Y avanzan los hombres que sonríen, por Celso Lunghi
Por Celso Lunghi
“Hay un loco que le dispara a la gente”, me recibió papá y, enseguida, se corrigió: “Perdón: un grupo de locos.” Yo no entendía a qué se refería: después de casi dos años y medio (y a pedido de él), volvía a Córdoba y, en lugar de abrir la puerta y abalanzarse para darme un abrazo, se despachaba con esa noticia. Estaba agitado y nervioso. La expresión de mi cara le debe haber dado la pauta de mi desconcierto porque, sin perder tiempo, procedió a explicarme: “Empezaron hace dos días. Pero yo recién me entero: su plan implica que tardemos en enterarnos”, me dijo mientras caminábamos rumbo a la cocina. Yo iba con el bolso a cuestas y ni siquiera se ofreció a llevarlo. Es más: ni siquiera me había indicado que entrara. Yo, ante su impasividad, había tomado la delantera y le había encajado un beso y, tras asegurarse de que no hubiera personas cerca, en lugar de retribuirme alguna demostración de cariño, él se había apurado por cerrar la puerta con llave. Parecía un desquiciado. ¿Le habría agarrado un brote? ¿Lo habría afectado la soledad? ¿Estaría…? “Arrancaron en Parque Sarmiento”, continuó e interrumpió mis pensamientos. “La gente disfrutaba del sol y, de repente, aparecieron ellos. Cuatro hombres vestidos de bermudas y chombas de color negro, de gorra y anteojos de sol, que cargaban escopetas al hombro y sonreían. Eso es lo que los caracteriza: sonríen. En ningún momento se les borra la sonrisa de la boca. Irrumpió uno en cada esquina y, despacito, fueron avanzando. Lo llamativo es que nadie reparaba en ellos. ¿Vos entendés lo que te estoy diciendo?”, me increpó inesperadamente: yo venía siguiendo su relato con atención y eso me descolocó. “La gente los miraba y no reaccionaba: nadie se asustó ni salió corriendo. Ni cuando le dispararon al primero nadie se asustó ni salió corriendo. Era un chico que estaba repartiendo papelitos en los que pedía monedas para mantener a su familia y uno de estos locos lo tumbó de un balazo. Y, al instante, le dispararon al segundo y además hubo un tercero y un cuarto y, en menos de quince minutos, se habían cargado a prácticamente un cuarto del parque. Y la Policía los dejaba hacer. Y el resto, los que se salvaron del ataque, no largaban el mate: para ellos, era una tarde normal.” Papá, definitivamente, no estaba bien y por fin entendía por qué me había llamado: necesitaba mi ayuda para salir de ese infierno en el que estaba sumido. “Viejito, vamos a hacer una cosa”, amagué a proponerle yo, pero él se atropelló por imponerse: “Nos tenemos que ir, Marianela”, me cortó, tajante. “Nos tenemos que ir antes de que vengan por nosotros. Ayer se cargaron a los de la otra cuadra y hoy nos van a venir a buscar a nosotros”, me aseguró. “Hoy nos toca a nosotros.” Sus ojos transmitían un miedo que me desesperaba: me dolía verlo reducido a esas condiciones y no sabía cómo manejar la situación. Mi impulso inmediato fue tratar de imponer cierta lógica a lo que él me transmitía. “A ver, viejito, vamos a analizarlo juntos: si en Córdoba está pasando esto que vos decís que pasa, ¿por qué no salió en ningún lado?” “Ya te expliqué”, se impacientó él. “Su plan implica que sus acciones no trasciendan. ¿No te digo que yo recién me acabo de enterar?” “¿Y cómo te enteraste?”, indagué yo. “Vino a decirme Eduardo”, me respondió. “Y esta mañana me fui a la casa y lo habían matado: Eduardo estaba tirado en el medio de un charco de sangre.” “¿Y llamaste a la Policía?” “¿Para qué?”, me retrucó. “Ellos son cómplices. Todos son cómplices”, enfatizó. “Todos son cómplices.” Yo, ingenuamente, me había propuesto imponerle lógica a algo que no tenía ni pies ni cabeza. No había vuelta que darle: era el discurso de un trastornado. Papá había perdido el juicio y, con el último hilo de cordura que le quedaba, me había llamado para que lo rescatara. Me pegaba, encima, en mi talón de Aquiles, en mi punto débil. Yo, que había huido de Córdoba por la persecución que implicaba el Código de Faltas (estaba cansada de que, por cualquier estupidez, me frenaran y me interrogaran: me sentía permanentemente amenazada y en un estado de completa indefensión), me encontraba con semejante escenario. Era astuto. Si había un hecho que no se podía negar era que papá no había perdido su astucia: sabía por dónde atacar. Entonces los vi: cruzaron la calle y, aunque estaban de costado, sus sonrisas se distinguían perfectamente. Eran sonrisas forzadas, falsas, que, justamente, sobresalían por eso. Mi gesto y mi palidez me delataron y él giró con brusquedad y también los vio y, en un susurro, me indicó que me escondiera debajo de la mesa. Papá no me había mentido. Pero… ¿cómo era posible? ¿Cómo era posible que el taxista no me hubiera comentado el tema y que la radio no lo estuviera tocando y que…? “Todos son cómplices”, me repitió él, como si me hubiera leído la mente. Desde nuestra posición, escuchábamos con atención, expectantes. Por un lado, nos llegaba la conversación de dos mujeres que hablaban acerca de lo caras que estaban las verduras y, por el otro, el golpe de los nudillos contra la puerta del vecino. Mejor dicho: el golpe de sus nudillos contra la puerta del vecino. Lo andaban buscando a él. Y, en el acto, el estruendo que provocó la caída de la puerta (se habían cansado de ser amables) y consecuente el grito y los consecuentes disparos. Las mujeres, entretanto, no dejaban de hablar de lo que les estaba costando que les rindiera el sueldo. “Ahora van a venir por nosotros”, me adelantó papá. “Pero vos no te preocupes: yo estoy preparado”, me dijo y, no sin dificultad, se fue arrastrando hasta su habitación. Yo estaba paralizada y no amagué a detenerlo: era incapaz de dimensionar lo que estaba pasando. Las circunstancias me sobrepasaban. Había ido a pasar un fin de semana tranquilo y… El ruido del timbre me sobresaltó. ¿Serían… ellos? ¿Serían los hombres que sonreían? Papá no daba señales y yo, sobra aclarar, no me animaba a levantarme. El timbre sonaba con insistencia. No me cabían dudas: eran ellos. Me asomé temblando y tan solo reconocí una sombra y una figura que se desplomaba. Sigilosamente, me acerqué a la ventaba y comprobé lo que ya suponía: era el vecino. Un balazo le atravesaba la pierna izquierda y se estaba desangrando. Los hombres que sonreían se dirigían a una de las casas de enfrente y las mujeres ni se inmutaban. A pesar del reguero de sangre que había dejado este hombre a su paso, ellas no se inmutaban. “No te preocupes, Marianela, que yo me encargo”, me dijo papá y me indicó que me corriera. “Tu padre te va a defender.” Traía una pistola en la mano. Una pistola cuya existencia desconocía. ¿Cómo la habría conseguido? Decidido, papá abrió la puerta y remató de un tiro al hombre que estaba tirado en el suelo, a su vecino de toda la vida. Al unísono, sonaron los disparos de los hombres que sonreían en la casa de enfrente y el estruendo fue ensordecedor. Tanto, que, por unos instantes, apenas por unos instantes, acalló la indignación de las mujeres.