que no por casualidad suele referir inmediata y mecánicamente a una mujer y no a un hombre; esto no sucede porque no haya mujeres con parejas estables que a la vez tengan sus amantes secretos, por supuesto, sino porque socialmente al hombre se le asignan amantes, mientras que la mujer es significada como una puta que se acuesta con cualquiera. Esta manera de catalogar los vínculos sigue bastante viva en el imaginario social de nuestra sociedad deconstruida. El vínculo poliamoroso, en cambio, es plural, pues todas las partes tienen derecho a expresar y concretar libremente sus afectos, sin centro alrededor del cual girarían todos los otros vínculos, sin confesiones vergonzosas ni llantos desconsolados. Un vínculo poliamoroso es horizontal, transversal y reflexivo.
La segunda crítica que recupero es que el discurso poliamoroso fue capturado por el neoliberalismo y la academia, que si bien parecieran ser irreconciliables, en el fondo están más emparentados de lo que nos gusta aceptar —podemos preguntarnos hasta cuándo la Academia logrará reproducir ese mundo de ilusión hecho a su medida.
Hay otras ideas que también me atraen del libro, como cuando Vasallo escribe que éste “no es un libro escrito para hacer amistades”. Si bien se pone en ese lugar imaginario de confrontación, solo lo hace idealmente. El problema de este enunciado cuyo contenido comparto es que no es cierto, pero ¡qué lindo sería que lo fuera! ¡Basta de libros que denuncian hipócritamente a nuestra sociedad pero que no cuestionan su propio sentido común, ni el de sus amigos ni el de su clase social! Pero ¿quién los leería?
Ahora bien, para respaldar este deseo de quebrar la columna vertebral del progresismo que tiene Vasallo, no ayudan mucho ideas como esta: “Y es así, con toda esta acumulación de violencia, rapiña, egoísmo, inseguridad, inestabilidad, competición y exclusión que el sistema monógamo nos prepara para habitar el mundo”. Guau. Esta idea no ayuda no porque no estemos de acuerdo con ella, sino porque es muy difícil no estarlo: ¿hay algún discurso que defendería la violencia, la rapiña, etc. en el campo político-cultural en la actualidad? Se las practica en todo caso, pero no se las defiende abiertamente. A esto podemos sumarle la crítica al patriarcado, al coitocentrismo, al porno y a otras prácticas que la autora engloba bajo la denominación de “sistema monógamo”. La monogamia no es una práctica, es un sistema, una forma de desear el vínculo. En verdad, llega a escribir Vasallo, son todos los sistemas de opresión (como el capitalista, el colonial, el monógamo), que nos explotan y nos desahucian, los que se sostienen sobre las falsas “promesas de la felicidad” —una felicidad, diría yo, que en verdad tiene el tamaño de nuestras frustraciones. Ahora bien, lo que sostengo tampoco significa que debamos creer en esas promesas o esas exigencias de felicidad, obvio, pero ¿alguien que piense dos minutos en nuestra situación afectiva y existencial puede estar en desacuerdo con lo planteado por Vasallo? ¿Alguien puede no querer ser su amiga?
“Hay que cambiar el paradigma relacional en su totalidad”, sostiene la autora, y de nuevo no podemos dejar de coincidir. Ahora, ¿cambiarlo por cuál otro paradigma? ¿Un paradigma en el que todos, todas y todes nos respetemos en nuestra singularidad? ¿En el que todos y cada une seamos capaces de sofrenar nuestros miedos y nos abramos a les otres sin confrontar ni querer dominarlo, sino basándonos en “la cooperación y los cuidados mutuos”? Recurriendo a un concepto que pergeña la misma Vasallo, a esta forma de imaginar la revuelta poliamorosa de los afectos podríamos denominarla una “revolución de pacotilla”.
Para poner un último ejemplo con el que, una vez más, no podríamos no estar de acuerdo, la autora escribe: “El individualismo extremo es el triunfo último del capitalismo emocional”. Y sí, el individualismo, el egoísmo, el narcisismo, la indiferencia por el otre, etc. son evidencias del triunfo del capitalismo afectivo o emocional. Ahora bien, la denuncia al individualismo no es más que la otra cara del mismo fenómeno fabricado por ese capitalismo afectivo que nos subyuga. Si se quiere desmontar esta maquinaria explotadora, habría que ubicarse en el quiasmo que se abre entre los opuestos, ese lugar no tan claramente identificable en el que no necesariamente estamos a favor o en contra de algo.
A lo largo de la vida, cualquiera puede tener vínculos sexo-afectivos de lo más diversos, vínculos sexuales de un género y de otro e incluso sin género, vínculos afectivos profundos que llevan a parejas estables que terminan en hijos amados, vínculos afectivos y amorosos profundos con amantes que duran décadas, vínculos sexuales casuales e incluso híper casuales, de esos que se consuman en una noche en un auto, vínculos casuales continuados en el tiempo, vínculos románticos y vínculos antirrománticos, vínculos paralelos y vínculos perpendiculares, vínculos que rompieron vínculos. Tal vez todas estas formas de vínculos tengan un único sentido, que sea reafirmar al yo que las experimentó y que requiere de esas confirmaciones, como si ese yo solo valiera por ellas. Pero acá lo importante no es la cantidad sino la calidad del vínculo, fundado en la confianza, el respeto y la honestidad con el otro y consigo mismo, si tal cosa es posible. El Marqués de Sade se moriría de risa con un comentario como éste.
Dicho así, de manera serial, parece, además, el discurso de un/a ganador/a de clase media, blanco/a y universitario/a, es decir, el representante de la clase media, la clase culturalmente hegemónica y conceptualmente dependiente, que es deseado/a y que cumple su deseo. Pero encarne en quien encarne un personaje como éste, es a él al que hay que desmontar y destruir, al precio de lo más preciado, al precio de lo que gusta o no gusta –en verdad, lo que hay que deconstruir siempre es cualquier posición de poder, para lograr ejercer el poder de otro modo. No son decisiones de la voluntad y mucho menos de la consciencia las que empujan a este tipo de renuncia y abandono, sino simplemente (¿simplemente?) la aceptación de una realidad. De lo que estamos hablando es de los códigos que sobredeterminan la realidad en la que vivimos.
Ahora bien, he aquí la cuestión que quería plantear: porque para bien y para mal siempre formamos el vínculo a partir o alrededor de lo que nos gusta, como si eso que nos gusta fuera nuestro tesoro más preciado, cuando lo que nos gusta es precisamente lo que debe ser destruido y reemplazado por otros vínculos que se encuentren más allá de esta manera de organizar nuestra vida. Como pensaba Sade, en el fondo la diferencia entre lo que no nos gusta y lo que nos gusta es muy plástica, casi inexistente.
Si hay un motivo por el que me resulta imposible confiar en el poliamor, no es porque todo esto que vengo desgranando no me convenza, lo que no me convence es que en el fondo sobrevive la idea de amor, que es el auténtico problema. El amor auténtico, ese sentimiento que nos hace tan vulnerables y por lo general nos idiotiza, como si fuera una enfermedad psíquica. Como escribe Vasallo: amor (®), el amor registrado, y que yo, recurriendo a ese mismo símbolo, llamaba en 2018 afecto (®).
En todo caso, quizás la manera auténtica de llegar a una relación amorosa fructífera y potable exija que antes el individuo pase por situaciones de despojamiento extremas, situaciones límites en las que el yo queda sepultado debajo de una montaña de relaciones sexuales sin afecto, sin ningún afecto, apáticas, vacías de consideración por el otro, pero también vacías del propio placer, un sexo egoísta (no narcisista, porque ese yo que concentra el interés es lo que hay que destruir), es decir una forma de vínculo que nuestra sociedad progresista aborrece, aunque secretamente alienta y reproduce.
Cuando viene un amigo hetero y me dice: yo espero que primero termine ella y después termino yo, y lo dice como un gran gesto democrático, advierto el hiato que desnuda la catástrofe que llevan consigo nuestros ideales de democratización y respeto. No es que sea mentira este deseo, es que cubre otro, el auténtico, el inconfesado, que consiste en alcanzar su propia satisfacción. Pero, ¿somos capaces de renunciar a esa satisfacción? ¿Somos capaces de imaginar otra relación que no tenga como fin el propio orgasmo y la eyaculación, séase de un género o de otro o de otro?
Estoy seguro que puede hacerse, pero para lograrlo hay que tirar abajo la forma en la que fuimos educados y la psique que nos formamos. Tal vez esto ya se está llevando a cabo, de hecho, y el sexo se haya vuelto insignificante, a diferencia de lo que significó para mi generación, que depositaba en él el develamiento de capas del ser que de otro modo permanecerían veladas y reprimidas. Es probable que ese Rey Sexo, como lo catalogaba Foucault, ya no exista, aunque la sociedad y las fuerzas que se le oponen desde el progresismo sigan proponiendo argumentos para su reproducción.