Rock y política: las puntas de un mismo lazo
Por Cristian Secul Giusti*
El universo interpretativo propuesto por los medios de comunicación hegemónicos y reforzado por los recovecos académicos tecnócratas y de estirpe neoliberal, suele pensar a la cultura rock como una disposición de entretención y evasión. Por tanto, desde esta perspectiva se postula una dimensión despojada de la política y los marcos contextuales, a fin de destacar un rapto de efeméride o de anécdota que construye la narración en función de un pasado cerrado y un presente confuso.
Sin dudas, esta postura se vincula directamente con la discursividad a-histórica que plantea Cambiemos en nuestro país, pero también sujeta consideraciones que son replicadas en otras partes del mundo. Al respecto, la reflexión política de las bandas, las canciones y los álbumes de cultura rock suele incluirse en un mapa de azares e inconsciencias. Asimismo, el estudio de las líricas y de la conceptualidad de los discos queda olvidada y ocultada bajo un argumento fragmentario y aleatorio.
Ante esto, la fama de los consumos modificados y la situación de una escucha de rock arbitraria, que no puede pensarse más allá de Spotify o YouTube, es peligrosa y también tenaz. Para ejemplificar, sirve traer a la luz las declaraciones del autodenominado “psicólogo del rock”, Fabio Lacolla, quien en una entrevista realizada por Ámbito señaló que “Hoy el rock es porno, veganismo y Spotify”. Esta consideración, compleja y reproductora de una hegemonía discursiva actualizada, sitúa al rock en una usina de pensamiento que busca la discontinuidad como horizonte. Del mismo modo, también convoca una reflexión desarticuladora que desestima los logros y las estéticas de rupturas intrínsecas de los jóvenes y adultos que participan de la cultura rock.
No obstante, la defensa de las bandas y los públicos referida a la independencia del arte y las estrategias estéticas caen, ruedan y escapan de la comprensión. En ese cóctel, se piensa a la cultura rock como un diagrama artístico que puede tener o no una significación contextual y una intencionalidad política. De esta manera, se evade el ideario político, en pos de lo deseable y lo dirigido por aquellos intérpretes mediáticos y especialistas actuales e históricos del rock. La orientación de la mirada entonces, se perfila hacia el gusto y la potencialidad, evitando hacer hincapié en el rol del pensamiento crítico sobre lo cotidiano y universal de la cultura rock.
Por esta razón, tantos los grupos como los seguidores permiten las confusiones y también abren las perspectivas para que los diálogos queden truncos y pierdan el foco de la discusión. No son pocos los artistas de rock que se jactan de separarse de la perspectiva política y de forjar cierta noción aislada, que no se topa con el discurso social e histórico del momento. A pesar de esto, y más allá de esas posiciones o exposiciones, el entramado contextual y político siempre se encuentra presente, y en algunas instancias puede estar implícito o no.
El rock es una cultura de conmoción y un despertar sobre lo que sucede. El espectro cultural del rock no es un limbo ni un lugar totalmente aplastado por la industria cultural, es también un espacio en el que lo político vive y se reconfigura. En este sentido, es de destacar el posicionamiento de la banda Pez en relación a las políticas de ajuste del gobierno macrista. Obviamente, no es un caso aislado ni único, pero resulta interesante porque a partir de una publicación en su FanPage, el grupo interpeló a su propio público. A raíz de ello, el temor que despierta la visibilización del rock como política resulta enriquecedor porque inquieta tradicionalismos mediáticos, académicos y/o musicales.
Por cierto, distintas son las respuestas que se pueden alcanzar y otorgar, pero quizás todas confluyen en una misma idea: la dimensión política genera tensión porque convoca pensamientos, enlaces y tramas referidas a un despertar. Dicho entramado permite concebir una cultura rock con conciencia de transformación, que con actitud de repudio y desconfianza puede convertirse en un escollo para los sectores del poder (la dificultad que tuvo La Renga en la organización de sus recitales en Capital Federal es un claro ejemplo).
Esa reacción es un comportamiento que presenta filos y remarques, a contramano de los discursos convencionales y con una intención de enfrentamiento con el poder real. Esta cuestión resulta primordial porque la cultura rock encuentra sintonía con el poder o la corporación mediática cuando no acerca objetivos claros y se representa desde lo revoltoso, sin ninguna definición u orientación política.
El desencuentro con esa lógica empresarial y tecnócrata comienza a vislumbrarse cuando la propia cultura rock señala injusticias o ampara interpelaciones. Desde esta dimensión, los artistas, los cuerpos en escena, los discursos líricos y las sonoridades nucleadas alrededor del rock, adquieren niveles de tensión cuando orientan sus acusaciones hacia el poder real, efectivo y corporativo. De hecho, esto puede percibirse cuando la cultura rock se escapa del arenero impuesto por el sistema y decide exhibir los ardores provocados por las lógicas neoliberales y excluyentes.
Como se advierte actualmente, la faja mediática de la comodidad construye siempre un obstáculo para los exponentes y para el público de rock. Los acontecimientos vinculados a las políticas anti-populares y destructivas del neoliberalismo se narran separadas de la cultura del rock, como si fueran ajenas y solo se contasen por si acaso, si la situación lo requiere. En tanto, resulta importante que la cultura rock pueda vislumbrar y confirmar esa tensión porque no solo define su politicidad, sino también una poética de lucha que es trascendental para atravesar tiempos leoninos y devastadores.
* Dr. en Comunicación – Docente (FPyCS-UNLP) - @cristianseculg