De pandemias y contextos de encierro
Por Sebastián Murua | Médico Psiquiatra, secretario de redes en salud de la facultad de Ciencias Médicas de La Plata
La “cuarentena” social ha transformado radicalmente el día a día que teníamos ensayado y, salvo contadas excepciones, ha modificado nuestra dinámica. La vida cotidiana pasó a girar en torno al aislamiento. Estado de excepción, el del encierro, que genera angustias, miedos, tristezas, y que nos deja ante la imposibilidad de transitar la incertidumbre sobre el futuro próximo con la presencia física de nuestras personas más cercanas.
Las pantallas virtuales colapsan a toda hora permitiendo contactarnos con otros y otras. Sin embargo están lejos de devolvernos un abrazo, un beso o un mate. Modalidades virtuales de comunicación que son insuficientes, ya que el vínculo precisa algo del encuentro real, del cuerpo a cuerpo con un otro. Es que la pandemia se mete ahí, en el plano más sagrado de las relaciones humanas, en el plano de la corporalidad. Sin embargo nos asoma una pregunta ¿qué sociedad nos dejará esta crisis? O mejor dicho, ¿qué sociedad seremos capaces de construir?
Hacer vivir dejar morir
Imaginemos por un instante que la cuarentena se sostiene durante un tiempo incierto. Juguemos, como si estuviéramos en un cuento de Orwell, a que la situación de aislamiento social en la que nos encontramos se prolonga y que la vida tal como la conocemos se transforma en una donde el contacto con otros queda prohibido, todo con la finalidad de cuidar nuestra salud para evitar el contagio. ¿Alguien puede creer que esta forma de control social, de aislamiento preventivo prolongado en el tiempo podría ser beneficioso para la salud tanto individual como colectiva? Si hay algo que nos permite tolerar el encierro es saber que se terminará y que eso seguramente sucederá en el corto plazo.
Entonces, entendiendo a la cura como el aumento de la "capacidad de autonomía" de una persona que permite comprendernos mejor, tomar decisiones, y mejorar nuestras vidas, ¿por qué si el encierro poco tiene que ver con la cura, es que permitimos que miles de personas sigan cursando sus vidas en tales circunstancias? ¿Por qué permitimos que un sistema que atenta contra la dignidad y la vida de las personas se siga manteniendo en pie?.
Se calcula que en nuestro país cerca de unas 100.000 personas se encuentran bajo alguna forma de encierro. Solamente en el ámbito de la salud mental el número de personas encerradas supera las 12.000. El encierro no disminuye el delito ni mejora la salud de alguien con un padecimiento mental. De hecho, es mayor la probabilidad de morir dentro de un manicomio que fuera. Solamente en la provincia de Buenos Aires la tasa de muerte en monovalentes asciende a 35 por 1000, muy por encima de la tasa de mortalidad bruta que ronda los 10 por 1000 habitantes. Según el Censo Nacional de personas internadas por motivos de salud mental, realizado en el 2019, el promedio de internación en un monovalente público en Argentina es de 12,5 años. Situación de la institucionalización que se agrava si se tiene en cuenta que la mayor parte de los que ingresan a un manicomio son pobres. Según el mismo censo el 20,6% de las personas censadas refirió no saber leer ni escribir.
Según datos de la Comisión Provincial por la Memoria, solamente en el año 2018, 140 personas murieron en cárceles de la Provincia de Buenos Aires de las cuales 101 tuvieron como causa de muerte “problemas de salud no asistidos”. Es decir que el 72% de esas personas fallecieron por negligencia directa del Estado.
Encontrarse en condiciones de encierro es encontrarse a la merced de una muerte lenta y al peso de la tortura que impone el día a día. La represión institucional, la mala alimentación o la exposición a enfermedades como tuberculosis y VIH son algunos de los actos de violencia a los que se encuentra expuesta una persona en contextos de encierro.
Las más de 50.000 personas detenidas en la Provincia de Buenos Aires son depositadas en un sistema que tiene un cupo de 23.000 plazas entre cárceles y comisarías. Para febrero del 2019 un total de 3.235 personas se encontraban alojadas en comisarías, distribuidos en 1.303 camas, por lo que 2.932 detenidos superaban el número de plazas. Situación de hacinamiento que se agrava si tenemos en cuenta que las condiciones edilicias de dichas dependencias se caracterizan por la precariedad, por la deficiencia en las instalaciones eléctricas, la escasa ventilación, y por ausencia de servicios esenciales como agua caliente o sanitarios.
Mención aparte requieren las minorías en situación de aislamiento. Una muestra son los jóvenes judicializados, para quienes la principal respuesta del sistema es el encarcelamiento en centros de detención, medida que alcanza al 83% entre quienes tienen de 16 a 18 años. El otro colectivo que merece especial atención es el LGTBIQ debido al trato discriminatorio e inadecuado que reciben, en la mayoría de las dependencias, al ser depositados en “pabellones de homosexuales”, además de la dificultades para garantizar los tratamientos hormonales, impidiendo el acceso a la salud de este colectivo.
Situación de hacinamiento y crueldad que se puso de manifiesto el 23 de marzo cuando en diferentes penales de Argentina, y del resto de América Latina, se produjeron motines en reclamo de mejores condiciones sanitarias y de alojamiento.
En este contexto el 31 de marzo pasado, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) instó a los Estado, por medio de un comunicado, a enfrentar la grave situación en la que se encuentran las personas privadas de libertad y a garantizar su salud, en el contexto de la pandemia del COVID-19.
Vale entonces preguntarse ¿en qué condiciones se encuentra el Estado para poner en crisis, para poner en discusión el sistema de crueldad que significan los contextos de encierro?.
Es necesario que repensemos a los contextos de encierro desde una política pública con un enfoque de derechos. Ejemplos como la Ley Nacional de Salud Mental nos marcan el camino de que no hay salud colectiva si miles de personas sobreviven en contextos de encierro, aislados en instituciones caracterizadas por la pérdida de la individualidad y de la autonomía, por el refuerzo de un sentimiento de desposeimiento y de mutilación del yo.
Es ahora cuando tenemos la oportunidad de pensar una mejor sociedad en la que vivir y poner en discusión los contextos de encierro. Debemos corrernos del paradigma que impone “corregir a quien se ha desviado de la norma” y pensar salidas desde políticas públicas que pongan el foco en el acceso a la salud, la educación, el trabajo y la recreación de las personas.
No hay pacto social que nos contenga a todos con la existencia de cárceles y manicomios, no hay democracia que se pueda construir desde la violación de los derechos humanos, desde la exclusión y la desigualdad social. Porque el mundo que viene depende de la profundidad de la crisis y de la capacidad que tengamos como sociedad para poner en agenda demandas que incluyan a todos, pero por sobre todo a los "nadie".