El barro del suburbio en 2001: nacer para luchar, por Juan Borges
Por Juan Borges
En el barrio “La Juanita” habían abierto el primer comedor hacía un mes. Los chicos iban a la escuela desnutrida, casi famélica y repleta de debilidad, sus madres apenas tenían un vaso de leche para ofrecerles.
La mayoría de sus padres habían perdido el trabajo y sin posibilidades de salir adelante de aquella situación terminal. Conocían el hambre desde chicos, pero aquello era diferente. Ver a los pibes quebrando sus huesos por la miseria, sus ojos desarmándose de hambre galopante, era intolerable. El barro del suburbio les había enseñado a pelearle mano a mano a la realidad. Entonces un grupo de vecinos comenzó a organizarse en un comedor.
A los catorce años Simón empezó a vender alfajores en las estaciones del tren Belgrano. No era demasiado lo que hacía pero ayudaba para llevar a casa para que sus cuatro hermanos menores pudieran comer algo y no dormir con la panza murmurando. La venta callejera era complicada, sobre todo siendo tan pibe. Infinidad de veces los otros vendedores lo sacaron a patadas.
Otras tantas, tal vez la mayoría, era la policía quien lo detenía para golpearlo. Allí aprendió ciertas reglas y códigos de un sistema desigual e inmoral.
Luego Don Jorge, un buen tipo, le ofreció trabajar en su verdulería como ayudante de su hijo. La verdad que fue muy buena experiencia; repleta de sacrificio pero matizada con hábitos fundantes. Aprendió un trabajo y a relacionarse con la gente del barrio. En ese lugar estuvo cerca de doce años. Allí conoció a María, su mujer actual. Se pusieron de novios y, poco a poco, con la ayuda de Don Jorge y su hijo Manuel construyeron la casita donde vivirían siempre.
El barro del suburbio le enseñó a compartir lo poco que tenía, un mate bien cebado, un pedazo de pan o tal vez una comida preparada entre todos... Un hogar bien constituido a pulmón y con toda la garra desplegada en un proyecto de vida. Pero lo que más le dolía era el hambre de los chicos. Le rompía el alma ver a los pibes pidiendo en la calle, revolviendo la basura y buscando en los comercios de comidas rápidas. Lamentablemente los niños son el fusible de un sistema injusto que hace grandes negocios con la miseria y esa marginación de nuestros hijos, hermanos y vecinos.
Por otra parte siempre está la policía maltratándolos, cegándolos a golpes y esperando sumisión de parte de ellos.
Son los que laburan la droga en el barrio y luego los manejan con ella. Para los pobres no existe la justicia, ni la igualdad, ni la paz.
No hay navidad, ni día del niño para los que crecen con hambre. Nacen con dolor y lo van sobrellevando como pueden. Esa mañana del diecinueve de diciembre de 2001 arrancó temprano para la verdulería. El día anterior se había quedado hasta tarde en el comedor ayudando a hacer un contrapiso con los compañeros del barrio. Iba a quedar hermoso, cincuenta y dos chicos comerían y tomarían la merienda allí.
Tomó la avenida Grand Bourg en dirección a la verdulería pero el clima de la gente estaba muy tenso. Había locales que no abrían y mucha gente en las veredas y en el medio de la avenida.
El patrón estaba en la puerta con los brazos cruzados, angustiado como nunca lo había visto. Pálido, estremecido. Lo miro y le dijo:
- Pibe sonamos, se vienen los saqueos como en Rosario.
Simón se quedó helado con lo que le decía. No terminó de pensar la respuesta cuando un grupo de veinte personas comenzó a levantar las cortinas metálicas del supermercado de enfrente a ellos. En diez minutos ya estaban adentro, ya eran cuarenta o cincuenta personas desesperadas de ira, es decir de hambre. Hay que saber lo que es el hambre para entender todo aquello. “¿Tuviste hambre alguna vez?”.
Había mucha gente del barrio cargada de montón de mercadería, reses de carne, changos del mercado repleto de leche, fideos, arroz, arvejas. Todo lo necesario para comer un par de días, una navidad diferente seria aquella. Con la panza medianamente llena. Sin ruidos susurrando la pena amarga de la miseria. La gente reía mientras saqueaba, era una revancha de alguna manera. Seguramente los estúpidos que no saben de carencias ni miserias dirían que aquello era robar y eran delincuentes. Por fin se hacía justicia y los miserables de la tierra tomaban lo que les correspondía!
El barro del suburbio le había enseñado a Simón a tomar lo suyo, lo nuestro mejor dicho. Se juntó con todos ellos y llenaron los changos. Tantos paquetes de fideo y arroz irían a parar al comedor. Ya imaginaba la carita rozagante de los chicos. Que rico guiso haría “La Mary”, la mejor cocinera del barrio. Después fueron al supermercado chino, carnicerías, pollerías, muchos negocios saquearon esa diana. La noche fue una fiesta en el barrio, todos cansados cantando y celebrando ese día de justicia.
El veinte, al otro día, se levantó también con intención de ir a trabajar, aunque sabía que muchos comerciantes le habían visto la cara en los saqueos y sería muy difícil la convivencia en la zona comercial. Lo pensó bien y desistió de hacerlo.
En la tele bombardeaban con información muy fuerte. Los medios hablaban de saqueos y vandalismo.
El presidente De La Rúa había dictado el estado de sitio, sin embargo el pueblo había hecho caso omiso a dicha orden.
Se fue a la plaza, allí estaba el pueblo peleando por lo suyo y siempre había soñado con participar en la historia, como tantos patriotas, tantos heroicos silenciosos que pasaron sin pena ni gloria.
La represión era terrible. Simón estaba en Avenida de Mayo. Gases, caballos, carros hidrantes, balas de goma…de plomo también seguramente.
Decían que en Rosario y Córdoba ya había muchos muertos por la represión. Armaban barricadas con tachos de basura, bolsas, pedazos de bancos de las plazoletas de Carlos Pellegrini. Pasaban cerca las motos de la policía tirando gases y balas de goma. De Diagonal Norte venía la caballería aguantando nuestra lluvia de piedrazos. Avanzaban y retrocedían, como experimentados guerreros nórdicos, algunos caían y los levantaban. Otros avanzaban poniéndole el pecho a la barbarie de los verdugos, los perros del sistema. Él estaba a puro piedrazo contra los asesinos que querían vencerlos.
Le ofrecían una batalla encarnizada, con todo su espíritu, con su hambre, con su discriminación, violaciones acarreadas, arrojaban piedras con los pibes del barrio al hombro, con sus ancianos humillados por tantos años de indignas jubilaciones, las pibas abusadas por los policías, los pibes caídos en los barrios por el gatillo fácil.
En cada piedrazo estaban todos ellos.
De repente sintió algo en el pecho, un fuego, un relámpago que lo quemaba, un rayo de muerte clavándole el corazón. Cayó arrodillado, con las manos en alto, repleto de sangre, se le incendiaba el pecho. Aguantó arrodillado, seguía tirando piedras, gritando, puteando a los asesinos represores.
En el barro del suburbio había aprendido a aguantar el hambre, el frio, la tortura, los golpes, el dolor, la muerte.
Finalmente cayó boca abajo y siguió levantando la cabeza, escupiendo borbotones de sangre. Pensó en su mujer, en su hija, en los pibes del barrio, en el comedor que le daba de comer a cincuenta pibes.
Había nacido para luchar, para combatir, para aguantar.
Su final era apenas una trágica postal en una jornada eterna para la historia argentina.