Argentinos, a las cosas: coordenadas para construir una ética, una épica y una estética del pragmatismo
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Ya vivimos los primeros seis meses en el ajuste más grande de la historia del Estado Nacional, como lo nombró el Presidente en Tucumán. Contra los pronósticos llave en mano que vienen en el starter pack de la política, ni se cayó el gobierno, ni se debilitó hasta quedar grogui. Al contrario, se anotó dos logros políticos relevantes a caballo de los altos índices de imagen positiva que aún ostenta: la sanción de la Ley Bases con el paquete fiscal; y la firma del Pacto de Mayo. Y sí, son victorias. Nos hacemos trampa si los relativizamos. Que cuantos artículos tuvieron que modificar, que sí negoció esto, sí cedió en lo otro, que tales gobernadores se bajaron. Milei tenía que demostrar que podía articular algún apoyo político en el marco de su programa económico para ofrendar a los acreedores, y lo hizo.
En paralelo, la macro ordenada con motosierra y licuadora nunca dejó de tener filtraciones. Es el principal factor que esmerila la fortaleza de Milei. Pero por el momento, es una gota cayendo sobre una piedra. A veces con mayor o menor frecuencia, según los manejos creativos que le imprime Toto Caputo a la caja. La confianza del resto del sistema político descansa en que los malabares en algún momento se terminan, es una apuesta por la obra del tiempo. Sin embargo, el crack civilizatorio que significó el triunfo libertario cambió todas las coordenadas de la sociedad que conocíamos, lo que nos lleva a poner en duda la hipótesis economicista. Gran parte del apoyo que tiene Milei no es ciego, es una mayoría que eligió a conciencia transitar por el desierto, con tal de romper el empate paralizante de las dos coaliciones del post 2001.
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No tiene mucho sentido aventurar cuándo se termina la paciencia de una sociedad, que ya la había perdido mucho antes de que gane Milei. Operemos sobre esa realidad que ya existe aunque no nos guste: nadie espera nada de la política. Y pareciera que la dirigencia opositora vio el focus group y actuó en consecuencia, Milei corre esta carrera en soledad. Desde las gradas, la oposición fluctúa en dos cuadrantes: la denuncia permanente y la colaboración impostada llevada al paroxismo. Ambas, opuestas entre sí, son funcionales al relato del oficialismo. Los extremos se tocan.
Si acercamos la lupa, en el “campo nacional y popular” (léase el peronismo y sus satélites), el debate está hegemonizado por quién cita o interpreta mejor la doctrina. Una discusión de bibliotecas que de a ratos nos remite a la prensa trotskista y sus textuales de los padres del marxismo, como validadores infalibles de un argumento. El volver a Perón, tanto por derecha como por izquierda, parece más una excusa para delimitar el espacio que para construir una alternativa. Por el momento, nadie propone salirse de los usos que la política le dió al peronismo, y revisar los usos que le dió el pueblo.
Hay una oportunidad de volver a pensar el peronismo no como un conjunto de postulados y signos folclóricos, sino como lo que siempre fue: una estrategia de poder. En ese sentido, no achicarse en lo identitario, sino ensancharse en lo común.
¿Pero qué es lo que compartimos como sujetos en esta época tan narrada como moralizada? Lo que trasciende este presente y el que vendrá, la vida. Más precisamente, la defensa de una vida que merezca la pena ser vivida. Parece una sentencia romántica al límite de lo naif, pero es un mandato ético y humano: nadie vino a este mundo a sufrir, el desarrollo individual y colectivo sólo es posible en armonía.
Un acuerdo programático en torno a lo cotidiano, no solo puede reconstruir el vínculo entre la política y lo concreto, sino que puede ser la condición de posibilidad de un nuevo pacto democrático que reemplace al que estalló en la segunda vuelta del 2023. Una tarea que demanda amplitud, y osadía para salirse de lo conocido.
Los vidrios rotos que la política debe recoger de su lazo con la ciudadanía, puede intentar unirlos valiéndose de esas contraseñas: las simples cosas, el bienestar, lo de todos los días. El transporte eficiente, disfrutar del espacio público, alquilar de forma justa, acceder a los tratamientos de salud mental. Los tiempos de la jornada laboral y la importancia del ocio, el arte y la cultura. La nutrición saludable, el emprendedurismo y las finanzas personales. Todo aquello que nos suena, porque es palpable.
Mejorar los estándares en los que se encuentran estas categorías como mandato. Las batallas simbólicas pomposas están tan concentradas como lo está la riqueza en el mundo, representan una preocupación urgente solo para un sector reducido del nicho cultural en el que se ha convertido la política: un grupo de gente interesada en los asuntos comunes, generalmente bien intencionada, que consume la misma información y transita por los mismos pasillos. No son batallas que sirvan para galvanizar siquiera a la totalidad de la militancia.
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Si el diálogo y los acuerdos estaban vaciados de contenido y colonizados por el marketing, hoy existe la oportunidad de resignificarlos. Conviene, entonces, desarrollar una ética, una estética y una épica del pragmatismo como camino hacia la producción de un nuevo bienestar. El pragmatismo no entendido como claudicación ideológica o metáfora del toma y daca, sino como el espíritu de un accionar orientado por objetivos y resultados.
El diseño de un orden alternativo no va a ser el tiro de gracia de este presente del sálvese quien pueda, pero es una condición ineludible. Un régimen afectivo no se desvanece sino por la creación de otro más fuerte y de sentido contrario. Mientras la política sea incapaz de bocetar, con imaginación activa, la arquitectura de un futuro comunitario fraterno, no habrá escapatoria al estado de cosas existente. Hay condiciones: este sigue siendo el país de la gauchada. Es un país en el que la mayoría se conmueve por los que sufren, metan la boleta que metan en el cuarto oscuro después. Si no vamos al llano a buscar las verdades que nos faltan, si no anteponemos el valor de esos gestos de empatía por sobre los grandes axiomas, el día después de Milei nos sorprenderá enredados en discusiones tecnocráticas apiladas como colillas en el cenicero de las buenas ideas, por no tener donde depositarlas ni con quienes hacerlo.
No podemos tener como horizonte que la revolución sea que todos recitemos la misma doctrina. En un mundo que permanentemente nos quiere romper el cuerpo y la mente, lo revolucionario es tenderle la mano al que no da más. Ayudarlo a levantarse cuando se cae. Y sobre todo, nosotros dejarnos levantar cuando nos caemos. Ese otro puede ser un individuo, la comunidad o el Estado. No importa cuál de los tres, siempre y cuando suceda.
Tenemos que buscar unir la política con aquellas cosas que hacen de la vida, lo que imaginamos de ella. Para poder hacerlo, hay que dejar de arrogarse la representación de determinadas causas, por una suerte de herencia histórica, y empezar a ejercer la representación en su sentido más elemental. Pasar de lo declamativo a la práctica política.
Parece un horizonte titánico, pero la vara está baja: que la política resuelva algo. Argentinos, a las cosas.