Axel, Cristina y la disputa por la conducción del movimiento nacional
Por Gustavo Matías Terzaga. Pte. de la Comisión de Desarrollo Cultural e Histórico “Arturo Jauretche” de la Ciudad de Río Cuarto, Cba.
En el andamiaje de la democracia liberal, nada desnuda con tanta crudeza como el veredicto del resultado electoral. Relatos, encuestas, operaciones y demagogia se evaporan en la noche del domingo de votación. Por fortuna, el voto popular tiene esa cualidad implacable; obliga a confrontar a cada fuerza con su verdadera medida, pone en evidencia las fortalezas menos visibles y revela las debilidades que se pretendían disimular. Allí, en ese choque entre lo real y lo imaginado, se definen los rumbos de la política nacional.
La disputa bonaerense y la proyección nacional
La interna bonaerense viene condensando, como en un laboratorio, las tensiones nacionales del peronismo. Allí se juega un dilema central: la resistencia del núcleo duro del cristinismo -con La Cámpora como guardia pretoriana y Máximo como albacea político- a reconocer que Axel Kicillof, o cualquier otro dirigente fuera del linaje, pueda ejercer la legitimidad histórica de enfrentar al proyecto liberal-libertario de Milei. Esa es la médula del conflicto.
Y lo que en apariencia es una querella facciosa encierra, en verdad, una disputa mayor; dos concepciones disímiles sobre la conducción y la verticalidad del movimiento. De un lado, quienes entienden la conducción como síntesis política, articulación territorial y validación popular; del otro, quienes hoy la reducen a la perpetuidad de un apellido y la sujeción de los espacios.
Lo cierto es que el contundente triunfo del peronismo en PBA alteró los equilibrios internos del frente nacional. Para Cristina, significó quedar en evidencia frente a la maniobra del famoso desdoblamiento- al cual se opuso y señaló como un verdadero error - y la profundización de la fractura estratégica que supone la aparición de una conducción nueva, dotada de legitimidad propia y con proyección nacional hacia el 2027, por fuera del dedo y del apellido. Para La Cámpora, en tanto, implicó el riesgo de perder espacios de poder y control sobre el aparato. Esa combinación explica, en gran medida, la reacción de algunos de sus dirigentes y voceros, ante el resultado puesto. Algunos lo hicieron con la finura de un bisturí, otros con la torpeza de un hachazo, pero todos muy evidentes. Y la paradoja fue contundente; mientras el gobierno libertario reconocía, aturdido, el golpe político recibido, en el interior del peronismo bonaerense se desataba una catarata discursiva contra el propio vencedor para bajarle el precio a la victoria. Insólito, pero recurrente.
No nos cansamos de decirlo desde hace años; el kirchnerismo fue, en términos populares, el intento más logrado de reconstruir un proyecto de país con inclusión, soberanía y justicia social después de Perón, y Cristina Fernández de Kirchner, la figura más relevante de la política argentina en el siglo XXI, capaz de articular durante casi dos décadas, no sin errores, el frente interno nacional. Su talla histórica es indiscutible, inamovible, porque supo encarnar el retorno de la política como herramienta de transformación hasta poner a la Argentina con buenos niveles de soberanía nacional. Por esto mismo, Cristina ha sido objeto de la ofensiva judicial más agresiva de la democracia: causas armadas, condenas sin sustento probatorio y una proscripción de hecho que buscó exhibirla como trofeo de los poderes fácticos, para el regocijo de los espacios políticos antiperonistas.
Ese hostigamiento, que la puso nuevamente en la centralidad política, y que pudo haber servido como plataforma para reorganizar al movimiento con potencia popular, derivó en cambio en una estrategia defensiva autorreferencial y sin horizonte de masas: “Cristina libre” y “Nada sin Cristina”.
Tras el relativo “fracaso” del gobierno kirchnerista de Alberto Fernández y el frustrado intento de Massa, Cristina no logró definir un rumbo y leyó la emergencia de Axel Kicillof no como una continuidad natural de su ciclo, sino como una amenaza directa a su centralidad. Desde entonces se replegó sobre un núcleo reducido de incondicionales, más cohesionados por la lealtad personal que por un proyecto colectivo, y colocó como prioridad política el desgaste del gobernador bonaerense. Esa decisión, guiada más por la desconfianza que por una lectura estratégica de la coyuntura, terminó subordinando el interés del peronismo a una pulseada personal. En los hechos, lejos de frenar a Axel Kicillof, esa actitud no hizo más que reforzar su posición: lo colocó como el dirigente capaz de encarnar, frente a la mezquindad interna, la legitimidad de un liderazgo con proyección nacional. Si bien todo esto sucede en un momento en que la política nacional exige, más que nunca, fortalecer la unidad como condición indispensable para disputar poder real y evitar que las fracturas internas se transformen en la ventaja de nuestros adversarios; este proceso que se desarrolla es, en rigor, natural e inevitable, ya que todo ciclo político arrastra tensiones en su cierre y abre paso, con sus propias contradicciones, a nuevas formas de conducción.
Por eso, los efectos políticos del triunfo del peronismo bonaerense en el frente interno no es un resultado más, es un parteaguas, es la demostración de que la etapa histórica abierta en 2003 está dando paso a otra.
Aunque algunos intentan minimizar lo ocurrido, conviene recordar que en la provincia de Buenos Aires vota el cuarenta por ciento del padrón nacional. Ese triunfo, por tanto, no fue sólo un hecho provincial; fue una irrupción política de escala nacional. Tan grande fue el sacudón, que las placas tectónicas de la política empezaron a moverse al día siguiente. En Comodoro Py se desempolvó la causa Libra, los gobernadores que hasta el viernes aplaudían al gobierno se borraron de la foto con Milei, y la Casa Rosada abrió de apuro una especie de mueblería improvisada para sentar a la mesa a los mismos comensales de siempre. Eso es nacionalizar una elección. No solamente por los argumentos de campaña que Axel supo situar en los méritos concretos de su gestión, sino por la magnitud política de un resultado que trastoca a la Nación entera, tanto en su frente interno como en el externo. Aplausos.
La fragilidad expuesta del experimento libertario
La contundencia de los 14 puntos de diferencia en el resultado de la elección bonaerense dejó al descubierto la fragilidad del gobierno nacional y derrumbó un falso mito que durante casi dos años sostuvo su relato: el del ajuste brutal aceptado dócilmente por las propias víctimas y celebrado por los mercados. Esa ficción se desplomó junto con el programa económico libertario, que en lugar de orden, sacrificio y crecimiento produjo un fracaso total pulverizando salarios y jubilaciones, contrayendo el consumo, desmantelando la obra pública y multiplicando la pobreza, mientras el gobierno va quedando reducido a una administración errática que sobrevive improvisando a puro golpe efectista. A esta demolición del tejido social se suma una política deshumanizada que vació al Garrahan de insumos, castigó a los jubilados, a familias con discapacidad, y empujó al cierre a miles de pymes, generando no sólo dolor extendido en nuestra sociedad sino también el desconcierto de un capital que, tras aplaudir el dogma del ajuste, hoy observa con alarma a un gobierno incapaz de garantizar estabilidad. Y por si fuera poco, el factor corrosivo de la corrupción, que desmorona su discurso moral contra la ‘casta’ y exhibe al oficialismo como una versión más del régimen que decía combatir.
En ese marco, Milei, apenas asumida la derrota, eligió repetir en cadena nacional- que es la transmisión obligatoria y simultánea de un mensaje oficial por todos los canales de radio y televisión del país hacia el mundo -la misma frase que Macri pronunciara en 2018: “Lo peor ya pasó”, que entonces anticipó el estallido financiero de su gestión e imposibilitó su reelección.
El supuesto superávit fiscal que Javier Milei hasta aquí exhibía (sin mostrar la deuda, claro) como trofeo ya se deshizo en el aire. Hoy la Argentina de Milei y Karina se enfrenta a dos salidas que son, en verdad, dos formas de la misma ruina: una devaluación “ordenada” que volvería a licuar salarios, jubilaciones y ahorros, o una devaluación descontrolada con default que multiplicaría la pobreza y el desamparo. En el mes de octubre se sabrá. En ambos casos, el ajuste se mide en sufrimiento popular. Millones de argentinos condenados a pagar con hambre y angustia los caprichos de un experimento económico sin alma. Por eso, este gobierno debe terminar. Se lo derrota en las urnas en octubre; con movilización popular y presión institucional dentro del marco legal, hasta reconstruir la legitimidad democrática y recuperar el rumbo del país. La prioridad es la vida y el bienestar del pueblo; todo régimen político/institucional que ignore eso debe ser desplazado.
El establishment se reinventa en clave agroexportadora
Aunque en las intermedias nacionales de octubre sólo se renueven bancas, lo que se juega desborda largamente lo parlamentario para proyectarse hacia el 2027. La operación en marcha pretende convertir esas elecciones en un plebiscito sobre la continuidad del gobierno, con perfume anticipado de sucesión política. Y allí radica la clave; el aparato del dominio y la dependencia nunca se conforma con erosionar a un Ejecutivo cuando ya no le resulta; su poder real consiste en demoler con una mano y ofrecer el relevo con la otra. La política detesta el vacío, y el establishment se encarga de ocupar ese espacio cóncavo en la escena. Y allí aparece, con traje de seriedad institucional y discurso de “oposición responsable”, la recién nacida criatura llamada “Frente Provincias Unidas".
Provincias Unidas aparece como el emergente prolijo de un proyecto viejo con ropaje de moderación y civilidad. Su base de sustentación se asienta en los sectores agroexportadores de Córdoba y el Litoral, su horizonte económico es el extractivismo primario y su concepción política responde a un federalismo oligárquico que nunca trasciende la frontera de los intereses del poder económico real. En esa lógica, toda iniciativa industrializadora se percibe como amenaza y toda política distributiva como un despojo de la renta del capital. No es una hipótesis, la trayectoria de los personajes que componen el armado y sus votos en el Congreso los delatan. Todos los integrantes de este frente respaldaron la Ley Bases y sus facultades delegadas, bloquearon la derogación del DNU que arrasó derechos, aprobaron el paquete fiscal que alivió a los más ricos reinstalando el impuesto a las ganancias sobre los trabajadores, y guardaron silencio ante el acuerdo con el FMI que dilapidó miles de millones de dólares. Le dieron la navaja al mono. Ese respaldo, que se presentó como “responsabilidad institucional”, en los hechos significó garantizar el ajuste, la entrega y el disciplinamiento social que hoy sufre el pueblo argentino. Su discurso se reviste de moderación y gobernabilidad, pero su matriz es inequívocamente antinacional; la de administrar el país de la dependencia y resignar cualquier proyecto de desarrollo autónomo.
El programa de Provincias Unidas no es más que la continuidad de una matriz histórica, la misma que aplicaron Martínez de Hoz, Menem, Macri y ahora Milei, orientada a transferir recursos desde el trabajo hacia los sectores concentrados. La diferencia radica en el estilo y en un lenguaje de “gestión moderna” y buenos modales. Bajo esa apariencia se esconde el mismo proyecto regresivo, envuelto ahora en la promesa de “superar la grieta” para legitimar un consenso conservador. Maximiliano Pullaro en Santa Fe, que hace apenas semanas calificó a Néstor Kirchner como el peor presidente, y Juan Schiaretti en Córdoba, empleado de Franco Macri, vocero político de la Fundación Mediterránea y heredero de un menemismo en estado de latencia, representan con claridad ese frente que se ofrece como moderado pero cuyo horizonte real es un país primarizado, dependiente y sin ambición de desarrollo soberano o integrado a la región. Por esto mismo Córdoba ha sido decisiva para los intereses de los recientes gobiernos neoliberales. No hay novedad en este armado, son los mismos que respaldaron a Macri en 2015, los mismos que facilitaron las leyes de Milei en el Congreso, los mismos que ahora ensayan disfrazarse de alternativa. Provincias Unidas no es el porvenir es, más bien, el plan de emergencia del establishment para que nada cambie.
El escenario político cordobés
La figura de Natalia De la Sota emerge hoy como una novedad significativa. Electa como Diputada en las listas de Schiaretti, tomó distancia inmediata de quienes acompañaron en ese bloque la Ley Bases y otras iniciativas centrales del mileísmo, marcando una ruptura con la lógica de complicidad que caracterizó al cordobesismo en el Congreso, con Alejandra Vigo, esposa del ex gobernador a la cabeza. Su posición, clara y sin eufemismos, denunció el carácter antisocial y anti productivo del programa económico del gobierno nacional y expuso las contradicciones de Schiaretti y Llaryora, socios del ajuste en Buenos Aires y opositores de ocasión en Córdoba. La candidatura de Natalia no sólo interpela a ese doble discurso, sino que expresa una ruptura necesaria frente a la tradición de acuerdos con proyectos neoliberales desde “el peronismo” cordobés. El voto a Natalia De la Sota en octubre encierra, en simultáneo, tres mensajes claros. Primero, frenar a Milei y a su programa de ajuste brutal y entrega del país, imponiendo un límite en el Congreso que abra paso a su reversión. Segundo, desnudar la doble cara de Schiaretti, socio de Milei y Macri en Buenos Aires y opositor de utilería en Córdoba. Y tercero, abrir la posibilidad de encauzar al peronismo provincial hacia lo que nunca debió abandonar, ser la fuerza mayoritaria del campo nacional en esta jurisdicción, capaz de convocar a las mayorías y poner la potencia de Córdoba en un proyecto nacional. Habrá que ver, en todo caso, cómo se mueve Natalia en el escenario poslibertario y si puede sostener esa coherencia en la etapa que se abre.
La hora de la conducción
Las elecciones en Buenos Aires no sólo mostraron la fragilidad del mileísmo; también marcaron la interna peronista y revelaron el movimiento del establishment, que ya ensaya un recambio bajo la etiqueta de Provincias Unidas. En este contexto, Axel Kicillof se proyecta como el emergente más visible y dotado de una etapa de renovación, aunque el desafío es mucho más amplio que un liderazgo individual o la incidencia de una provincia. Con un electorado mayoritariamente defraudado, el peronismo y las corrientes nacionales tienen la obligación de pasar de la mera resistencia a la construcción de un proyecto político serio, capaz de articular fuerzas, ordenar expectativas y disputar con claridad la conducción del país para salir de esta pendiente hacia la disolución nacional. Lo que se juega en el horizonte cercano no es simplemente un calendario electoral, sino la capacidad de organizar el descontento social en todo el territorio nacional y transformarlo en mayoría política frente a un gobierno debilitado y a un establishment que, con modales de moderación, busca garantizar la continuidad de un modelo de dependencia.
Cuando la noche es más oscura, también empieza a insinuarse el amanecer. No es todo, pero es lo que hay. Los momentos de mayor crisis, cuando todo parece clausurado, suelen ser el punto de partida de una etapa distinta. La tarea no es esperar pasivamente la claridad, sino preparar desde ahora las condiciones para que ese día encuentre al pueblo organizado, con conducción clara y un proyecto capaz de transformar la incertidumbre en el futuro. La buena noticia es que de nosotros depende.
Septiembre, 2025.