No te mueras: blues neocapitalista de la inmortalidad

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No te mueras: blues neocapitalista de la inmortalidad

28 Febrero 2025

Don't die: the man who wants to live forever -No te mueras: El hombre que quiere vivir para siempre, en español-, estrenado al inicio del año, es un documental dirigido por Chris Smith. Narra una historia en la que el doctor Frankenstein y su criatura pueden ser vistos como la misma persona: el multimillonario y biohacker Bryan Johnson. La acción no se desarrolla en un castillo tenebroso sino en la confortable residencia de Johnson, equipada con un centro médico y un gimnasio ultra sofisticados.

Johnson nació en el seno de una familia mormona de clase media de Provo, Utah, y Smith resume con demasiada premura su trayectoria vital, desde que era un gordito con cara feliz que trabajó en diversas compañías por bajísimos salarios hasta su salto como ejecutivo de Paypal. Ya dentro del gran juego corporativo, Johnson fundó su propia empresa, Braintree. Exitoso y con una familia constituida, llegó el momento en que no encontró razones para vivir. Fantaseaba con suicidarse, le costaba levantarse de la cama. Vendió Braintree por 800 millones de dólares, se divorció y abandonó el mormonismo. Tras diez años de depresión crónica, nos cuenta Johnson, el pasaje a su sanación fue crear el protocolo de antienvejecimiento Blueprint, que lo llevó a darle la prioridad al cuerpo por sobre la mente que lo estaba enfermando.

La estrategia de Blueprint apunta al no envejecimiento, y este apunta, como si todo fuera tan transparente y lineal, a no morir. Sin embargo, la experimentación a la que Johnson se somete no es transparente ni lineal. Las rutinas protocolares se componen de entrenar diariamente como un deportista de alto rendimiento, tomar casi cien pastillas diarias, inyectarse sustancias diversas, comer un poco más de un kilo de verduras, ponerse una gorra de diodos láser para mantener el crecimiento regular del pelo, tratarse la piel con rayos infrarrojos, y un largo etcétera.

Johnson es padre de tres varones, aunque sólo uno de ellos volvió a vivir con él tras el divorcio: Talmage, un adolescente que al igual que su padre renunció a la fe mormona. Se lamenta de que sus otros hijos estén alejados, nada dice de su ex esposa y concede poco más sobre su vida privada al mencionar a Taryn, una ex segunda pareja que le hizo juicio después de separarse, enferma de cáncer. 

Cuando Talmage se va a estudiar a la universidad de Chicago, el documental se asemeja a un culebrón lleno de golpes bajos. Johnson privilegia, al menos eso dice, su relación con el joven por sobre todo y le duele, aunque comprende, que se vaya de su casa. Para sellar su relación, obtiene plasma de su sangre, y a la vez dona a su propio padre. Esta recirculación es para Johnson una reconciliación con Talmage, a quien no vio durante mucho tiempo, y con su padre, que reconoce que Bryan fue la única persona de la familia que lo visitó cuando estuvo preso por cuestiones de drogas.

Un pasaje significativo es el viaje de Johnson a Próspera, una paradisíaca isla de Honduras con “leyes especiales” para probar una terapia génica en un centro de Minicircle, empresa estadounidense. Consiste en una inyección que potencia la producción corporal de folistatina, proteína que ayuda a controlar la producción de otras proteínas y hormonas. Los fundadores consideran que reduce la inflamación en todo el cuerpo, aumenta la masa muscular, la densidad ósea y la resistencia al ejercicio y mejora el cabello y la piel. En contra de este panorama optimista, muchos científicos se oponen al uso argumentando que nada existe actualmente que funcione en ensayos clínicos con humanos como funciona con animales. Cada inyección cuesta 25 mil dólares y sólo se acepta el pago en bitcoins. 

Las “leyes especiales” de Próspera tienen como objetivo permitirle a Minicircle hacer en su territorio lo que la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) no le permite hacer en Estados Unidos: modificar la genética humana. El marco jurídico convierte literalmente a las corporaciones que allí se instalan en mini estados. Entre los donantes millonarios que apoyaron a Minicircle está no casualmente Peter Thiel, uno de los dueños de Paypal, junto a Elon Musk, en los tiempos en que Johnson trabajaba ahí. Como frutilla del postre, el viaje a Próspera le sirve a Johnson para solidarizarse con las quejas corporativas por la desgracia de las regulaciones. Un año antes había ido a Bahamas a inyectarse células madre, criopreservadas y transportadas desde Suecia. Al igual que la terapia con folistatina, no está autorizada por la FDA. Después de haber sido inyectado en las seis articulaciones principales, Johnson publicó en sus redes que sentía su cuerpo como si hubiera sufrido un accidente automovilístico. También sufrió febrículas y ansiedad, y ​​pasó, dijo, una de sus peores noches de sueño en seis meses.

Kate Tolo, asistente personal de Johnson y jefa de marketing de Blueprint, califica a su jefe como el “prototipo” de la empresa, lo cual es absolutamente cierto. Su aspecto contrasta con sus 47 años. De estatura media, ostenta una musculatura tonificada y armónica, tiene la piel blanca tirando a pálida, pelo castaño de un tono rojizo que no parece natural y acuosos ojos azules que denotan una serenidad no sabemos si espontánea o calculada. No sería erróneo decir que apenas uno lo ve piensa en un personaje animado creado con AI. 

Como estrategia de marketing, Johnson pergeñó el movimiento Don´t Die, otra división en la estructura de negocios de Blueprint, aprovechando la reputación conseguida en las redes como gurú espiritual de la salud y la autoayuda. Organiza caminatas y fiestas en las que Johnson participa y abraza a los asistentes como un político en campaña, afable y expresivo. Asimismo, la web de Blueprint se divide entre el autorretrato del dueño y sus recomendaciones, y un hipermercado muy bien provisto de productos que linkean a la web de Amazon o empresas que los patrocinan, todos revestidos por el branding de la inmortalidad.

Quizás mucho de lo que Johnson hace se relacione con el hecho de haberse auto-diseñado como una mercancía basada en la entronización de un voluntarismo posdepresivo del que emergió como ejemplo de superación personal. El relato de Smith queda irremisiblemente encerrado entre las tentaciones de la biotecnología como agente dominante de la vida social en un futuro no tan lejano y el esbozo psicológico de un ser solitario con traumas tácticamente elididos, olvidándose del núcleo filosófico de la “búsqueda” de Johnson. ¿Por qué alguien desearía vivir para siempre? ¿Qué significaría mantenerse incólumes al paso del tiempo mientras todo o mucho de nuestro alrededor sucumbe? ¿Qué clase de vida sería esa que se sostiene en una sucesión de restricciones de placeres y satisfacciones en nombre de la salud entendida como un dato estadístico que arroja una suma de rutinas que incluyen, paradójicamente, transgresiones y riesgos? ¿No habrá detrás de tantos aparatos y controles un fondo de vetusto puritanismo encapsulado en una estructura narcisista que se sobregira más allá de los cuidados lógicos para vivir saludablemente?

Smith sólo resalta de Johnson la exacerbación del cuidado de sí mismo y la epopeya del biohacker que se autoimpuso el rol de doble de riesgo de la humanidad que prueba terapias médicas controvertidas y rutinas temerarias –como inyectarse periódicamente rapamicina, droga que extiende la vida de los ratones no recomendada para su uso en seres humanos–, y no avanza con ninguna pregunta que haga del documental una indagación sobre los presupuestos ideológicos de Blueprint y su creador.

El ambiguo lujo de aferrarse a la esperanza de una longevidad extrema es más caro que el lujo igualmente ambiguo de aferrarse a la mortalidad como experiencia de una irredenta pulsión de vida. La mayoría de los seguidores de Johnson no tienen dos millones de dólares como él para gastar al año en terapias especiales. Como consuelo –el capitalismo es una gran máquina productora de simulaciones y placebos, desde la religión hasta la industria cultural– está la oferta de los surtidos de vitaminas, remeras, gorritas y, por unos no pocos dólares más, un medidor de erecciones nocturnas idéntico al que usa su ídolo. Algo es algo si uno está caminando hacia la inmortalidad.

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