Contra el protocolo anti piquete
Hoy 20 de diciembre se cumplen 22 años de uno de los acontecimientos más importantes de la historia reciente: el 19 y 20, el Argentinazo, el Porteñazo, la revuelta popular más importante de los últimos 50 años, por lo menos desde la década del `70. Esos días que terminaron con un modo de ejercer el neoliberalismo en la Argentina y abrieron un mapa nuevo.
De la misma manera que con el 40º años de democracia, transitamos este aniversario con un gobierno que nos obliga a repensar en viejos consensos, que fueron difíciles y costosos para el pueblo argentino. A veces el pasado persiste de maneras inusitadas, pero por algo sigue ahí.
Uno de esas persistencias es el derecho a la protestas, discutido muchas veces en estas últimas décadas. Marcela Perelman (CELS) en una nota publicada en Diario Ar el domingo pasado sostiene que fue durante 2002 -luego de la masacre del Puente Pueyrredón- que se intensificaron los debates en torno a las capacidades estatales para reprimir marcando el límite entre lo que se debe y no se debe hacer, más allá de lo que se pueda. Y se volvió a discutir con los asesinatos de Carlos Fuentealba y de Mariano Ferreyra. Y también con la represión en el Parque Indoamericano.
Y hoy lo volvemos a discutir en el medio de una demanda de orden, que creo está más orientada a la economía, pero a falta de resultados concretos, puede concentrarse en falsas promesas.
El pasado reeditado
El pasado 14 de diciembre, la ministra de Seguridad Patricia Bullrich informó sobre la resolución 943/2023 por la cual se establece un “Protocolo para el mantenimiento del orden público ante el corte de vías de circulación”, una reedición recargada del protocolo anti-piquete impulsado en marzo de 2016.
En principio, la resolución habilita a las fuerzas federales de despejar las vías y promete asistencia a los gobernadores para mantener la supuesta paz social. Hay que aclarar que en dicha resolución no hay un procedimiento detallado, con lo cual en principio parece más una expresión de respaldo para la intervención callejera. De fondo, como mencionó Leandro Gamallo en el IG live que hicimos constituye un mensaje simbólico a las fuerzas de seguridad y a un sector de la población respecto de la demanda de orden.
Este protocolo tiene varias diferencias con el de 2016. Quisiera resaltar dos. Por un lado, la ruptura abrupta con el protocolo dispuesto en 2010 por la entonces ministra de Seguridad, Nilda Garré, tildado de garantista. Por otro lado, como señala Ramiro Vélez en su nota de ayer en Palabras del Derecho a la posibilidad de perseguir judicialmente a las organizaciones que financien y organicen movilizaciones. ¿Una especie de GestaPRO por otros medios?
El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) rápidamente presentó dos comunicaciones, tanto a la Organización de Naciones Unidas (ONU) como a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) denunciando la incompatibilidad del protocolo anunciado con los estándares internacionales sobre derecho de reunión y asociación, de libre expresión y participación en los asuntos públicos; presentación que contó con la adhesión de 1700 organizaciones.
La promesa de la explosión
Hay que recordar que en parte el ascenso y consolidación de La Libertad Avanza se realizó sobre la idea “que explote”, frente a una situación que se diagnosticaba como intolerable, una abulia insostenible.
En parte también es lo que promueve con una feroz política de ajuste, sin estabilización, con hiperinflación y cercenamiento de derechos sociales y libertades individuales. Además, hay que decir que el gobierno no planificó ninguna política de contención social, como la tuvo en su momento E. Duhalde, que junto a la política de represión capilar sobre los territorios implementó el plan Jefas y Jefes de Hogar, con una cobertura de 2 millones de personas, el mayor que haya tenido la Argentina.
Ahora bien, era esperable que la contracara a esa explosión y las acciones de fogoneo gubernamental fueran protestas sociales. ¿Qué esperaban? ¿El juego de Donkey Kong? Hay que decir que la Argentina tiene altos niveles de movilización y una trama organizativa muy significativa. Además ese diagnóstico que en el gobierno del Frente de Todos no hubo protestas es equivocado; hubo y mucha, lo que pasa es que ha tenido rasgos segmentados y por eso el impacto sobre el sistema político fue limitado y no explotó antes. En los últimos años asistimos a una tendencia creciente de la protesta social.
La insistencia en estigmatizar organizaciones al mismo tiempo que subestimar a sus bases, al considerar que son extorsionados a marchar, sólo muestra un profundo desconocimiento sobre esa trama organizativa. Con todas sus diferencias, De La Rúa también se equivocó en el diagnóstico sobre las organizaciones, territorios y el PJ; el resultado ya lo sabemos, fueron consecuencias no deseadas que se volvieron en contra.
Lo que se juega
En el campo político hoy, como en otros momentos, lo que se juega es el derecho a la protesta. Ciertos sectores argumentan que el derecho a la protesta colisiona con el derecho a transitar libremente y esto justificaría una represión indiscriminada. Este argumento encierra una trampa: ¿todos los derechos tienen el mismo estatuto?
En el conocido libro “Carta Abierta sobre la intolerancia. Apuntes sobre derecho y protesta”, publicado en 2006, Roberto Gargarella describió muy bien el estatus diferente entre los derechos, de circular, pero también de poder expresarse abiertamente, de manifestarse, de protestar. Hay algunos derechos que se fundamentan en aspectos individuales y otros sobre el bien común.
Gargarella retoma este problema en una nota reciente en La Izquierda Diario. Allí el constitucionalista advierte que la protesta además de un derecho, es también un deber ciudadano, y que de ninguna manera los participantes pueden ser catalogados como delincuentes, sediciosos o enemigos, a los cuales se puede/debe exterminar. Y en este sentido, la protesta se debe proteger, el Estado tiene que tener y diseñar herramientas protectorias de este derecho.
El juego político implica el reconocimiento del otro, de su aceptación aunque no haya coincidencias o acuerdos. En una democracia, la protesta constituye un rol clave, como derecho fundamental garantiza la posibilidad de disputar otros derechos. De ahí la consigna de la protesta como el derecho a tener derechos. Esto es lo que está en juego hoy. No está de demás recordar que gobernar supone estar a disposición del escrutinio electoral, pero también público, que muchas veces se practica en la protesta, a veces a falta de otros mecanismos de participación ciudadana.
En la Argentina se protesta para todo: para que Edesur te devuelva la luz, para pedir justicia por tu familiar asesinado, contra los tarifazos, por la mejora de los servicios públicos, los hinchas de futbol por la posibilidad de votar, contra la reforma laboral, por el derecho al aborto, contra la suba indiscriminada de los alquileres, contra las retenciones agropecuarias, contra la reforma constitucional y a favor de la reforma política por nombrar solo algunas. Si gobernar la Argentina supone entender este ADN, el juego democrático supone el reconcomiendo legítimo de las partes. La Argentina, entre muchas de sus virtudes, aprendió que la violencia política ejercida desde arriba no es un camino, lo ratificó en los 80, en el 2001, en 2017 y también hoy. La seguimos.