Seis fusilados en la puerta de mi casa, seis compañeros
Por Micaela Polak
Solté “Corbatta, el wing” de Alejandro Wall y me temblaban las manos. Me costó dormir. Siempre condené a quien decía no saber lo que había hecho el terrorismo de Estado en nuestro país. Yo nací dos años después de los fusilamientos, pero sentí culpa. Culpa por creer que sabía, pero no. Culpa porque era en la puerta de mi cancha. Nunca viví más de diez años en un lugar. Nunca laburé en el mismo lugar tanto tiempo. Fui a la misma escuela de primer grado a quinto año, eso sí. Pero no son ni cerca treinta años, no soy tan bruta. La Plaza de Mayo podría ser un lugar de pertenencia, pero nada se compara con la cancha de Racing. Ahí siento todos los humores posibles. Ahí compartí años con mi viejo, alguna vez fui con mi abuelo – que siempre está ahí en las historias que me contó -, ahí fui tantas veces con mi compañero de vida, ahí comparto tardes y noches con mi hijo adolescente. Ahí los milicos mataron a seis compañeros.
Fue el 22 de febrero de 1977. Pasaron cuarenta años y sólo se refleja en unas líneas de un libro. Después de leer tal cosa, a la mañana siguiente, empecé a consultar a quienes podrían saber algo. Pero no: nadie sabía. “Me dejás helado”, decían unos. “Sí, qué barbaridad”, otros que incluso habían leído el mismo libro.
Wall me pasó el testimonio que contaba en su libro. Rafael Barone, un amigo de Corbatta, fue citado como testigo en 2016, en la causa del Primer Cuerpo del Ejército. Él había visto toda la secuencia de otro caso similar: comisaría, “traslado”, fusilamiento a una cuadra de su casa en Piñeiro. Al terminar su testimonio, agregó que junto al crack, que vivía en la pensión de Racing, vieron una noche “varias personas muertas, afuera de la cancha, con tiros. No había personal militar ni de ningún tipo”. No hubo repreguntas sobre eso, en sede judicial.
Seguí buscando complicidad por el lado no futbolero. Mariana Moyano me sugirió hablar con Stella Segado, que me orientó en la búsqueda.
Algún militante de Derechos Humanos tenía que saber algo. “Sí, me suena”, “algo escuché”.
Nadie comprendía lo que pasaba: habían fusilado a seis compañeros en la puerta de mi casa. No sabía, entonces, que eran seis. Sabía que eran “varios”, como había dicho Barone.
En el Archivo Histórico de Racing no había ninguna documentación que pudiera ayudar. El área se creó hace poco y el club fue saqueado como el país, desde los setenta. Sin embargo, fue Julián Scher, que labura ahí, el que me mandó una imagen en fondo negro con letras blancas, como para acrecentar el golpe:
Pasó. Lo que había contado un borracho, recordando lo que pasaba hacía cuarenta años no era una alucinación por los resabios de lo que había presenciado unos meses antes. Era real. Las mismas fuerzas conjuntas lo habían asentado. La DIPBA había producido un informe y había actas de defunción. El Equipo Argentino de Antropología Forense lo había rescatado y plasmado en ese .jpg tan impactante.
Sabía que en Avellaneda había funcionado un Centro Clandestino de Detención, Tortura y Exterminio. No recordaba el nombre, pero era fácil buscarlo. Lo que no sabía era que quedaba tan cerca de la cancha de Racing: la Brigada de Investigaciones de Lanús, que algunos apodan “El Infierno”, como lo llamó el propio Ramón Camps, está a menos de diez cuadras del Estadio Presidente Perón. Leí testimonios de sobrevivientes y empecé a buscar las fichas de cada desaparecido de los que se tiene registro y que había pasado por ahí. Los comparé con los que figuraban en ese texto de fondo negro y letras blancas. Creí – y creo – que uno de ellos coincide en la descripción, en las fechas…
La Comisión Provincial por la Memoria tenía que tener esa información. Hice los trámites pertinentes para pedirla. Mientras tanto, era hora de hablar con Barone.
Antes, pasé con Diego Bartalotta – hincha de Racing y compañero de viejas andanzas militantes – por el Cementerio de Avellaneda. Su directora, Silvia Cantero, nos recibió una mañana de feriado con mate y las actas del ’77. Había dos libros enormes e incómodos que ocupaban toda la mesa: uno por orden alfabético y otro por fecha. Los NN eran muchos, no tantos como los esqueletos que había en el sector 134, que había sido la morgue y la policía transformó en fosa común, durante la dictadura. Claudio Yacoy, Secretario de Derechos Humanos de Avellaneda, nos contó que la policía había tenido control del ingreso, personal exclusivo para la inhumación ahí y que el Equipo de Antropología Forense había exhumado 336 cuerpos entre el ’88 y el ’92.
El sector 134 del Cementerio de Avellaneda es hoy una parcela verde, señalizada por números y con carteles que gritan Memoria, Verdad y Justicia. En una mañana de primavera, donde el sol acaricia y los pájaros cantan, mientras las familias de los difuntos acercan un ramo de flores, todo se vuelve más espeluznante. La paz que reina en esa manifestación de la violencia es aterradora.
Encontramos siete NN del 21 de febrero de 1977, ingresados en las actas del cementerio. ¿Serían los mismos? Todos eran jóvenes. Las actas también eran de Lanús, aunque los números no coincidían. La fecha, tampoco, pero bien podría ser que hubiera sido de madrugada y se hubiera consignado un día en las actas de defunción y otro en las de ingreso.
Saliendo del Cementerio, nos topamos con la tumba de Alberto Ohaco, una vieja gloria de Racing, cuyo nombre había adoptado un tuitero compañero, al que no conozco en persona. Saqué fotos para mandarle y le conté por qué estaba ahí. Al otro día, tenía legajos de montones de desaparecidos que él había googleado y pensaba que podían ser los de la boletería de Racing. Ya no me sentí tan sola en el sentimiento.
Diego se bajó del auto y encaré hacia Piñeiro, donde me esperaba Hernán Bravo, que labura en la Secretaría de Derechos Humanos de Avellaneda, para presentarme a Rafael Barone. Su contacto me lo había pasado Pablo Llonto, que a su vez había citado a testimoniar a Barone en la causa judicial.
El testigo, “Napoleón” como lo llaman los que lo conocen, comía fideos con pesto en su casa. Podíamos verlo desde la vereda, a través de la ventana del primer piso. “Ya bajo”, contestó cuando Hernán le anunció que lo esperábamos.
Al rato, estábamos los dos sentados en una plaza desierta. Napoleón, a sus 82, está impecable. Ni sus aventuras increíbles ni el alcohol pudieron con él. Baila tango, lo canta, tiene una novia francesa y muchísimos recuerdos de la vida de un Forrest Gump vernáculo, que incluye anarquistas, futbolistas, guerrilleros y barcos pesqueros de Corea. No sólo era amigo de Corbatta, sino que eran cómplices en su adicción.
La noche del 22 de febrero de 1977, caminaban juntos por la calle Colón. Habían estado chupando y seguían cargando una botella de vino. Corbatta le sugirió que fueran a ducharse. Él vivía en la pensión de Racing y quería que se refrescaran, después de un día etílico. Cuando fueron hacia los vestuarios, doblando el cilindro, vieron los cuerpos. “Uy uy uy uy uy”, dijo Corbatta. Siempre decía así cuando la mano venía fulera. “Uy uy uy uy uy” y rajaron de ahí. No lo volvieron a mencionar. “¿Qué íbamos a comentar? En ese tiempo era prohibido comentar las cosas”, dijo Napoleón y apagó su verborragia por un rato.
Por fin, la Comisión Provincial por la Memoria avisó que podía retirar la documentación. Había documentación, claro. Carátulas que no dicen demasiado, copias de libros manuscritos donde se registran “incidentes” y un acta elevada por Jorge Héctor San Félix, jefe de la Sección Regional Lanús de la DIPBA (Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires) que no tiene desperdicio: Que en el día de la fecha, siendo aproximadamente las 01.40 horas, en circunstancias que fuerzas conjuntas recorrían la zona de Avellaneda, al llegar a la calle Colón, entre Alsina e Italia de ése medio, observan que varias personas se hallaban pintando leyendas subversivas, referentes al grupo autodenominado “MONTONEROS” en las paredes del estadio de Racing Club, allí ubicado. Que al impartírseles la voz de detención, los individuos contestaron con un cerrado fuego de armas automáticas, siendo apoyados por los ocupantes de tres automóviles que se hallaban en las inmediaciones. Que de inmediato es repelida la agresión por las fuerzas órden, entablándose un nutrido tiroteo, por espacio de treinta minutos, y que deja como saldo, seis de los delincuentes extremistas muertos, mientras los restantes en número de seis, se dan a la fuga en tres automóviles con las siguientes características: un Peugeot 504 de color oscuro, otro mediando de color rojo, del cual se ignora marca y un Chevrolet 400, de color gris oscuro, cuyos ocupantes cubren su retirada a balazos. En el lugar se secuestró una ametralladora sistema “PAM”, con dos cargadores, una pistola calibre 45 mm, con marca y número limados, dos revólveres calibre 38 y tres granadas de guerra sin detonar, además un tarro de pintura negra y pincel. Que entre las fuerzas regulares no se produjeron bajas ni heridos. Que respecto a los extremistas abatidos, trátase de cuatro N.N. masculinos y dos N.N. femeninos, siendo tres de los masculinos muy jóvenes, de una edad que oscila entre los 18 y 22 años de edad y el cuarto de unos 45 años, y en cuanto a las mujeres, ambas muy jóvenes, también de unos 18 a 24 años de edad. Procúrase identificación. (sic).
Un enfrentamiento más, de esos donde mueren sólo de un lado. Datos vagos y adjetivos pomposos para disfrazar los famosos “traslados”, que tenían por destino los vuelos de la muerte, un descampado o el paredón de una cancha de fútbol.
Clara Lis Pereyra busca su identidad hace años. Uno de los que la acompaña en esa búsqueda es Alejandro Incháurregui, que fue parte clave del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y llevó adelante la exhumación e identificación de huesos en Avellaneda. Alejandro es un apasionado, que cada tanto llama para aportar un dato, un recuerdo, una posibilidad porque sabe mucho y mucho le importa.
Por Violeta Burkart, contacté a Isabel Burgos, que me llevó a Miguel Saguesi y Beto Díaz: dos genios de la Secretaría de Derechos Humanos de la Provincia de Buenos Aires que llevan adelante un archivo genial de hechos y víctimas de la dictadura. Ellos me hicieron ver un dato fundamental: uno de los fusilados era mucho más grande que el resto: 45 años, según el acta de la DIPBA. Eso restringe la búsqueda muchísimo porque el porcentaje de desaparecidos mayores de 35 es bajo. Tal vez, esté ahí la punta del ovillo a desenmarañar.
Gustavo Campana es un enfermo. Por suerte, lleva su enfermedad a la radio y así es que tenemos joyas como “Funes, el memorioso”, su programa documental en AM 750, que lleva años rescatando y produciendo la memoria sonora de nuestro país. Cuando le conté lo que estaba investigando, enseguida recordó que Racing le había ganado a Chacarita dos días antes, el 20 de febrero, con debut y gol de Ricardo Villa.
Villa había llegado a Racing desde Atlético de Tucumán, hacía días. Fue una compra millonaria con un pagaré del Banco Provincia que firmó el presidente de Racing a título personal porque el club no podía hacerlo como institución. Cuando Villa había abordado el avión, junto al presidente y otro dirigente racinguista, el ejército los hizo bajar porque el General Buzzi quería hablarles. Villa quedó afuera de la oficina donde Buzzi advirtió que Racing estaba llevándose a un valor de la provincia y que eso generaba una deuda. “No hay deuda, hicimos la compra más cara de la historia”. “Entonces, están en deuda conmigo”, espetó Buzzi, antes de dejarlos ir.
Horacio Rodríguez Larreta (padre) había sido electo presidente de Racing en diciembre del '76. Él mismo fue secuestrado por las fuerzas conjuntas en el invierno de 1977, junto al Tuco Paz - que había sido canciller de Perón - y al periodista Mariano Montemayor. Todo fue un “error” de los militares que descubrieron un vínculo comercial entre Rodríguez Larreta y David Graiver y creyeron que el presidente de Racing podría estar vinculado a Montoneros. Estuvo tres días en el Pozo de Banfield, presenciando sesiones de tortura a Lidia Papaleo de Graiver, hasta que el propio Camps le pidió “disculpas” y lo legalizaron por unas horas, antes de dejarlo en libertad justo para que su ausencia no fuera pública y notoria, en el partido del domingo.
El ’77 vinculó a Racing con lo más oscuro de la dictadura.
Febrero fue un mes lluvioso. Los diarios de la época dan cuenta de inundaciones en distintas provincias. No hizo demasiado calor. Tal vez, los fusilados de Racing hayan respirado después de mucho tiempo, y por última vez, un aire fresco. Nilda Eloy, sobreviviente de varios centros clandestinos, contó respecto de la Brigada de Investigaciones de Lanús: “Había mucho movimiento y normalmente sacaban por ahí grupos de cuatro o cinco personas, y bueno, después nosotros sabíamos que era para matarlos. Los sacaban, los bañaban, si eran varones los afeitaban... había una bolsa de ropa debajo de la pileta, entonces le buscaban... los cambiaban, los vestían... y la primera vez dijeron que, bueno, estando nosotros allí, no, la primera vez que era para llevarlos al Juzgado y nosotros caímos en la cuenta de que era domingo... y después normalmente la misma patota hacía todo lo posible como para que nosotros nos enterásemos, o sea, llegaban con comentarios de qué bueno había estado el enfrentamiento o cosas por el estilo como para que nos quedara claro... Aparte, ellos remarcaban donde estábamos, que de ahí no se salía”.
¿Los habrán vestido para la ocasión? ¿Pensarían realmente, si es que venían de un centro clandestino, que iban a liberarlos? ¿Habrán reconocido el lugar o estarían tabicados? ¿Alguno sería de Racing? ¿De Independiente?
Esa misma tarde, en Lanús, Camps encabezó un acto para “honrar a los agentes y a los caídos en cumplimiento de su deber”. El deber fue matar a mis compañeros en la puerta de mi casa.