Elogio del poeta como traductor: Alejandro Bekes y las versiones de Horacio
Veintitrés años antes de Cristo, un cuarentón moreno, petiso, hijo de un exesclavo, mimado por los dos hombres más poderosos de su época, Octavio Augusto y su superministro Mecenas, entregaba al público los tres primeros libros (volumina) de su obra maestra: las Odas (Carmine). Por esos tiempos los libros se enrollaban, el papiro se importaba de Egipto, las páginas se pulían con piedra pómez y se barnizaban con resina de ciprés. Horacio, de este poeta hablamos, había logrado no solo hacer aflorar un yo lírico, a veces intimista, a veces escurridizo, en una lengua con poca tradición en tales confidencialidades, sino que, considerando que el verso tradicional romano era demasiado rústico para los nuevos quehaceres, había domesticado al latín formas de la exquisita lírica arcaica griega, la de Safo y la de Alceo. Las Odas merecieron la indiferencia, y Horacio la envidia por su talento y por el respeto y protección que las autoridades imperiales le brindaban.
Y sin embargo de esa obra depende una gruesa parte de lo que en Occidente se entiende por poesía. En castellano, por ejemplo, el influjo horaciano nace casi con el idioma escrito, o quizás un poco después, con el Marqués de Santillana, allá por el 1300, sin detenerse hasta el mismo día de hoy. Muchos de sus tópicos, como el famoso carpe diem, o el justo medio (la aurea mediocritas, que ya estaba sin embargo en la Ética nicomaquea aristotélica, e incluso en los proverbios bíblicos) nos atraviesan dos mil años después.
Y dos mil años después, y un poquito más todavía, ayer nomás, en el 2022 la editorial Losada entregaba el último volumen, el cuarto, de la totalidad de la obra horaciana, gracias al trabajo de un único traductor, pero de los mejores. Me atrevo a decir que, al menos para mí, Alejandro Bekes forma, junto a Raúl Gustavo Aguirre e Idea Villarino, la ¿santa? trinidad de la traducción de poesía en el área rioplatense. Y no es poco decir si pensamos que en ese campo, nuestra tradición nace al menos con Juan Cruz Varela y su versión de algunos cantos de la Eneida allá a comienzos del XIX, e incorpora nombres como los de Manucho, Aldo Pellegrini y unos cuantos muchos más.
Más aún. Pese a lo odioso que los rankings puedan sonar en el ámbito de las letras, también me atrevo a decir que la de Bekes es la mejor traducción integral de Horacio a nuestra lengua, una lengua en la que ciertamente las versiones horacianas no escasean. Y que fue recibida, mutatis mutandis, con la misma indiferencia que el original latino.
Alejandro Bekes es poeta, y un conocedor y estudioso no solo los textos latinos (y griegos e ingleses y franceses e italianos), sino, ante todo, de la tradición de nuestro idioma. Nacido en Santa Fe en 1959, radicado en Concordia (Entre Ríos) desde la niñez, no es ciertamente de los vates más visitados por las antologías, los suplementos literarios o los corrillos académicos. Reconocido y amado por muchos de sus alumnos de universidades o terciarios de provincia, en la macrocefálica y a veces algo cretina Buenos Aires es casi un desconocido —cosa que, al parecer, a Bekes no le importa demasiado.
Gran parte de su obra “propia” se editó en Valencia (España) o en nuestra ciudad de Córdoba. Pero como Dios es porteño, y los intelectuales porteños suelen creer que el “interior” en general (esa entelequia que va desde Humahuaca hasta Base Marambio) debe producir, por ejemplo, bodoques juanelescos que induzcan a falsos éxtasis mentando ríos más o menos moleculizados, un humanista tan complejo y atemporal como Bekes suele dejarlos muy atolondrados. Quizás también influya algo que ya sabía Horacio, su traducido: a la hora de la fama y el reconocimiento, siempre se paga un costo por negarse a gramaticae ambire tribus et pulpito dignor, “a andar merodeando las tribus literarias y estrados”…
La obra horaciana traducida por Bekes fue publicada de esta manera: en el 2005 salieron las Odas, en el 2010 los Epodos, en el 2015 las Sátiras, y en el 2022, finalmente, las Epístolas y el Arte poética. En el año 2022 también se conoció un volumen que reúne todos los anteriores, pero que no recomendamos en lo absoluto, porque no solo perdió el texto latino –los textos anteriores eran bilingües– sino que en buena parte fue mutilado el formidable aparato de introducciones a cada obra y muchas veces también a cada poema suelto, amén de los apéndices, y de una ingente cantidad de notas en un doble sistema: unas para el texto latino, otras para el castellano. Si bien no desaparecieron del todo, es cierto, es mucho mejor optar por los volúmenes sueltos, puesto que todo ese aparato crítico tiene un valor literario per se. Bekes sabe hacer de cada proemio, de cada comentario una pequeña obra de arte.
Y además de obra de arte, todo esa adenda con la que enriquece un texto lejano en el tiempo y en los hábitos de los hombres, es no solo un manantial de erudición que fluye sin soberbia, con delicadeza, sino que también nos pone en contacto con otras voces del pasado, creando un contexto.
También es de agradecer encontrar en ese aparato crítico voces más contemporáneas, pero ya devenidas en “clásicas”, como las de Pierre Grimal, Curtius, Steiner, Alban Lesky, Werner Jaeger. Lo digo porque lo normal hoy es citar papers que a lo sumo tengan un par de años, en lenguas más o menos exóticas, y que quizás ni siquiera se hayan leído: lo importante estriba, para muchos, en la cuasi (y por supuesto, rápidamente avejentable) contemporaneidad. Algo más: hay que agradecerle a nuestro poeta-traductor que nos ponga en contacto con nociones –y eufonías– como las de asíndeton, hipálage, litote, yambo, ablativo y tantas más, y que nos libere casi por completo de hipotexto, paratexto y otros esperpénticos hijos de la jerga de Gérard Génette.
Bekes no solo guarda una estrecha amistad con la poesía en general, sino con Horacio en particular. Tengo para mí que, pese a las eras, imperios y océanos interpuestos, una gran afinidad los reúne. Por ejemplo, a la hora de trabajar como traductor, parece seguir los consejos del romano a los poetas: no solo ceder a la musa, o el “entusiasmo” en el sentido platónico, o al ingenium, lo innato, lo inspirado, sino también al ars, la techné, la labor de lima y maceración; especialmente, a la hora de intentar el hallazgo, como en labor de hormiga, de correspondencias en los recursos fónicos, métricos, retóricos del original.
El latín de Horacio puede simular tormentas, pasiones, odios, banquetes, suavidades campestres, rumores de agua; el latín de Horacio se amolda a medidas y cesuras con las que el autor se compromete como si en ello se le fuera la vida. Bekes intenta la imposible vía de traspasar todo eso al castellano. Y hay que decir que es un portentoso demiurgo: lo imposible se vuelve posible ante su paciencia –y también su talento– casi infinitos. Él mismo nos aclara el porqué de esta tarea: “Si el autor buscó la complejidad e incluso la oscuridad, ¿tiene derecho el traductor a pasar en limpio, allanar o parafrasear libremente el texto? Muchos traductores parecen sentirse en el deber de hacerlo”. Él no lo hace.
¿Quién es Horacio para Bekes? Nos responde en alguna de sus notas: es un “hombre de afectos sinceros y de humores cambiantes, sujeto a presiones y aquejado de dudas, entusiasmado por proyectos que a veces quedaron inconclusos, con venturas y desventuras, marchas y contramarchas; un hombre a quien por mostrarse de ese modo podemos ver como a un auténtico compañero de ruta. Como a un prójimo”.
¿Cómo es un buen traductor para Bekes?: “Es un ser resignado, es un modesto obrero de las letras que intenta comunicar algo que le parece importante, que a menudo le parece urgente traer a casa, como un tesoro, desde un territorio lejano y poco accesible… Nosotros, los que ahora pasamos sobre la tierra, somos los mediadores de esos poetas, somos un eslabón de esa eternidad que los vuelve ellos mismos”.
¿Cómo suena el Horacio según Bekes? Un ejemplo. Ante un traditur dies die / nouaeque interire lunae, él nos devuelve en castellano: “el día empuja al día / y ansiosas de morir nacen las lunas”. Maravilla. Son los versos 15 y 16 del poema XVIII del libro II de las Odas. Cotéjelos el lector con traducciones de editoriales canónicas como las mismísimas Gredos o Cátedra, y no le será difícil elegir la de Bekes. Incluso comparándolo, si se me permite parodiar un famoso verso horaciano, con la del “bueno” de fray Luis de León, que en este pasaje “dormita” y vierte con una insulsa perífrasis: “y veo cuál se alejan / los días que vuelan y vejez me dejan”.
Por último, como cierre de este catecismo bekesiano, ¿qué pretende lograr con estas versiones de Horacio? Primero, traducir lo intraducible. Precisamente, uno de sus más bellos libros de ensayos se titula Lo intraducible y mereció el Premio Internacional de Crítica Literaria Amado Alonso de 2010. En unas páginas inolvidables, Bekes nos salmodia que no solo es intraducible el lenguaje, sino también el amor, la muerte, el silencio, la música, la infancia. Pero en eso se parece a los grandes místicos de la tradición teutona o de la española: agentes involuntarios de lo Absoluto, sabían que su experiencia era inefable, es decir, imposible de poner en palabras que no fueran “un no sé qué que quedan balbuciendo”.
Y sin embargo, irremediablemente la ponían en palabras, y palabras que, como las de san Juan de la Cruz, están, al decir de Borges, entre lo más ardiente de nuestra lengua. Bekes, como los místicos, pero en una artesanía vilipendiada como la de la traducción, logra que los dioses mayores de la poesía traspongan las barreras de la lengua y del tiempo. En segundo lugar: desea –y hace bien– acercar a Horacio “a quienes no son filólogos ni latinistas”; el antiguo poeta no debe servir “para escribir al respecto educadas tesis doctorales: Horacio… es demasiado importante para cedérselo a los especialistas”. ¡Y es que a veces, también, los especialistas son de un prosaísmo tan grande…!
Horacio, pese al aparente fracaso de su obra entre sus contemporáneos, era perfectamente consciente de su inmortalidad, la de sus poemas, dado que posiblemente descreía de otra forma de más allá. Lo dijo en versos merecidamente célebres, que puedan sonar a soberbia, y solo fueron de estricta justicia. Transcribo en la versión de Bekes:
“Levanté un monumento más durable que el bronce
y más alto que el regio sitial de las pirámides,
que ni la hambrienta lluvia ni el aquilón violento
lograrán derruir, ni aún la innumerable
sucesión de los años, ni la fuga del tiempo.
No moriré del todo […], y creceré en la alabanza
futura siempre joven…”
Es maravilloso regresar a Horacio con Bekes como mistagogo. Y sería maravilloso que esta poesía la leyeran los que creen que el arte del poema nació sin trabajo alguno. No sabemos qué destino tendrá la poesía del propio Bekes. Él mismo, en algún poema, le habla a ese misterioso lector futuro: “Estas palabras van en mi lugar /…/ Por encima / de la muerte y la nada estoy hablándote”. La peor parte de mi imaginación me dicta que dentro de unas décadas su poesía será maltratada por los hacedores de tesis y de papers. Cada vez más alejados del hecho literario en sí, quizás sea interrogada en cuanto a binarismos y no binarismos, o a esa altura, deseos sexagesimales y no sexagesimales, hipótesis neocopernicanas y posterraplanistas. La mejor parte de mi imaginación me dice que siempre habrá alguien dispuesto a la dulzura de esa voz, voz que ya formará parte del ineluctable pasado. La misma que hoy nos devolvió, generosa y escrupulosamente, la de Horacio.