¿Y si la revolución ya llegó y nosotros nos dormimos?
Por Dani Mundo | Ilustración: Leo Olivera
Por decisión del autor, el artículo contiene lenguaje inclusivo.
La historia está puntuada por dos tipos de momentos: momentos de paz, momentos de guerra. Me pregunto si el nuestro no será un momento de guerra revolucionaria, mientras nos hacemos los distraídos y creemos que vivimos un momento de paz democrática. Tal vez como con tantas otras cosas, la imagen que tenemos de la guerra se venció, ya no sirve, hay que actualizarla.
La gente que piensa los medios de comunicación masiva e investiga su cultura, es decir cualquiera al que le interese la realidad, tiene por delante una auténtica misión imposible. O tiene que seguir tolerando los medios de información tal como están, desde la tele hasta Tinder, y en lugar de criticarlos, potenciarlos (si tal cosa fuera posible). O tiene que crear otra forma de informarnos, de entretenernos y de deprimirnos. Como vemos, la tarea a emprender es propiamente comunicacional, es decir política: tenemos que convertir la lengua, el cuerpo y los afectos en un nido de contradicciones, de tensiones, de experiencias que nos lleven a dudar de todo, pero principalmente de nosotros mismos. Que nos obliguen a dudar tanto de lo que amamos como de lo que no nos gusta. IMPOSIBLE.
¿O acaso la única certeza que tenemos no es que este mundo es injusto y hay que derrocarlo? ¿O alguien piensa otra cosa? Pero bueno, ya el sólo hecho de pensarlo me causa gracia. ¿Realmente vamos a poner los derechos de los otros por sobre nuestro maltrecho bienestar culposo venido a menos? ¿O solo queremos reacomodar un poco las cosas para que el otro no se “nos” muera indignamente en la calle (¡qué espectáculo de mal gusto ése, por dios!)?
Cuando Fredreric Jameson decía que era más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, entre otras cosas estaba preguntando cuál es el sujeto que desencadenará esa revolución que acabará por fin con el capitalismo, mientras que del fin de mundo se pueden encargar unos marcianos ignotos y malvados. Como no se distinguen signos de la revolución anticapitalista en el horizonte, tratamos de acomodar las cosas para que lo insoportable continúe soportándose un rato más, y se siga viviendo lo injusto como si fuera natural. Así las cosas, ni siquiera estamos capacitados para reformular las reglas del juego social y que algunos no ganen siempre todo, mientras otros pierden el turno cada vez que les toca. El background intelectual está formateado en hojas Rivadavia blancas de papel con renglones y márgenes bien delimitados. Pero vivimos en una realidad en 5 G. Estamos instalados en una sociedad insoportable que todos y todes ayudamos a reproducir. ¡Cuánto gozo en esa reproducción!
No sé si lo advirtieron, pero todos los dispositivos comunicacionales con los que acolchonamos nuestro entorno apuntan, tienen como objetivo, la reafirmación del yo, la confirmación de que cada uno de nosotros tiene derecho a la felicidad, al amor romántico y a unas vacaciones en un all inclusive (aunque el hotel sea una garcha y el cuarto esté impregnado del olor a mierda que sube del pozo ciego). Este es el lado público o la cara lavada de esta experiencia que Lacan llamó éxtima, que para decirlo mal y pronto, implica la exhibición de la vida íntima —en verdad, ya sabemos que en las redes sociales no se exhibe la vida íntima sino una selección de noticias de la intimidad, no todas las noticias, no cualquier noticia. La otra cara de este mismo fenómeno es la depresión, el bajón y la conducta adictiva: la persona normal es adicta. Adicta a un montón de cosas, principalmente a sí mismo. Bah, ¿qué será “sí mismo”? ¿Cuál será su referente? ¿Lo que uno quiere? ¿El sí mismo es lo que uno puede? Somos adictos a la imagen de nosotros mismos de la que nos hemos enamorado, de aquí que sea común llamar a nuestra sociedad narcisista.
Pero ojo, porque Narciso no se enamoró de sí mismo. Se enamoró de la imagen de sí mismo. Lo recalco porque en este hiato entre el ser y la imagen yo encuentro una cifra para comprender lo que nos está pasando con las pantallas y nuestros deseos políticos. Con las pantallas y nuestros afectos. Mientras no le tenemos mucha estima al yo (¿quién quiere a su yo?), sobrevaloramos su imagen. Dense una vuelta por Facebook o Instagram si no. Lo que no sabemos es que lo que reafirma al yo, a la vez lo vacía. Lo que lo apuntala, lo debilita. Lo vuelve dependiente, más dependiente aún de lo que lo somos por naturaleza. Cuándo vamos a entender que no vinimos a esta vida para ser felices.
A mí se me ocurren tres caminos frente a esta disyuntiva existencial en la que me imagino que estamos (debe haber miles). 1) Nos normalizamos a full, nos volvemos papis y mamis de familia y laburamos todo el año como hdp para llegar a pagar las vacaciones. 2) Nos “perdemos” para siempre, tomamos la autopista de la adicción sin retorno y nos estrolamos contra el guarda raid, la sociedad se desquicia (más de lo que está) y se desata la guerra civil. 3) La tercera opción la voy a sintetizar con una anécdota apócrifa sobre algunas costumbres de George Bataille y su séquito de seudo sociólogos y ex filósofos que lo rodeaban. Cuenta esta anécdota que todos estos tipos raros se reunían en una casona en la campiña francesa y que durante una quincena vivían bajo un régimen estricto de limpieza espiritual y sanción corporal, levantándose al alba y acostándose luego de una cena frugal cuando caía el sol. A la semana siguiente se pasaba a un régimen de vida inverso, con bacanales gastronómicas y sexuales y un montón de cosas que ni queremos imaginar. ¿O no decía acaso Deleuze que el ser postmoderno era un esquizo? ¿O alguien piensa que lo decía en chiste?
Cada uno y cada une tiene de sí mismo una imagen amplificada y deformada por la misma cultura que lo formó. Repito: la deformación de nuestra imagen no es un efecto colateral o accidental de los medios y los diferentes dispositivos de subjetivación, sino algo buscado y conseguido por estos. Somos un mundo de personas que se tapan los ojos y se la pasan quejando de no ver. En realidad, exhibimos todo el tiempo lo que somos, pero interpretamos esa imagen como si fuera lo que imaginamos que es, y no lo que esa imagen muestra fehacientemente. En última instancia, siempre nos auto disculpamos.
Hace unos meses fui a un hotel con tele en Mar del Plata y me pasé varios días viendo solamente un canal muy reconocido de noticias trash: esa es la representación más realista de nuestra sociedad que vi en mucho tiempo. Una noche estuvieron cuatro horas hablando de un tipo que se llamaba Pánfilo y que amenazaba a todas las muchachas y los niños del barrio, que viven aterrorizados por este hombre de la bolsa suburbano. Al comienzo de las cuatro horas una anciana confesó que desde que llegó al barrio Pánfilo ya no se podía vivir tranquilo. Al final del programa, la misma viejita buena decía que Pánfilo vivía hacía 30 años en el barrio. Drogándome de imágenes crónicas como esta, me pregunté cómo se llevaría acabo esa revolución lingüística y afectiva que acabase con nosotros de una vez. Mientras me dejaba ganar por las imágenes me di cuenta que esa revolución ya está en marcha. Solo que, como ya se dijo muchas veces, el discurso de izquierda ni siquiera la entiende —y como no la entiende, cree que no existe—.
La izquierda se volvió progre, se apoltronó en algunas ideas innegociables y perdió su mala educación, su irreverencia, su apuesta al riesgo. Mientras que las prácticas de la derecha vienen redoblando las apuestas. Están envalentonados porque sus proyectos nunca fracasan aunque provoquen catástrofes epidemiológicas o deudas externas eternas. Tienen la naturaleza de la hydra que por cada cabeza que pierde le brotan dos. Basta mirar un rato la tele o leer con atención los mensajes que se intercambian por las redes sociales (incluso que llamemos “redes sociales” a esos dispositivos) para advertir el experimento en el que estamos proyectados. Nuestra sociedad parece estar en una fiesta de 15 perpetua que solo se interrumpe cuando violan a alguien o lo asesinan como si fuera una mala película de Stephen King o el noticiero de la nochecita —también se interrumpe la fiesta cuando llega la tanda publicitaria: acá se abren dos posibilidades: 1) zapping; o 2) pagar un servicio premium y dejarnos de joder.
Una revolución tiene que cambiar la manera de hablar, el objeto del deseo y la forma de desear, sino no es una revolución. Y la revolución en la que estamos comprometidos lo está haciendo —escribo “comprometidos” como una ironía, pues no es NUESTRA revolución lo que estamos viviendo, es la de ellos. Tan así es esto que defender la violencia, plantear la imposibilidad de vaciarnos de violencia se volvió imposible: la violencia es mala. Pero ¿cómo se va a hacer una revolución sin violencia?
¿Quién pone las reglas del juego social? ¿Cómo se ejerce el poder? Podemos hacernos los distraídos, pero no es muy difícil adivinar las respuestas.
Eso sí, todos TENEMOS DERECHO A QUE NOS LLEGUE UN MENSAJE. No cualquier mensaje sino el MENSAJE QUE DESEAMOS, el mensaje mesiánico, el que nos estaba predestinado.