Poema que vuelve: Jorge Boccanera
Por Miguel Martinez Naón | ilustración: Itzel Bazerque Patrich
El autor de Hojas de hierba nació en Long Island, New York en 1819, y fue uno de los máximos inspiradores de las futuras generaciones, liberando a la poesía (desde su innovador estilo de verso libre) de todas las convenciones de formas y de lenguaje. Consagró ineludiblemente desde su belleza lírica, un canto a la humanidad, al hombre nuevo, a la democracia, a la camaradería, a la libertad interior, al simple don de estar vivo. Toda una insubordinación al orden social establecido por aquella época.
Tal como sostuvo Henry Seidel Canby en su biografía de Walt Whitman, Paumonok fue el nombre con que los indígenas designaban a Long Island: La Isla Larga. Allí nació Walt, y allí siempre regresaría, tanto para visitar a sus padres y trabajar como maestro de escuela, como para vagar y redescubrirse frente al mar y las colinas.
Cabe recordar que Whitman también ejerció el oficio de la crítica literaria y el periodismo, dirigiendo los diarios Long Islander y Dayly Eagle, puesto que abandonó por muchas divergencias y en especial por su rechazo a la esclavitud.
De Jorge Boccanera podemos decir que estamos ante un inmenso y entrañable poeta de nuestra América. Hemos tenido el gusto de entrevistarlo recientemente para este medio con motivo de la aparición de Suma Poética Tráfico/Estiba (la suma de todos sus libros ya editados) bajo el sello Hemisferio Derecho.
Estimado lector, lo dejo entonces con el poema prometido. Quedamos en vernos el mes que viene para esto que se da en llamar “Poema que vuelve”.
El jardinero de Paumonok
a Walt Whitman
Montado en el instinto de la rueda
llega el jardinero de Paumanok.
Con los hospitalarios, los osados,
con los cuatro caballos que tiran de su almita robusta.
Alarde del tambor en la sangre resuelta.
Sombrero de ala ancha.
Todos comemos de su mano.
El silbido del afilador tajea la amorosa carne de la mañana,
presagia al nómada, al vociferante del cafetín que invita
otra vuelta de grapa.
Y el poema a zancadas con su respiración interrogante:
“¿Quién desea caminar conmigo?”
Las chispas de su lengua dan cópulas furiosas.
En sus estanterías se abrazan el verbo plácido y la onomatopeya,
la turbulencia, la urraca azul con su graznido
y las alas de musgo de los muertos,
la jerga indómita y veintiocho mozotes bañándose en el río.
Y todos comemos de su mano.
“Aprendiz del ingenuo, maestro del astuto”,
el jardinero de Paumanok
asomó un día al puerto vestido de overol, pañuelo al cuello
y bigote de foca.
Yo era una edad muy breve que calzaba preguntas inmensas.
Me regaló un puñado de bolitas,
dentro de cada una vibraba una gota de plomo, unos labios
granates, la guadaña en el ojo de un gato y una flor
boquiabierta.
¿Qué otra cosa es la infancia que un pez de plata centelleando
al centro de un mundo difunto?
Entraba a la peluquería de mi abuelo Santiago con sus crenchas
(mi abuelo resoplaba por lo bajo).
Nunca se recortó la cabellera.
Colgaba la sonrisa en el espejo, elegía una silla, se dormía
(no roncaba, lo suyo era retumbo).
Se soñaba escalando los cerros jaspeados de La Quiaca,
tocando una marimba en Masatepe,
respirando el incienso de la iglesita de San Juan Chamula
y a veces, que moría abrazado a su imaginación
Ya viene el enfermero de campaña
-lavativas, raciones de comida, lampazo al piso y orinales,
solución mercurial, auxilios, bálsamos-.
Lo vi repartir correspondencia entre los náufragos, cerrar
los ojos de los obreros tirados en el muelle en aquella
matanza de 1907
Llevaba el corazón clavado en una estaca.
Me acariciaba la cabeza.
Y todos comemos de su mano.
Junto a lo desbocado, el dulce aprecio, llega el maestro de canto,
el compañero de la obrera del Rhin, del minero de Oruro, del
pescador de White,
de aquellos indios sauks que un día despertaron en el aire
(les habían robado la tierra debajo de los pies) y nunca se
rindieron
El gran jefe Halcón Negro plantó árboles de dignidad en la
conciencia.
El jardinero junto al fuego dijo: “Cada quien canta lo que le
corresponde”
Lo vi muy cerca de aquella cabra atada a la cruz negra que le
saliera al paso a Apollinaire y lo dejara hablando solo.
Lo vi con “los escarabajos que arrastran su bola de estiércol”,
con los que hunden su lengua en corazones limpios.
Lo vi entre forasteros, victroleras, peones de estiba, changarines,
lo vi entre marineros, feriantes y payasos de circo.
Escuché bien clarito cuando dijo: “Si no estoy en un sitio,
búscame en otro, te estaré esperando."
Y todos comíamos de su mano.
Su corpulencia anclaba en aquel largo mostrador de estaño
y deshilaba historias, las escuché, lo juro
Las palabras trotaban sobre verdes praderas con la fuerza del agua
que redondea las piedras,
y crujía en la leña la aventura.
En la misma balanza iban la muerte y la fecundación.
Sus iniciales van bordadas en el pañuelo de Vallejo, en los cuatro
sombreros de Pessoa, en los bastones de palo de Coronel
Urtecho, el corbatín de Pound.
Ya llega el jardinero de Paumanok.
Toda su humanidad entra resuelta
en los viejos zapatos que le pintó Van Gogh.