¿Qué es ser chino?: una mirada sobre el pensamiento oriental
Por Dani Mundo | Ilustración: Matías de Brasi
Para Julián Varsavsky
Es mejor no saber que se sabe.
Lao Tou
Todos recordamos al inverosímil Tom Castro, el famoso impostor que pergeñó el joven Borges, que siendo un bruto y un ignorante se hizo pasar por un hijo inglés culto y refinado, y que contra todo pronóstico le creyeron. Este relato siempre me hizo acordar a la metamorfosis salvaje que vivió un amigo, un personaje que cada vez que podía repetía que de ser inteligente pasó a ser otra cosa. De un día para otro empezó a asegurar que era chino. Modesto, repetía que se había vuelto sabio. Fue compañero mío en la primaria y nos reencontramos de grandes.
Presencié cómo sus hijas lo torturaban diciéndole que él no era chino porque no había nacido en China ni hablaba mandarín y nunca había estado en China y no sabía nada de allá. Tampoco tenía los ojos rasgados. Las nenas eran muy razonables. Este personaje, con una paciencia china, levantaba los hombros en señal de desconcierto.
Lo que buscaba Borges en ese cuento era desestabilizar esa idea tan potente en Occidente por lo menos desde Protágoras sobre la identidad y la semejanza: cuanto más se parezca el impostor al individuo a reemplazar, cuanto más se parezca la copia al original, más fácil es cumplir el engaño. Borges argumentaba todo lo contrario.
En este momento de globalización imperiosa tenemos la fantasía de que cualquier persona del globo terrestre conoce a cualquier otra que viva en las antípodas solo de intercambiar un par de mensajes por alguna aplicación. Nada más estúpido. Ni siquiera podemos conocer al vecino que vive en el departamento de al lado. Ni siquiera a la persona que amamos con locura.
Desde mi más absoluta ignorancia me asalta el temor de que ser chino signifique demasiadas cosas raras como para que una mente limitada como la humana y occidental no se atreva a comprenderla.
Tal vez ni un chino puro, ni un chino que nació en China y que estudió a fondo esa cultura milenaria en su lengua original, podría atreverse a decir que sabe qué es ser chino. Porque el chino razona con una lógica que la mente occidental no entiende ni acepta. El chino sabe que para entender algo tiene que dejar algo de ese algo sin comprender, algo en la oscuridad y el misterio. Entonces, ¿cómo entendería un mortal occidental lo que es ser chino? Es más, ¿cómo lograría convertirse en chino? Es una idea disparatada, pero a los chinos les gusta jugar con ideas disparatadas. Los chinos construyen una ciudad y la dejan totalmente vacía durante una década porque para esa fecha calculan movilizar a 10 millones de chinos hacia allí. Chequeado. Cosa’e mandinga.
Primero, el chino sabe que no existe la casualidad, y que cada cosa que ocurre es el efecto de una causa, que a su vez es el efecto de otra y así hasta el final de los tiempos. Si no hay casualidad, un occidental ¿qué diría? Diría: todo es determinado. Pero en verdad casualidad y determinación son opuestos complementarios. Si no hay casualidad tampoco hay determinación. ¿Qué hay? ¿Cómo suceden las cosas? ¿Cuál es su lógica? Para que algo ocurra son múltiples causas las que se ponen en juego, y una de esas causas es la casualidad. El chino llama casualidad a aquello singular que no quiere conocer o revelar.
El chino puede vivir en un mundo hecho de veladuras.
No es que le guste la oscuridad per se, pero sabe (algo en él sabe, mejor dicho) que la luz está hecha de puntos ciegos, así como el tejido de la alegría está tejido con hilos de tristeza, y el placer con experiencias de dolor, contradicciones que los occidentales rechazamos de plano.
Es evidente que el chino vive inmerso en contradicciones. De hecho, es una contradicción andante. Una de las tantas diferencias entre un chino y un occidental es que este último se devana los sesos (y se le va la vida) tratando de resolver contradicciones, mientras que para el chino las contradicciones, las ambigüedades, los misterios son de lo más normal. Su vida es un caos, pero ordenado.
¿Cómo puede un caos ser ordenado? Unos filósofos franceses muy prestigiosos llamaron a eso caosmosis, pero es un modo de llamar a algo que no tiene nombre. El caos tiene un orden, solo que no somos capaces de percibirlo.
El chino acepta todo lo que ocurre como si no hubiera habido otras opciones, aunque sabe que cada hecho es un efecto de muchas causas y que todo puede ser distinto. Sabe también que no depende de su voluntad que lo sea. Todo lo que es, es lo mejor que puede ser. Estamos condenados a elegir lo que elegimos.
Las decisiones que toma un chino son conscientes y muchas veces híper racionales, pero no las toma calculando las probabilidades o persiguiendo un objetivo que se había impuesto. No. Las toma de modo inconsciente, sin que intervengan el entendimiento o la voluntad —salvo cuando construye ciudades.
Los occidentales pensamos que tener razón es muy razonable, para el chino es un sinsentido: ser razonable implica aceptar no tener razón, en los dos sentidos: estar equivocado y ser irracional.
Para que ocurra lo que el chino desea, éste tiene que acompañar el devenir de los hechos, no puede ni debe detener ese devenir (aunque ese devenir lo espante) o torcerlo hacia sus intenciones. Tratar o desear subordinar los hechos a lo que uno quiere o calcula es para el chino el origen de las calamidades y frustraciones. Con todo el tiempo del mundo y con paciencia china, el chino se adapta a la situación, haciendo que la situación se adapte a él. Let it be. Esto es un golpe catastrófico para el yo de occidente, porque choca de frente contra esas creencias tan idolatradas del libre albedrío, la decisión individual y la satisfacción de los propios gustos.
Para el chino nada es lo que es o todo es distinto. En algún lado el famoso escritor norteamericano J. D. Salinger decía que de todo lo que confiesa la gente, y la gente se la pasa confesando cosas, lo que hay que interpretar son los silencios, ¡chupate esa mandarina! El arte del chino es interpretar silencios. Ruidos. Lugares comunes. Interpreta todo, salvo lo que el otro dice expresamente. Por supuesto que se equivoca, ¿y qué? El chino vive en el error, erra. No tiene descanso, por eso su pensamiento más alto, el más difícil, el fundamental (escribo “fundamental” sabiendo que para un chino, a diferencia de un occidental, este concepto no tiene sentido), es el de “pensar nada” (什么都不想). Para pensar nada los occidentales vaciamos el pensamiento de toda vida y lo dejamos en estado vegetativo (como si los vegetales no sintieran y pensaran a su manera) o lo llenamos de ruidos y chatarra, puntos extremos para que la actividad de pensar se atrofie. El chino, en cambio, para 什么都不想 primero lo concibe como una experiencia inalcanzable en la que se conjugan el máximo despojamiento con la máxima concentración. A veces la ascesis, a veces el ayuno y otras veces las sustancias vienen en su ayuda.
El chino convive en un lugar (el lugar es la unidad existencial hecha de espacio/tiempo que Heidegger llamaba el “entre”) donde las contradicciones no se resuelven. El oído occidental tiene dificultades para darle existencia a aquello que no entiende. Porque los occidentales tenemos el mandato de entenderlo todo, y lo que no entendemos no existe. No sólo eso, nos lo figuramos o representamos como una sola cosa, como una unidad. Para el chino esto es una aberración: él vive en la multiplicidad y en la contradicción permanente. Allí encuentra su armonía. Bueno y malo son lo mismo. O mejor dicho: bueno y malo (tristeza y alegría, etc.) son absolutamente relativos, porque dependen del lugar en el que acontecen para que tengan sentido.
Nada es bueno o malo en sí… lamentablemente. Sería más fácil si lo fuera, pero no lo es. El chino está condenado a la contradicción, porque realmente las contradicciones no pueden resolverse ni las ambigüedades aclararse. La niebla es su elemento. Y aunque quememos la niebla con sobredosis de iluminación, no podremos despejarla, porque ella somos nosotros... salvo que nosotros seamos o debamos ser claros y distintos, como creemos los occidentales en nuestro sueño de omnipotencia.
Al chino la persona verbal que lo identifica es la primera del plural: nosotros. El chino erradicó de su vocabulario la primera del singular: el chino no conoce o no entiende la palabra “yo”. Para él, remite a un ente que no existe, es una ficción que se impuso como realidad y por ende una ilusión muy frustrante y culposa. El chino no se pregunta quién es ni qué le gusta.
El chino busca deshacerse de este mundo, aunque no crea en un más allá o un después de la muerte. Lo que pasa es que cree aún menos en esta realidad que nos tocó en suerte. No le interesa la realidad, porque vive en su mundo, como quien dice. La consistencia de la realidad para él es la fantasía, que le permite soportar lo que soporta y hacer lo que hace. Nada es real y todo es real. Lo que no se permite el chino es tener esperanzas, todo lo contrario: huye de la esperanza como del mismísimo Mogwai (demonio), porque sabe que el tamaño de su frustración es proporcional al de aquella. No tiene opción, aunque todo, todo, todo florece como posibilidades a realizar. Y así vive tranquilo.