¿Por qué no queremos aburrirnos?
Por Dani Mundo | Ilustración: Gabriela Canteros
Si nuestra sociedad híper modernizada y cada vez más pueblerina combate realmente contra algo, es contra el aburrimiento. Un estado de ánimo que, sin embargo, es fundamental para nuestra personalidad. Todas las culturas tuvieron una relación singular con él, la nuestra también: NADIE QUIERE ABURRIRSE. Es más, pareciera que NADIE DEBE aburrirse. Por eso, justamente, nos rodeamos de actividades y de apps entretenidas para evitar ese estado anímico tan molesto, aburrirse. ¿Y qué sucede? Y sí, sucede que chocamos una y otra y otra vez siempre contra el mismo abismo de nada y terminamos aburriéndonos como locos —esto, en el mejor de los casos; en el peor, terminamos gritándonos y peleándonos con la gente que amamos: hacemos cualquier cosa con tal de no aburrirnos, hasta discutir por pavadas. Ahora bien, si nuestra sociedad lo quiere erradicar no es porque el aburrimiento sea molesto o desagradable, como podríamos pensar ingenuamente; muy por el contrario, nos lo quieren expropiar porque es muy peligroso.
¿Por qué? Porque cuando uno está aburrido empiezan a desencadenarse fantasías y a florecer las auténticas prácticas hedonistas, esas que tienen un 50 % de placer y un 50 % de sufrimiento, de desasimiento, de autodestrucción. El hedonismo no puede reducirse a lo que nos gusta ni el placer a la satisfacción. De hecho, la satisfacción, llegado un momento, también nos aburre. ¿Quién puede tolerar estar todo el santo día haciendo exactamente eso que le da un placer exorbitante, sea lo que sea ese placer, desde comer milanesa con fritas hasta masturbarse como un maníaco? ¡¿Quién?! Acá la pregunta que se abre es si no será necesario llevar la manía hasta su límite y transgredirlo, ir más allá del principio del placer, para entrar en un auténtico aburrimiento antisocial, pero bueno, no puedo responderlo (me acusarían de apología de la adicción).
Otra cosa, que no por obvia hay que dar por sabida: en cuanto despunta una sensación agradable, en cuanto algo del aburrimiento reconforta, en ese momento el aburrimiento empieza a mutar en otra cosa. Quiero que quede claro que yo no estoy diciendo que el aburrimiento sea agradable o que genere experiencias copadas. Sin embargo, aburrirse es la auténtica actividad cuyo fin no es otra cosa que su propia concreción, el rasgo que Kant le otorgaba a la experiencia estética, hoy absolutamente comercializada y arruinada por la sed de información y conocimiento que tenemos. No nos aburrimos para algo, para conseguir esto o lo otro. No. Nos aburrimos porque justamente no podemos instrumentalizar ninguna actividad, porque no podemos evitarlo. En el aburrimiento todo se nos deshace entre las manos.
Que el aburrimiento sea un estado de ánimo fundamental no significa que sea envidiable o “bueno” (hay que dejar de dividir a las cosas en buenas o malas, nos lo enseñó Nietzsche hace más de un siglo). Sin embargo, es fundamental atravesarlo, experimentarlo, sentir el peso del tiempo, que las horas no pasan, que no pasa nada. ¿Por qué? se preguntará el lector atento. Porque es la vacuola de inutilidad que todavía el capitalismo no encontró cómo explotar. Como no lo puede explotar a su favor, intenta hacerlo desaparecer. Y está por lograrlo. Lo que pasa es que nos aburrimos hasta mirando televisión o practicando sexo.
El controvertido filósofo Martin Heidegger le dedicó un seminario en el año 1929. Es en esos años de la República de Weimar y la cultura del cabaret que el aburrimiento se volvió un problema social. Por esos mismos hiperinflacionarios tiempos Walter Benjamin escribió que el aburrimiento es el nido de donde la imaginación toma vuelo. Cuando uno se aburre, empiezan a aparecer prácticas anormales e ideas que se deshacen como pompas de jabón ni bien nos ponemos a realizar alguna tarea, incluso cuando esa tarea sea escribir o leer (actividades que, por absurdo que suene, gozan de buena prensa en nuestra sociedad utilitarista: pocas cosas más inútiles que leer, salvo que se lea como un filisteo buscando información para enriquecer el propio capital cultural). El aburrimiento está antes de emprender una actividad (es el aburrimiento que la actividad deshace), y está después, cuando la actividad termina. Siempre ahí, amenazando nuestro principio de realidad. Desestabilizando nuestros hábitos. Incisivo. Molesto. Pesado.
So-portar el aburrimiento constituye, para mí, uno de los principios básicos de nuestra humanidad. Toda la industria pesada del entretenimiento se propuso erradicarlo. El entretenimiento no solo es una actividad necesaria para compensar nuestra entrega al trabajo y el cansancio, se ha convertido directamente en una forma de vida, como nos lo enseñó nuestro gran filósofo cordobés Héctor ‘Toto’ Schmucler. Estar todo el tiempo entretenidos significa estar todo el tiempo sirviendo al capital, colaborar en nuestra propia continua explotación —creo que detesto más la palabra entre-tenido que la palabra interesante, que desintegra, según la interpretación de Hannah Arendt, una de las experiencias más importantes de nuestra existencia, la del inter-esse, la de estar “en el medio de los seres o las cosas”, es decir, en el mundo—. Por eso, cuando las madres de mis hijas se hacían eco de las quejas de las nenas porque éstas se aburrían, yo les repetía que ojalá ocurriera eso de verdad. ¡Ojalá se aburrieran! Aburrirse no solo es no tener nada que hacer. En mi interpretación falaz, aburrirse es el paso previo al éxtasis, es más, tal vez sea el mismísimo Satori (悟り), esa (no) actividad que nos ilumina e ilumina todo nuestro entorno y nos hacer ser uno con el mundo. No hay que olvidar que la traducción literal de este concepto japonés es comprensión, que mantiene una relación de tensión y antagonismo con otro concepto que usualmente se usa como su sinónimo, el de entender: entender es una cuestión del entendimiento mientras que la comprensión incluye nuestros afectos y nuestra imaginación. Pero bueno, quizás aquí yo ya estaría instrumentalizando al aburrimiento, lo que contradice todo lo que vengo proponiendo.
Cuando las nenas me decían: “Pa, me aburro”, la enorme mayoría de las veces jugábamos a algo, un juego de mesa, un juego de naipes, incluso un tutti fruti, cualquier cosa para suplantar esa sensación de nada que nos invade. Pero a veces, algunas veces, como un buen padre perverso que soy, les decía: “Y bueno chicas, aburrirse es importante. Saber aburrirse les va a venir bien en la vida”. Al rato las veía hablar solas, o mejor dicho, charlar con sus amigos imaginarios sobre vaya a saber qué. Estaban acunando una idea.
Al aburrimiento se lo suele relacionar con el ocio griego (σχολή) y el otium romano, lo cual está bien. Solo que para estas civilizaciones lo que nosotros consideramos aburrimiento tenía efectos muy distintos: en ellas se lo buscaba, se lo trataba de atravesar como una importante prueba existencial, mientras que en la nuestra se lo quiere exorcizar y hacer desaparecer.
Por eso me parece uno de los gestos más políticos que supo encarnan Andy Warhol (y Warhol tuvo muchos gestos políticos) el que se la pasara diciendo que él era una persona aburrida, y que tenía la facultad química de volver aburrida cualquier fiesta a la que llegaba, incluso cuando esa fiesta estaba en su instante más pleno. Decía que la gente, que la estaba pasando bomba, lo veía a él, y ya empezaba a aburrirse, como si su sola presencia bastara para demostrar que los que se estaban divirtiendo en realidad deseaban aburrirse.
Cuando daba clases en la facultad a la tardecita y un alumno "se me dormía" (ahora doy clases a la mañana y es casi imposible que alguien se duerma: arrancamos a full el día para que nos exploten; a la tarde llegamos vencidos), yo sentía como una gratificación en eso. No me molestaba para nada, al contrario, pensaba que mis grandes elucubraciones eran como un arrullo que aburría al pobre tipo que venía de trabajar durante 8 horas, y lo llevaba al sueño, a ese reino donde nuestra voluntad es subyugada y nuestras intenciones invertidas.
El aburrimiento acarrea riesgos. Riesgos psíquicos y sociales. Como la cocaína, nos empuja hacia aquellas actividades o cosas hacia las que estamos más predispuestos, y que no necesariamente son buenas para la sociedad ni para uno mismo —al margen de que nada o casi nada que sea bueno para reproducir esta sociedad o a uno mismo va a ser algo que yo pueda defender. Se trata de destruir esta sociedad, no de encontrar los placebos para seguir soportándola.