¿Cómo escribir un libro brillante y no volverse loco en el intento?
Había una vez había una vez.
En mi vida adulta viví equivocado en muchísimas cosas, creyendo cosas que nunca debí creer, una de esas cosas es esta: siempre creí que El resplandor, el libro de Stephen King, era mucho más brillante que la película de Stanley Kubrick: El resplandor. Achaco el error a mi tendenciosa mala memoria y a esos prejuicios librescos que denigran las artes de masas, como era considerado el cine en nuestro país aún en la década de 1980.
El libro versus los medios, una discusión muy importante hace menos de medio siglo atrás y que hoy ya no tiene ningún sentido.
Había específicamente un motivo por el que el libro era, en mi antigua opinión, mejor que la película, que vi tres o cuatro veces a lo largo de mi vida. Ese motivo era ese límite frágil que separa la realidad de la fantasía, la razón de la locura, y que en el libro se borroneaba hasta la indistinción, o así lo creía yo. A nosotros nos enseñaron que la mejor palabra, la palabra justa, es la que no se pronuncia, aunque su sentido deba resonar de modo rotundo en el texto. El mejor camino es el indirecto, aunque corramos el riesgo de perdernos en el sinsentido. Lo que se quería decir, debía permanecer en silencio.
Se ve que como lector empedernido compré en su totalidad el mito de que la literatura es un arte más elevado que el cine. En los años de mi formación, el campo literario hizo todo lo que estaba a su alcance para impedir que las masas y los medios de masas invadieran su territorio, y el cine era uno de esos “medios” en disputa. Obviamente, la resistencia libresca fue derrotada, y el campo invadido por los “bárbaros”. Enhorabuena.
Para mí, ese instante difuso en el que se pasa de una dimensión a otra, de lo normal a lo fantástico, de lo que es posible y cotidiano a lo que es imposible aunque ocurra frente a nuestras narices, en esas oraciones sublimes que nos llevan de la mano para que creamos cosas o seres que en otro contexto nos parecerían ridículas, es muy complejo de lograr en el cine porque es un arte en el que hay mostrarlo todo, mientras que en la novela se puede argumentar, o mejor dicho, hay que imaginar los fenómenos a partir de sugerencias e indicaciones. Cuanto menos perceptible sea la metamorfosis, más logrado será el efecto.
Mi recuerdo de la novela insistía en que había algo fenomenológico en sus descripciones (el método fenomenológico describe la realidad, no pretende explicarla, según el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty), y que el tras-paso o la conversión de los personajes se parecía a esos degradés rembrandtianos sutiles, casi imperceptibles, que culminan en una oscuridad insondable. No sucede esto —también debo confesar que hasta hace muy poco tiempo creí que la versión que había leído la había traducido César Aira, que tradujo otras novelas de King pero no The shining.
Como lector empedernido compré en su totalidad el mito de que la literatura es un arte más elevado que el cine.
Un recurso muy obvio para representar esa transición es el sueño, un recurso que defrauda hasta la tristeza o la puteada. Después de la mariposa que sonó ser un chino el sueño es un mecanismo obsoleto.
Ya estamos más que acostumbrados a los espejos o los roperos que sirven de aduana entre una realidad y otra, así como las conexiones a una red o a la ingesta de alguna sustancia para embriagar y consumar el cambio. En el cine este proceso suele ser evidente. Bueno, en esta novela de King no sucede como yo había imaginado que sucedía, aunque no deja de ser atrapante y verosímil.
La fuerza alrededor de la cual gira toda la trama es algo así como la telepatía con un poco de adivinación, experiencias en las que el conocimiento científico, el periodismo más rancio y el mismo sentido común nos impiden creer. Pero un lector/espectador hedonista puede más o menos fácilmente dar un paso al costado de esta lógica prosaica y banal, y entregar su alma al ensueño. No es que la manera medio burda que utiliza King no surta efecto, pues el lector acepta que una comunicación como esa es quizás factible, solo que al final a lo largo de las más de quinientas páginas del libro hay decenas de personas que “esplenden”, aunque nadie “esplende” con la intensidad y la calidad que lo hace ese chico de cinco años que se llama Danny Torrance. Y eso tal vez en Estados Unidos sea normal, pero entre nosotros, argentinos nativos, no: con más de cincuenta años largos apenas si conocí a un par de este tipo de personas, no es posible chocar con ellas en cuanta calle uno desbarranque, como le ocurre a los personajes de King. Entre nosotros funcionan otros mitos.
Paralelamente a la construcción de este tipo de comunicación psíquica o telepática, en la historia de El resplandor ocupa un lugar central la construcción de la locura de Jack Torrance, un escritor que, confiesa el narrador, fracasó hasta en ser un borracho en buena ley. En la novela se abunda en la influencia de las experiencias infantiles para justificar este desvío irreparable: la repetición es mecánica. En la película, en cambio, la locura de Jack se debe antes que nada a su impotencia para escribir —una de las escenas más traumáticas de la película es cuando la mujer descubre que lo que su marido había estado tecleando todas las noches en su máquina de escribir eran cientos de páginas repitiendo una misma oración: “All work and no play makes Jack a dull boy” (traducido en los subtítulos de la película como: “No por mucho madrugar amanece más temprano”, que también podría traducirse como: “Todo trabajo y nada de juego hacen de Jack un niño aburrido”; en la novela nunca se sabe lo que escribe Jack, aunque se sabe que no lo conforma).
El primer paso para escribir una novela brillante es no repetir todo el tiempo una única oración.
En la película, la locura aparece como una posibilidad permanente en la vida del escritor, de cualquier escritor, pues la sensación de fracaso, de no poder lograr lo que se desea, de ser siempre inferior a las palabras que se pretende encontrar, puede provocar el comportamiento inverso: la megalomanía y la persistente negación de la realidad, como le ocurre al personaje actuado por Jack Nicholson. En la novela, este conflicto, que es un tópico clásico en la literatura universal, es evocado muy al pasar, y no está esa revelación palpable de la locura de Jack, que es la “obra” a la que se dedica todas las noches. A Jack, en la novela, lo teledirige directamente el Overlook, ese hotel que aparentemente encierra toda la historia del país desde que fue construido a comienzos del siglo pasado, que tiene una especie de vida propia y se apodera de sus huéspedes hasta la locura y el brutal asesinato.
La película de Kubrick es más sutil, la “posesión” es más por parte de los personajes del pasado que por una fuerza maléfica proveniente del hotel.
La otra diferencia que inclina la balanza para el lado de la película y no del libro es el jardín que rodea al Overlook. Mientras que en la novela son unos setos recortados con formas de animales que en ciertas ocasiones se insuflan de vida y atacan a los personajes, en la película es un laberinto enorme hecho con paredes de arbustos recortados en donde el padre termina perdiéndose como un Teseo que se quedó sin su Ariadna.
Moraleja: el primer paso para escribir una novela brillante es no repetir todo el tiempo una única oración.