Reseña del libro de Sietecase: "Periodismo, instrucciones de uso. Ensayos sobre una profesión en crisis"
Por Dani Mundo
Lo único que quiero
es no ser como vos
Ch.G.
El libro esperado
El libro que recopila y prologa el periodista y poeta Reynaldo Sietecase, Periodismo, instrucciones de uso. Ensayos sobre una profesión en crisis (Editorial Prometeo, 2020), es un libro que esperaba con ansiedad. Sabía que tarde o temprano iba a aparecer. ¿Por qué? Por un lado, porque desde hace mucho tiempo la industria periodística está en franca decadencia, ha perdido la verosimilitud y la credibilidad. Como tantas otras cosas que cambiaron con la digitalización, el periodismo ya no puede sostener la función que cumplía hasta hace poco tiempo, 20 o 30 años atrás: informar a la población de aquellas cosas que son relevantes para ella, y que el poder quiere ocultar (esto lo repiten varios de los periodistas reunidos en el libro). El motivo de la decadencia periodística, igual, como bien lo aclaran los autores, no se debe solo la digitalización, sino a los voraces intereses económicos y políticos de los grupos multimediáticos cada vez más concentrados, que ahogan cualquier voz un poco disidente. Por otro lado, y como complemento de esto, era evidente que la élite intelectual del periodismo iba a rebelarse y diferenciarse de la industria de la información. No es la primera vez que estos escritores, investigadores y periodistas se quejan de su trabajo, pero ahora lo hicieron de forma conjunta y en un libro. Un libro que habría que leer como un manifiesto en tiempos de guerra.
La consigna acertada de “periodismo de guerra” es planteada en varios de los artículos. El ensayo de Sietecase que cierra el ejemplar cuenta cómo esta manera de circunscribir la profesión afectó su carrera periodística y televisiva. Afirma que el que inventó el concepto para nuestro país fue Julio Blanck, un periodista de Clarín. Por supuesto, todos los autores del libro que comentamos se sienten afuera de esa dicotomía reduccionista que divide el campo periodístico en particular, y la Argentina en general, entre dos bandos, los “independientes” (que trabajan para conglomerados mediáticos multinacionales, o sea: el Imperio) y los “militantes” (los intelectuales orgánicos de los proyectos nac&pop). Este sentimiento de no pertenencia a ninguno de los dos rivales de la guerra material y simbólica que se viene librando desde hace más de una década, no los hace ajenos a la guerra (como ellos creen), sino que agrega un matiz y una sutileza que en el fragor del combate son difíciles de apreciar. Estos intelectuales honestos e imparciales, consciente o inconscientemente, también participan en la guerra. En una guerra nadie queda indemne.
La referencia a Blanck nos hace creer (como creen los autores) que la guerra comenzó a partir de 2008 y el famoso conflicto por “la 125”, durante el primer gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Yo creo que el inicio es muy anterior. Sé que los autores que integran el libro pueden decir que no hay guerra, que es una fantasía patética de unos o de otros, y no una realidad. Que pueden preguntarse: ¿dónde están los muertos y las bombas? Si aceptaran la guerra (sorda, subliminal, destructiva), tendrían que aceptar la hipótesis de que en esa guerra invisible y real se gestan los discursos y las prácticas del odio. Y entonces tendrían que preguntarse por su función en esa guerra. Cuando enfrentan esta duda: ¿cuál es nuestra función en este territorio tomado por enemigos que hablan dos lenguas distintas, aunque utilicen el mismo vocabulario? Estas personas realmente inteligentes y reflexivas responden siempre con tautologías: nuestra función es informar con honestidad. Este libro podría servir de testimonio de que hay una guerra, una guerra en la que ya no importan los argumentos, y en la que el discurso con argumentos todavía sobrevive y quiere dar batalla: ¿lo lograrán? Tal vez, para un estudioso de los medios, no son una novedad las maneras falaces que tienen éstos de construir sus noticias, ni la extorsión permanente que hace el capital sobre sus intelectuales. Tal vez es un buen aporte la información y la reflexión de nuestros intelectuales, e inocula por unos instantes una inyección de esperanzas. Yo no tengo esperanzas.
Por absurdo que suene, me gusta pensar que la guerra sorda y subliminal comenzó cuando Clarín compró el diario Página/12, a fines de los 90. No hay que ser un lector muy pillo para advertir que la inmensa mayoría de los integrantes del libro tuvieron alguna relación de pertenencia con el mítico diario en su época más dorada (antes de que Jorge Lanata se convirtiera en lo que es ahora, un payaso mediático sin cuello). ¿Qué tiene de malo esto? Nada, todo lo contrario. Solo que quisiera enmarcar la propuesta de estos intelectuales honestos y auténticamente independientes, y afirmar que su proyecto político e intelectual fracasó. Fracasamos. Es lógico que se lamenten y que se resistan a aceptarlo, tratando de recrear ese lector ideal que leía el diario en los 80 y los 90 —en esa época, en mis lapsus de prosperidad, los domingos compraba 3 o 4 diarios, y los leía. A mí también me gustaría que ese lector-espectador-usuario inteligente aún existiese, si es que alguna vez existió.
La desinformación
Si bien ninguno de los autores se refiere de manera explícita al tema, todos lo dan por supuesto y lo circunvalan: el gran desastre que caracteriza a nuestra sociedad en guerra es su profunda desinformación. Profunda desinformación es un oxímoron, pues la desinformación es banal y superficial, no profunda. Me gustaría aclarar qué significa para mí desinformación: no significa, como se creería ingenuamente, que la gente carece de información, que la información escasea, sino todo lo contrario: lo que sucede es que sobra información, la gente está sobre-informada. Estar sobreinformado no quiere decir que uno se vuelva un sabio que decide con equilibrio sobre su vida, ni que se convierta en un algoritmo que solo puede tomar decisiones correctas, más bien todo lo contrario: un individuo sobreinformado no es capaz de procesar la infinita cantidad de información que recibe, entre otros motivos porque la información que recibe ya fue procesada hasta tal punto que se vuelve literalmente imposible interpretar otra cosa que no sea su significado literal. Los argumentos ya no importan. Hay que tener en cuenta —y los autores lo dicen— que este lector-espectador-usuario es un idiota, en el sentido etimológico del término (viene del griego y remitía al individuo que lo único que le preocupaba eran sus asuntos privados). El sujeto sobreinformado solo recibe y procesa información que convalida su prejuicio, que lo reafirma en su manera de vincularse con el mundo, que le machaca en el frontispicio de su cerebro que él siempre tiene razón. No importan los hechos y la correlación entre estos y sus enunciados, siempre tienen razón.
Desde hace años se viene instalando esta estructura interpretativa que divide dicotómicamente el mundo en seres buenos y seres malos, entes corruptos y entes honestos, etc. La realidad es diferente, llena de matices y contradicciones. No digo que el periodismo sea responsable de instaurar este tipo de dicotomías fáciles, por supuesto, pero sin duda el periodismo, como mera representación de la realidad (y mucho más en un estado de guerra), no puede evitar profundizar en esta simplificación de la realidad a su mínima expresión. Entre otros motivos porque sus lectores, su público, su audiencia, no entendería lo que le dicen si se lo dijeran de otro modo. Esto puede sonar injusto con los lectores, los espectadores y los datos de las encuestas, que en verdad tendrían la capacidad de reprocesar la información que reciben de una manera no calculada ni prevista. Bueno, esto lo podía creer el gran Aníbal Ford, allá por los 80, cuando yo empecé a estudiar Ciencias de la Comunicación en la UBA, pero nosotros ya no estamos autorizados para hacerlo. Como no resulta fácil aceptar esta realidad (si esta realidad fuera la única posible, tendría razón Caparrós cuando cita a Charly García y repite “para quién canto yo entonces”), lo que hacen varios de los autores recopilados en el libro es apuntar a un lector ideal. El que lo dice sin medias tintas es Cristian Alarcón: “Lectores inteligentes, cultos, modernos, progresistas … lectores pillos”. No son fáciles de engañar. Leen entrelíneas, descubren los silencios, advierten las estrategias subrepticias que tienen los medios para idolatrar a alguien o para defenestrar a otro. Pertenecen a la clase media. ¡Qué hermoso sería conseguir un lector así! Yo, que lo único que sé hacer es leer, interpretar, olvidar y releer, no me siento a la altura de un lector como ése. Porque además no debemos perder de vista que lo que lee es una noticia que tiene un vencimiento más o menos programado. Ese lector comprometido tal vez existía en la década de 1980, ese momento histórico en el que —como asegura Graciela Mochkofsky— todo el mundo “veneraba a Página/12”. Pero ya no existe en la segunda década del siglo XXI —o existe en una minoría incontable de individuos perdidos en la masa que a lo sumo testimonian el desastre cultural que estamos viviendo. Hoy el medio dominante es el Smartphone, Twitter y Tik Tok.
La crisis del lector
Es verdad lo que sostiene Martín Caparrós: la crisis del periodismo es la crisis de sus lectores. Ya no hay lectores, hay audiencias. Después, Martín, dice algo medio fuerte: ojo, porque: “cuanta más mierda se les dé a las moscas, más querrán las moscas comer mierda”. Se entiende que él no le da “mierda” a su audiencia (temo que un Carlos Pagni, por ejemplo, pueda pensar exactamente lo mismo). Yo creo que hay “mierdas” de diferente consistencia. Y que un escritor no debe enamorarse de sí mismo. En la sociedad del estrellato, no es fácil lograr esto. Hay una frase en el texto de Caparrós que me hizo acordar al viejo Martín cruel y amoral, ese que me fascinó en la adolescencia, cuando dice que los periodistas que se venden al Diablo, en el fondo, lo único que quieren es que los quieran. Es un deseo que también pueden tener los que no se venden y son honestos. Es una triste verdad aplicable a cualquier pobre escritor. Qué lindo también sería que el escritor fuera un francotirador que con sus palabras-misiles lograse concientizar a sus lectores para que estos revisaran sus prejuicios y comprendieran el mundo en su auténtica complejidad. Pero bueno, este deseo puede ser el resabio de una derrota que es difícil de asumir, más cuando el soldado quedó atrapado en territorio enemigo.
Todos los que escriben en el libro se ganan la vida como periodistas. Son otras cosas además de periodistas (poetas, escritores, ensayistas, investigadores, científicos), pero su nombre se lo hicieron trabajando en los medios y de periodistas. Algunos son periodistas sin formación académica, otros cumplieron todos los pasos académicos para convertirse en excelentes periodistas. Sobreviven en campo enemigo. Batallan solapados contra el Imperio —alguno, es cierto, tal vez sea un doble espía. Creen que la realidad podría ser diferente de lo que es, desean que se parezca más a la realidad que ellos proyectan (porque es una realidad mejor, donde la gente dialoga en lugar de odiarse). Temo que sea difícil que esto ocurra, entre otros motivos porque la mayoría de los integrantes del libro (un equipo de estrellas) son unos derrotados. Los que creímos alguna vez en el periodismo de investigación, en la honestidad de los periodistas y en el mito del cuarto poder, fuimos derrotados. Por supuesto, cada uno de los intelectuales reunidos por Sietecase tuvo una carrera individual muy exitosa y sus nombres son reconocidos internacionalmente (Caparrós, con la modestia que lo caracteriza, arranca su relato haciendo mención al heroico acto por el que renunció al New York Times debido a que ya no quería que el editor interviniera en sus notas). Lo que les reprocho, en todo caso, es que ninguno de los integrantes del libro se haga cargo, o si quiera mencione (tal vez no son conscientes), de la derrota social y política que sufrieron (sufrimos) todos los que leíamos idiotamente Página/12 como si sus noticias y sus títulos espectaculares fueran una verdad revelada. La guerra la ganó la espectacularización general de la existencia, la información chatarra, la mentira descarada, el poder concentrado y la justicia cooptada por él. Ganaron los medios “independientes”. Hasta que no asumamos la derrota y aceptemos que una manera de hacer periodismo, una forma de “construir” la realidad, ya no funciona, no sé si seremos capaces de reorganizarnos para enfrentar a un enemigo al que no le importan los argumentos, porque solo actúa por la fuerza y la violencia. Para bien y para mal, estos intelectuales prestigiosos que testimonian en Periodismo… tienen que aceptar que el “albertismo” (que todavía no existe) es la encarnación de su deseo político, o lo más cerca que se podrá estar de realizar ese deseo: el dialoguismo, la razonabilidad, la ciencia, el derecho, el romanticismo liberal. No hay una figura política que se acerque más a ese perfil que AF. Por un momento yo creí que AF iba a liderar una revolución republicana de tal envergadura que el nombre de Cristina, que hoy es gigante, en 200 años será olvidado por el gigantismo de su candidato presidencial. Por ahora ese liderazgo no se ve. Quizás el presidente requiere un diálogo crítico menos complaciente. Como sea, no digo que todos, pero varios de esta elite periodística tendrían que comprometerse con este proyecto político, y encontrar los argumentos que faltan para cumplir o ayudar a cumplir con la justicia social. Lo que sucede es que estos intelectuales nunca se decidieron políticamente, pues consideran que la no-decisión los excluye de la refriega. Los vuelve imparciales. Están equivocados.
Como se quejan un par de articulistas, las condiciones de trabajo que imponen estos medios son intolerables (por lo menos intolerables para los que conocieron otro tipo de periodismo), y varios de ellos renunciaron a los medios instituidos y hoy tienen su propio pequeño proyecto mediático (su radio propia, su podcast, su medio virtual). Hay algo de cofradía marginal en estas prácticas, de secta que resiste en las catacumbas. Lo que digo, igual, es que la mayoría de esos espacios ganados son espacios individuales, no colectivos, aunque cada uno de los autores reunidos tenga una audiencia, unos lectores y unos fans propios. Lo que me pregunto es esto: ¿cuántas horas diarias tiene que dedicarle un “lector” a la lectura para volverse “un pillo”? Es más, lo sabemos, no es una cuestión de horas sino de calidad, de dedicación, de compromiso. Dejémonos de embromar: leer, incluso en cuarentena, es una actividad para privilegiados. La gente normal termina el día a las 20 horas, cuando se pone a ver el partido en el comedor o la serie en la compu (a veces mira porno, el/la muy pillo/a). No está mal esto, simplemente hay que aceptarlo. Es como cuando los editores progresistas te dicen que mejor sacar el libro sobre fin de año, para que se venda en navidad y se lea bajo el sol implacable de las vacaciones (de hecho, fue el regalo que le hice a la mamá de una de mis hijas, periodista ella y admiradora de Sietecase).
Primero informar
Como proyecto ilustrado, el periodismo serio no puede dejar de apuntar a un lector inteligente y progre, aunque sus condiciones de existencia hayan desaparecido (si es que alguna vez existieron). Mi tesis es ésta: el periodismo, el culto tanto como el chatarra, moldean la manera de percibir y apreciar el mundo de la gente. En última instancia, como nos lo recuerda eruditamente Ezequiel Fernández Moores, etimológicamente informar quiere decir “dar-forma”. Los que fuimos a la universidad sabemos que in-formar es proyectar una forma, que se acopla con otra forma, que es nuestra vida. El tema es que esa información que desinforma y satura nuestra mente también imprime una forma, que en algún grado nos forma. Somos los medios de los que nos valemos, que usamos (o que nos usan), desde la tele al libro de poesía, WhatsApp o el diario en papel. Así como los especialistas en porno sabemos que éste ni pervierte ni aliena el deseo, sino que lo representa, de la misma manera podemos suponer que el periodismo representa a la sociedad que informa. Y esto no va a cambiar con lamentos chirriantes o denuncias morales.
El periodismo, por su propia manera de funcionar, no puede revertir esta tendencia a la simplificación, más bien la profundiza. Incluso este libro, que está escrito para cuestionar esta reducción de la realidad, para presentar otras maneras de representar y comprender esta realidad desde múltiples perspectivas, como un cuadro cubista, por ejemplo, termina siendo cómplice del vencedor. Antes de creer en el lector, creen en sí mismos. Ni siquiera este pensamiento formado escapa a esta dicotomía terrible donde los malos son los otros y la verdad, esa diosa tan esquiva, nos pertenece. Sietecase lo dice expresamente: “lo paradójico es que contar la verdad está en la base misma del periodismo … algo es verdadero cuando tiene correlación directa con los sucesos narrados”. La correlación entre el enunciado y los hechos es la definición clásica que dio la ciencia en la época moderna. Sietecase sabe que nadie puede hablar en nombre de la verdad, salvo los que están en guerra. En una guerra —agrega— la primera víctima es la verdad. Solo que para respetar esta sabiduría hay que dejar afuera la moral.
Leila Guerriero escribe algo muy cierto: “los lectores dedican una atención distraída” a lo que leen, y el periodista debe ser capaz de convocar esa atención, atrapar al lector. El libro se interroga cómo lograrlo sin ser sensacionalista ni mentiroso. Es un trabajo de etnógrafo. Varios de los periodistas que participan en el libro lo son (o lo fueron en algún momento). De hecho, cada uno/a tiene una estrategia para lograrlo, pues ellos/as/es están entre los mejores intelectuales de su generación (con un público de masas propio). La pregunta que surge es la misma: ¿representan un poder social, una opinión colectiva, más allá de su gueto pequeño de la clase media “blanca” y formada? La población de “Corea del Centro”. Me gusta imaginar que este libro es el primer paso en la construcción de un colectivo de singularidades virtuosas que defienda las ideas vertidas aquí, pero para lograr esto hay que abandonar la autosatisfacción y la moralización. Somos parte del mal.
Confesiones de verano
Dos cosas antes de terminar. En la presente reseña repetí adrede algunas palabras, para que revelaran su fraude: hacernos entender una cosa, para ser otra. La palabra que más me chocó de todas las que se repiten en el libro es “honestidad”. Caparrós llega a burlarse del recurso a esta figura moral y habla del “honestista a fondo”. Es verdad, para él los “honestistas a fondo” son los periodistas vendidos al capital o a la ideología, los “independientes” o los “militantes”. Pero, lamentablemente, a veces la verdad es un boomerang que te da en el medio de la frente. Siento que Caparrós es honesto cuando escribe. Y Sietecase también. Y todos. Yo también.
Lo otro es una confesión. Tengo que confesar que cuando cursé mi carrera de grado (soy licenciado en Ciencias de la Comunicación, de la primera generación, cuando se creó la carrera en la UBA a mediados de los 80) no leí ningún diario, ni miraba televisión ni escuchaba radio. Los diarios me parecían lo más aburrido que podía leer. La realidad no me interesaba. Después cambié, y me sentaba a la mesa con el mate a perder el tiempo el domingo (casi nunca en mi vida tuve televisión, y cuando la tuve me hizo mal, terminaba insultándola a los gritos y mis hijas diciéndome, preocupadas: “¿Estás bien, pa?”). ¿Qué quiero decir? Siempre desconfié de los medios, la representación de la realidad me parece muy compleja, y el periodismo, necesariamente, debe simplificarla hasta el tamaño de que sea comprendida por su público. Es así. Durante algunos de los años que los autores del libro extrañan, a fines de los noventa, colaboré en Radar Libros bajo el mando de Daniel Link (décadas más tarde conocí personas que me confesaron que creían que “Daniel Mundo” era un seudónimo de Link). Recuerdo la tarde que Link me dijo que no sabía si iba a seguir en el diario, porque al diario lo había comprado Clarín, lo que parecía absurdo —hoy sabemos que no lo había comprado Clarín sino su CEO, Magnetto, que en la actualidad, según lo descubierto por Ari Líjalas, es socio de su nuevo dueño, el síndico Víctor Santa María. Muchos de los artículos del libro hacen referencia a ese momento de esplendor de Página/12 en particular y del periodismo en general. Estábamos en pleno menemato, un gobierno ideal para la crítica progresista, pues encarnaba lo nefasto del neoliberalismo global, al tiempo que convertía a la política en un show y al espectáculo en una forma de vínculo social —también fueron los años de modernización forzosa para lograr que Argentina se incorporara a la lógica global de los nuevos tiempos digitales que se avecinaban. Una parte de la clase media pudo cumplir su sueño americano de viajar a Europa e imaginar Nueva York como un supermercado. Otra parte de la clase media cayó un pesado escalón en su estatus social y económico. Los intelectuales que colaboran en este libro, para bien y para mal, son los representantes de esa clase social hecha de dobleces y buena consciencia.
Recuerdo perfectamente por qué decidí estudiar “comunicación”: quería ser periodista. Veía al periodista tal cual lo dice Mochkofsky: como un superhéroe, aunque lo imaginaba más como un héroe parecido a Philip Marlowe que a Clark Kent. Los viernes a la noche escuchaba por radio un programa en Radio Belgrano (o “Belgrado”, como se le decía por su inclinación hacia la izquierda). Estaba dirigido por el ya renombrado Martín Caparrós y por el inefable Jorge Dorio. Se llamaba: Sueño de una noche de Belgrano. El desparpajo y la amoralidad de los locutores, más esa voz de ensueño que tenían Dorio y Caparrós, fogoneaban en mí el ideal que sostiene que toda normalidad puede ser diferente. Que no hay algo tan aberrante, tan perverso, que no pueda volverse normal. Su último programa, si la memoria no me falla (y mi memoria dejó de funcionar hace unos años), fue sobre zoofilia y entrevistaban a unos peones del campo que tenían sexo con cabritos.