Geopolítica de la seguridad: cuando se confunde drogas con narcotráfico
Por Miguel Angel Barrios y Norberto Emmerich
Norberto Bobbio decía que la democracia tiene promesas incumplidas, entre ellas su incapacidad de deshacerse de los poderes invisibles construyendo en su lugar un poder transparente que no esconda nada a la ciudadanía.
En pleno siglo XXI el poder todavía permanece oculto, operando detrás de la escena, inmune a los tribunales, a las elecciones y al paso del tiempo. La ciudadanía ha sabido construir mecanismos de arbitraje y sanción penetrantes y constitucionalmente garantizados, pero hay niveles donde su alcance se ve seriamente limitado. Más allá de las ciudades capitales de los países la impunidad es un mecanismo de reproducción de poder y riqueza menos custodiado y más displicente. Si la “mano invisible” del mercado hace notar su intervención cada vez con mayor claridad, la “mano invisible” del poder todavía permanece, en líneas generales, secreta y silenciosa.
En ese terreno donde la legalidad es apenas una etiqueta elegante, el crimen organizado en sus más diversas variantes (prostitución, juego, trata de personas, abigeato, robo de tierras) siempre formó parte de los procesos rurales de acumulación. El narcotráfico vino a romper esa vieja matriz invisible de la mano del comercio global (hidrovía), los procesos de sojización (extensión de la frontera agrícola) y la abundancia de dinero líquido. Lo invisible salió a la luz y el “show” de información desnudó las tramas locales del poder oculto.
Es allí donde empieza a plantearse la omnipotencia del narcotráfico y la diminuta capacidad confrontativa de los gobiernos locales. Las comunidades y los decisores creen no tener posibilidades de salir adelante con éxito, en un contexto confuso, cargado de sobreinformación e interpretaciones. Las últimas propuestas de seguridad ciudadana, discursivamente correctas, no han logrado constituirse en reglas operativas alternativas. Como toda verdad que pretende ser evidente, la fortaleza del narcotráfico es menos sustentable cuando se logra comprender sus contradicciones y limitaciones.
Las problemáticas de seguridad no tienen un incierto carácter multinivel al que invocan quienes reclaman coordinación, gobernabilidad o coherencia inter-institucional entre los diferentes niveles de gobierno (federal, estatal, municipal) como un pre-requisito de cualquier modelo de gestión de seguridad. Para la geopolítica de la seguridad las problemáticas de seguridad son una cuestión local, porque allí se desarrollan las actividades criminales y se corporiza la territorialidad. Solo a nivel municipal es posible experimentar un acercamiento “cara a cara” con el circuito territorial completo, desde el Estado hasta el barrio. El carácter geopolítico de la seguridad no habla de un territorio que está más allá de toda cualificación física, sino que por el contrario afirma una geopolítica territorial visible, intersubjetivamente significativa y esencialmente humana.
Se ha afirmado reiteradamente el carácter transnacional y globalizado del narcotráfico sin tomar en cuenta que las bases territoriales de dichas organizaciones tienen carácter municipal. Los mercados de consumo y los mercados de producción (cocinas) implican un control territorial barrial, con protección policial, mientras los circuitos de tránsito operan a través de rutas físicas con controles formales asentados en las localidades. Los carteles son descriptos como organizaciones criminales todopoderosas y complejas, pero en concreto operan mediante mecanismos multiplicadores y descentralizados, como todo mercado, alcanzando finalmente su conexión local diversa en cualquiera de sus cinco mercados componentes (producción, tránsito, consumo, lavado de dinero y precursores químicos). Aunque el crimen organizado puede carecer de un origen local, es en el municipio donde adquiere una territorialidad concreta y cobra significado, como mínimo porque el mercado de consumo (el más geopolítico de los mercados del narcotráfico) se ejecuta allí. En los niveles alejados de la localidad, los rastros territoriales son más difusos, corruptos e invisibles.
La afirmación de que el gobierno de la seguridad es altamente político y centralizado se condice armoniosamente con una estructura operativa descentralizada y local, donde las responsabilidades y estímulos crecen hacia abajo y los resultados y las demandas se acumulan hacia arriba. El principio de subsidiariedad es plenamente operativo para la geopolítica de la seguridad, con la idea de que si algo puede hacerse en los niveles inferiores no hay motivo para centralizarlo más arriba. Así se obliga a la diseminación de la toma de decisiones en todos los niveles, con criterios orientadores establecidos al nivel político más elevado y diseños de políticas públicas creados a niveles menores, respondiendo a necesidades locales, incluso microterritoriales.
Esta preponderancia de la localidad en el diseño de políticas públicas de seguridad le quita a los municipios la percepción de victimización inerme de las actividades criminales organizadas, como si vinieran resueltas e implementadas desde otros niveles impredecibles y lejanos. Muy por el contrario permite la comprensión, certera y cercana, de las dimensiones y características del crimen organizado tal como es en realidad y no tal como es presentado comunicacionalmente y re-presentado políticamente.
La sensación derrotista de fatalidad inexorable con que la ciudadanía piensa la problemática del narcotráfico tiene múltiples causas y factores explicativos, entre ellos dos que merecen destacarse: una deficiente comunicación de seguridad y una concepción equivocada del problema.
La comunicación de seguridad es encarada en términos espectaculares e invasivos. Si las noticias sobre narcotráfico son negativas (asesinatos, ejecuciones), interesan a los medios; si son positivas (incautaciones, detenciones), interesan al gobierno. Ambas valoraciones producen temor e incrementan la percepción de inseguridad.
En todos los casos se monta una puesta en escena y se desarrolla un espectáculo mediante el cual la ciudadanía aprende paulatinamente sobre la importancia preponderante de un asunto que en realidad no tiene incumbencia en su vida diaria. La cultura del miedo y las conductas de autoacuartelamiento se reproducen en una atmósfera incentivada por políticas de comunicación contraproducentes, que describen al narcotráfico como un actor unitario, organizado en estructuras monolíticas y supraterritoriales, eficientemente corruptor y constantemente victorioso. Ninguna de estas características es cierta, pero los mitos fundacionales construidos comunicacionalmente les han otorgado un carácter verídico indiscutible. En síntesis, la ciudadanía se preocupa por una problemática que no le corresponde.
La concepción equivocada del problema consiste en confundir drogas con narcotráfico. Las familias y los ciudadanos sí están acertadamente preocupados por el crecimiento del consumo de drogas y los efectos que éstas producen en la salud personal y en la vida social de los consumidores. Sin embargo el consumo de drogas es un problema de salud pública, no un problema de seguridad. La presión distorsionada con que la ciudadanía espera soluciones a un problema con características diferentes a las definidas habitualmente, implica una sobrecarga de afectaciones y demandas que satura la capacidad organizacional, emocional y política de las administraciones locales. En síntesis, la ciudadanía define como narcotráfico algo que en gran medida no lo es.
Estos dos problemas (comunicación negativa y confusión drogas-narcotráfico) son una oportunidad para que las administraciones municipales o provinciales adopten políticas de seguridad resolutivas, exitosas y estables en relación al crimen organizado. La necesidad de bifurcar las políticas sobre “narcotráfico” en las áreas de salud pública y seguridad, derivando poblaciones a universos separados, ofrece expectativas renovadas a la población afectada por el consumo, redirecciona inversiones del municipio, reduce la presión sobre la población penitenciaria, concentra las fuerzas policiales en tareas específicas y favorece la gestión pública de los asuntos de seguridad.
El acompañamiento de una más moderna política de comunicación positiva colaborará para la mitigación de las demandas y la pérdida de prioridad del narcotráfico en la agenda ciudadana. Los incentivos para una cultura del autocontrol y la convivencia pueden formar parte de una política de comunicación positiva.
Comunicación y concepto son propuestas esencialmente no confrontativas para comenzar a resolver paulatinamente la problemática del narcotráfico a nivel local. Frente a la sensación de que todo está perdido la geopolítica de la seguridad rehúsa la adopción de políticas cuantitativas basadas en más fuerza y abraza la incorporación de políticas cualitativas basadas en más inteligencia. El empoderamiento de las comunidades y el fortalecimiento de los decisores permitirán construir co-responsablemente un futuro sin narcotráfico.
*Miguel Angel Barrios es profesor en Historia y Magister en Sociología. Doctor en Educación. Doctor en Ciencia Política. Norberto Emmerich es Doctor en Ciencia Política y Licenciado en Relaciones Internacionales.