Si yo fuera Alí
Por Nuria Silva
Me encuentro sacudida, llorando como si hubiera visto la escena melodramática más intensa del cine. Pero no, acabo de ver el documental When we were kings (1996) dirigido por Leon Gast y Taylor Hackford, sobre la pelea entre George Foreman y Muhammad Ali, organizada por Don King en Zaire en 1974. “Si yo fuera Ali…” pienso, y me quedo detenida en ese sentimiento. Vuelvo a mí, a mi cuerpo de metro y medio, diminuto, frágil, a la angustia de haber perdido tanto, otra vez, y a la impotencia que ahora sé no es sólo mía. Sé que no soy ni podré ser nunca una mole de dos metros, y que tampoco tendré la chance de cagarme a trompadas con alguien para descargar la bronca que vengo acumulando, pero tengo un cuadrilátero que es la página en blanco y unos buenos ganchos que son mis ideas. En realidad, más que Ali quiero ser ese nene zaireño que, perdido en un plano breve a mitad de la película, se planta frente a la cámara imitando la posición de guardia de su ídolo sin saber que con tan sólo su mirada podría derribarlo todo.
Broche de oro para otro domingo de trabajo. Bueno, no cualquier otro domingo, específicamente el 10 de julio, un día después del inicio de los festejos por el bicentenario de nuestra independencia, del “querido Rey”, del retroceso histórico, del miedo y la angustia que los hombres de 1816 jamás envidiarían. Miedo y angustia siento yo, sentí ese domingo mientras miraba desde mi celular todo lo que sucedía fuera del parque de temática religiosa que me encuentra trabajando diez horas cada domingo. Aquél recién empezaba e iba a ser muy largo, como venían siéndolo durante los últimos meses. No es casual que tras la asunción del actual Gobierno los visitantes al parque disminuyeran de manera apabullante, y los pocos asistentes prefieran comprar comida antes que adornos, imanes o cualquier tipo de recuerdo. Esto parece una fiesta de disfraces entre desconocidos: chicos vestidos de romanos caminando de un lado para el otro blandiendo sus espadas y látigos con abulia, hebreos barriendo los pasillos vacíos o reacomodando parafernalia cristiana en los puestos de artesanos y Jesucristo resucitando cada sesenta minutos a lo alto de una montaña hecha de no sé qué.
Desde mi celular leo que Macri twittea que está cansado y no podrá asistir a los festejos, mientras Aldo Rico y compañía desfilan sus perversas sonrisas como jactándose de la impunidad que les ha sido reintegrada, y la foto de un Falcon verde desfilando sin patente en Junín empieza a viralizarse por las redes. Chau a todo. Chau a la posibilidad de seguir creciendo profesionalmente, de poder tener algo más que lo básico. Un poco más, no demasiado.
Una compañera (de trabajo, no en sentido peronista) comienza a celebrar a viva voz que los militares hayan vuelto a desfilar, que eso le traía grandes recuerdos de infancia (para sacar cuentas, supera los cincuenta años) y que extrañaba verlos. No digo nada. Se me queda mirando. Yo pienso en mi viejo, en su lucha, en su exilio, en el horror que le quedó marcado hasta la muerte, en la culpa del sobreviviente que devino depresión que devino cáncer. Jamás pudo volver a dormir tranquilo. Si uno entraba a hurtadillas a su habitación mientras dormía, se despertaba exaltado, en estado de pánico. La voz chirriante de mi compañera reaparece plagada de quejas y lamentos por la escasez de visitantes. Me sonrío para no putear. Todo se torna absurdo y denigrante y mi cuerpo empieza a ser un hervidero: tengo ganas de patear todo, de estallar, de gritar, de llorar con bronca. Pero me contengo porque no puedo darme el lujo de perder ese trabajo al que no puedo faltar porque estoy agotada.
Diez horas todos los domingos sumadas a las del trabajo que me ocupa de lunes a lunes: la docencia y la escritura sobre cine.
Pero el presidente está cansado y elige faltar a los festejos.
Termina la jornada. Cierro el puesto y emprendo el regreso a casa. Es un largo camino pero lo hago a pie mientras voy escuchando música y fumando. Hacer andar el cuerpo me ayuda a liberar. Esa noche no. Esa noche la impotencia se había instalado como pocas veces. Llego, al fin. Me saco todo de encima como buscando materializar el alivio de cargas mayores, y pongo el documental que acababa de descargar para correrme de la tormenta. Mi cabeza se siente lo suficientemente apesadumbrada como para lograr concentrarme en la película de buenas a primeras ó al menos como me gusta hacerlo. Esto alimenta mi sensación de impotencia porque tengo ante mí al ser humano más carismático de la historia del boxeo (y de la historia a secas) desplegando todo su atractivo en una película que, además, exhibía un magistral uso de las herramientas formales. El montaje no sólo marca el ritmo externo de la narración sino los sentidos internos de su discurso. Adentro y afuera, de la cabeza, del cuerpo, del ring, de la realidad, de la película, de mí.
El documental no se demora demasiado en trasladarse a Zaire. Mediante montaje paralelo contrapone registros documentales del país bajo el mandato de Mubutu Sese Seko con imágenes del festival: bailes, despliegue musical, la presencia de artistas como B.B. King y James Brown, además de la de los dos pesos pesados. Pura celebración traída por los estadounidenses. De fondo la persecución, el totalitarismo y la muerte cuya oscuridad reposó sobre el país a lo largo de treinta y dos años. A esta altura, lejos de distraerme de mi malestar, la película me devolvía la imagen hiperbólica de lo que había sentido ver esa tarde.
Foreman se lesiona entrenando y esto obliga a los boxeadores y demás miembros de la organización a permanecer en Zaire hasta su recuperación para cumplir con la pelea pactada. Ali recibe la noticia y con su habitual sentido del humor e insigne verborragia comienza a disparar palabras a modo de puñetazos para todos lados. No hay que obviar que la situación de Ali no era la ideal, iba a enfrentarse a un oponente duro, difícil, que venía de salir vencedor en sus últimas cuarenta peleas, mientras que él había permanecido inactivo durante los años previos debido a su negativa para combatir en Vietnam. Su bravuconería era la expresión más catártica de su miedo. Ali boom ba yay, Ali boom ba yay corean los zaireños una y otra vez hasta que sus voces adoptan la forma de una masa enérgica e indivisible.
Desde el sillón y completamente hechizada, lo miraba caminar fuera de sí de una punta a la otra de la habitación de hotel, con los ojos desorbitados, lanzando frase tras frase con una intensidad religiosa, mística y al mismo tiempo salvaje, indómita. Esa mole negra de casi dos metros, hermosa y desesperada, empezaba a exorcizar esa impotencia física mediante la palabra vehiculizada por un cuerpo que da y recibe golpes como prolongación de la verdadera batalla que se libra en su cabeza. Lo miro y pienso que la cabeza de Ali también debió ser un infierno. Probablemente el boxeo haya sido su manera de materializar cargas mayores.
Ocho rounds le llevaron derrotar a Foreman, a fuerza de cansancio. Ocho rounds poniendo una y otra mejilla. Pero Ali decidió apoderarse de su cuerpo, de su espacio, alimentarse de la masa enérgica. Sólo necesitó un golpe para derribar a su oponente. Un golpe para noquearlo y una enorme integridad para no rematarlo mientras estaba caído, aunque el impulso haya surgido. Pero no, yo no quiero ser Ali. Quiero ensayar mi propia posición de guardia para plantarme frente a todo, como el nene zaireño que, perdido en un plano breve a mitad de la película, con tan sólo la mirada puede derribarlo todo.