¿En qué nos equivocamos los padres?

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¿En qué nos equivocamos los padres?

01 Agosto 2021

Por Dani Mundo |​ Ilustración: Gabriela Canteros

 desprejuiciados son los que vendrán

Charly García

 

Como el otro día se festejó el tristemente célebre día del amigo me vinieron reflexiones sobre la amistad entre padres o madres e hijos/as. No soy el primero ni el último que advierte que los padres o las madres no podemos ser amigos o amigas de nuestros hijos/as. Los padres podemos desearlo por diferentes motivos. Tal vez así creamos que estamos más cerca de los chicos/as, o que lograremos su confianza más plena, como la que nosotros tenemos o deseamos tener con nuestros amigos. La cuestión es que los/as padres/madres no estamos en el mismo nivel que nuestros hijos/as. Nuestros hijos/as necesitan confianza, por supuesto, pero también necesitan un orden que no depende de ellos, del que más bien ellos dependen. Los/as padres/madres tenemos que administrar el poder, no podemos compartirlo.

Hace ya más de medio siglo Hannah Arendt diagnosticaba que en Occidente se estaba perdiendo el principio de autoridad, y que eso iba a ser letal para la experiencia de la libertad. Autoridad y libertad, solo un/a alemán/a puede pensar esto, me dije cuando lo leí, hace años. Pero tal vez hay otras cosas para reflexionar y considerar en esta idea. Lo que Arendt denunciaba no dejó de crecer desde ese momento hasta ahora. Cuando yo era un infante (infante= el que no tiene voz), con mi papá, para saludarnos, nos dábamos la mano. Los hombres no se daban besos o por lo menos en toda mi familia no lo hacían. Mi mamá me pegó más de una vez con el cinturón. Me amaban, pero los vínculos filiales tenían eso: cuando veían que flaqueaba su autoridad, podían recurrir a la violencia. El amor era a distancia, casi sin contacto físico. Todo esto cambió drásticamente. Es cierto que yo hice todo mi ciclo lectivo, desde jardín de infantes hasta terminar el secundario, durante los años oscuros de la dictadura. A veces pienso que esta generación fue el verdadero laboratorio social de la dictadura, otra manera de ser su víctima encarnizada. Obviamente que llego a estas conclusiones porque integro la clase media letrada, que además rechaza ese tipo de prácticas. Nunca empleé con mis hijas esas experiencias que yo tuve con mis padres (tengo una lista extensa de esas experiencias), más bien la lucha fue por impedir que surjan. Hay muchas formas de amar. Si nombro los cinturonazos de mi mamá o los silencios que podían durar meses de mi papá cuando se enojaba no es para reivindicarlas o defenderlas, las nombro solo para advertir que algunos afectos que nos parecen naturales en realidad son construcciones históricas, y que muchas veces si no siempre dependen del contexto familiar y político. Lo que siempre me preocupa a mí es no perder la autoridad paterna, sin recurrir nunca a la violencia. La autoridad no es un patrimonio. Como decía un emperador chino: “Ser soberano no es fácil”.

El problema real para mí radica en esto: los chicos y las chicas que se están formando en este momento, ¿bajo qué autoridad lo están haciendo? ¿Cómo fundamos nuestra autoridad los padres? Y acá hablo solo de los padres, no de las madres, pues somos los padres los que estamos viviendo el derrumbe de nuestros antiguos privilegios, y que nos sentimos, si no impotentes, si bastante incapaces de elaborar una argumentación para defender nuestra posición. Posición que, por supuesto, exige una revisión a fondo.

A la posición derrumbada del padre hay que sumarle que esta clase social a la que pertenezco muchas veces confunde de un modo perverso autoridad con autoritarismo. Es una clase social que tiene problemas con la autoridad. Hay como un constructivismo deconstruido que impugna la autoridad. Hay un rechazo del poder. Y autoridad implica ejercer el poder, pero ejercer el poder no supone ser su propietario. El autoritarismo, en cambio, cree que el poder se posee, y el autoritario vive con la certeza de que él lo tiene. Cree que hay que tener mano dura para que los niños y las niñas sepan cómo es la vida de verdad. El autoritario reemplaza la autoridad por la violencia. La autoridad no se ejerce con violencia. A veces persuade. Trata de explicar o argumentar las decisiones. Convence al otro de que el mundo es así. Pero hay decisiones que no pueden argumentarse. Hay que tomarlas, y tomarlas más tratando de respetar los propios principios que los efectos que esa decisión va a tener en los demás. Obvio, para eso hay que tener algunos principios. Para mí autoridad significa que el otro sepa que está rompiendo un código cuando hace algo que para la autoridad es incorrecto, que transgredió una norma. Esto no significa que el otro esté imposibilitado por el miedo de transgredir la norma, más bien al revés: está alentado a transgredir la norma, los hábitos, lo que quiera, pero sabiendo lo que está haciendo. Tengo la impresión que es la única manera que vamos a vencer a nuestro enemigo. No se puede prohibir. No hay un decálogo de lo que se puede y de lo que no se puede hacer, no. Sino simplemente porque es sentido común. Imaginarios compartidos de cómo queremos que sea el mundo y los vínculos con otros.

Yo fui aprendiendo esos vínculos, los fui cambiando con el tiempo, el precio es que vivo solo. Mentira, vivo con dos gatas y mis hijas que pasan 3 o 4 días por semana. Pero el orden de la casa es el de un hombre separado que vive solo y que tiene dos hijas que pasan unos días, pero no TODOS los días conmigo. No tener pareja fue lo que hizo posible, en mi vida, tener este orden. Así como lo cuento parece algo maníaco, pero todo está lo suficientemente desordenado como para que no lo sea. El baño está limpio y el freezer lleno.

Es Arendt la que dice claramente que poder y violencia son dos cosas distintas, porque la violencia tiene que ver con la fuerza, que es algo que sí se posee, se-es-fuerte, en cambio el poder no, el poder se ejerce, circula y hay que intentar que circule siempre y no se atasque en algún lado, aunque ese lado sea uno mismo. Ejercer el poder no es tener el poder, sino hacer que el poder circule sin cesar, y que sea uno, dentro de lo posible, el que hace girar la ruleta. Implica un arte. El arte que permite resolver este intríngulis: para ejercer la autoridad no hay que ser su propietario, en todo caso se es su administrador. Parece una pavada, pero tal vez sea muy serio. Hoy el poder lo tienen los niños (estoy hablando de la familia progre de clase media que ama a sus hijos). Los padres les tememos. Si lloran. Si se enojan. Si gritan. Si vos gritás más fuerte. Si se pasan de mambo con un “chiste”. Les vamos a preguntar qué quieren comer, para cocinarles lo que ellos quieren. Vamos a ver mil veces la misma película que ellos quieren ver, si de última lo que querés es estar con ellos. Lo vi muchas veces en mi local gastronómico: son los chicos los que deciden si se quedan o no, y lo que comen. Lo que los padres quieren está subordinado a los que ellos quieren. Son anécdotas banales, me dirán. ¡No lo creo! Para mí son densas. Para mí, ejercer la autoridad es muy diferente a estar haciéndoles creer a ellos y ellas, a los chicos y las chicas, que son lo más grande del mundo, astros y estrellas, princesas y reyes. ¡¿A qué mundo los estamos invitando con estos elogios sobreactuados?! A un mundo a su medida. Los chicos y las chicas tienen que saber que el mundo tiene un orden y una medida, y que ese orden y esas medidas son más poderosos que ellos. Que ese orden lo pusieron sus padres y madres, que no es casualidad ni cayó del cielo. Pero que lo hayan puesto sus padres no significa que les pertenece. No. ¿Acaso no vivimos en una democracia? El poder se negocia. A veces se pierde, otras se gana, así es el poder. Circula. El problema del poder es cuando se detiene. Allí estalla.